Pedro Benítez (ALN).- Dos temas dividen al oficialista Frente de Todos, la coalición neoperonista organizada por la expresidenta Cristina Kirchner que hace más de un año llevó a la presidencia argentina a Alberto Fernández: las relaciones con Venezuela y los casos de corrupción que siguen abiertos por la justicia de ese país contra la señora Kirchner y sus colaboradores más cercanos. El presidente Fernández ha ido maniobrando para conciliar lo irreconciliable: gobernar y dar una imagen respetable de Argentina a la sombra de su poderosa vicepresidenta.
En Argentina se denomina “grieta” a la polarización política que empezó en el gobierno de la expresidenta (hoy vicepresidenta) Cristina Fernández de Kirchner, y que habría venido a reemplazar la histórica antinomia entre peronistas y antiperonistas que dominó la vida pública de ese país durante la segunda mitad del siglo XX. Se le atribuye su autoría al controversial periodista Jorge Latana, que la usó para describir el creciente enfrentamiento político y social entre kirchneristas y antikirchneristas. Un punto álgido de esa pugna se dio durante el gobierno de Mauricio Macri.
Cuando el actual presidente Alberto Fernández juró su cargo el 10 de diciembre de 2019 prometió “terminar con la grieta”.
“Apostar a la fractura y a la grieta significa apostar a que esas heridas sigan sangrando. Actuar de ese modo sería lo mismo que empujarnos al abismo”, dijo en aquella ocasión.
Pero sus palabras y estilo contrastaron de manera muy notoria con los de su vicepresidenta y jefa política del movimiento que lo postuló como candidato presidencial. En el solemne acto la señora Kirchner desairó abiertamente al mandatario saliente (Macri) dejando clara su actitud de seguir siendo consecuente con el rencoroso estilo político que la caracteriza.
De allá para acá se ha ido abriendo de manera lenta, pero progresiva, una nueva grieta. Pero no entre gobierno y oposición, sino dentro de las propias filas oficialistas.
Entre las diversas promesas que como candidato hizo el actual presidente argentino hubo una en particular clave, y muy sentida, en el movimiento kirchnerista: parar los procesos judiciales abiertos en contra de la vicepresidenta y sus más inmediatos colaboradores. Procesos que el kirchnerismo aseguraba eran parte de la persecución política que contra su lideresa montaron los medios de comunicación y el gobierno del expresidente Macri (2015-2019). ‘Lawfare’ lo ha bautizado ella misma.
Pero a lo largo del año pasado esos procesos (sólo ella tiene 10 en curso) no se detuvieron. Desde la perspectiva de Cristina Kirchner la victoria electoral que con tanta habilidad confeccionó en 2019 no ha cumplido con los objetivos (por ella) deseados.
Mientras tanto, desde el kirchnerismo son cada vez más las voces que aseguran que el presidente Fernández “no está haciendo lo suficiente” para honrar su promesa. Es decir, no está presionando lo necesario a la justicia.
El pasado 18 de diciembre, luego de semanas sin coincidir públicamente, el presidente y la vicepresidenta compartieron un mismo escenario en el Estadio Único de La Plata (ahora rebautizado Diego Armando Maradona). En esa oportunidad Cristina no se ahorró críticas al gabinete de Fernández: “A los que tengan miedo de ser ministro o ministra, que vayan a buscar otro laburo”.
Los medios argentinos atribuyeron como principal destinataria del mensaje a la ministra de Justicia, Marcela Losardo, una funcionaria de la más absoluta confianza del presidente. En las siguientes horas dos medios de comunicación vinculados al Instituto Patria (el ala más izquierdista del kirchnerismo) publicaron una nota que la señalaba a ella y a su marido de haber incurrido en evasión fiscal y de tener vínculos con operadores judiciales.
Losardo les respondió de inmediato por su cuenta de Twitter. El incidente, como era de esperarse, alimentó los rumores y comentarios sobre las tensiones entre las dos alas del movimiento gobernante y, además, no fue un hecho aislado.
Unos días antes la vicepresidenta cuestionó en una carta pública la legitimidad de la Corte Suprema de Justicia de Argentina, mientras exfuncionarios de su administración como Julio de Vido, Milagro Sala y Amado Boudou (condenados en sentencia firme por diversos actos de corrupción) se declaraban como “presos políticos”, exigiendo en reiteradas oportunidades un indulto por parte del presidente.
Y no es que el gobierno de Fernández no haya hecho nada al respecto. Por el contrario. El pasado mes de julio presentó un proyecto de ley para reformar la justicia que contempla elevar de 12 a 46 los juzgados federales, una iniciativa que ha sido fuertemente cuestionada por la oposición al considerarla un intento oficialista por manipular a los tribunales.
Pero el proyecto parece haberse atascado en los intríngulis del Poder Legislativo, mientras el presidente se da por satisfecho con haberle pasado la papa caliente a los senadores y diputados peronistas que hacen mayoría allí.
Su respuesta a las exigencias de indulto ha consistido en elegantemente lavarse las manos.
“Hice campaña diciendo que no iba a dar indultos y lo voy a cumplir (…) Es una rémora monárquica”. “Si quieren indultar a gente que está procesada, no existe ese instituto: eso se llama amnistía. Y eso depende del Congreso, no depende de mí”, ha sostenido enfáticamente luego de que otro aliado circunstancial de Cristina, el peronista moderado, y actual presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, fuera cuestionado por miembros del kirchnerismo duro por afirmar en una entrevista con el diario El País de España que “una amnistía para los casos de corrupción sería un gran error”, y un “absurdo”.
Una decisión que luce inevitable
Uno de esos críticos ha sido el exministro de Planificación Julio de Vido, que convirtió el asunto en una disputa personal con Massa y que acompañó con insinuaciones de corrupción. Las evidencias de que la grieta se va abriendo en el Frente de Todos van en aumento.
No conforme con este incidente, De Vido arremetió hace pocas horas contra el propio Alberto Fernández y su colega chileno Sebastián Piñera, a quienes tildó de “impresentables” y “caraduras”, en ocasión de la primera visita oficial del presidente argentino a Chile.
Esto por no recordar los ataques directos que contra Fernández se han hecho desde el chavismo en Venezuela y que nadie desde el kirchnerismo se ha tomado la molestia de contestar.
Sin embargo, el problema central para el presidente Fernández está en el terreno económico, donde la pandemia ha agravado todas las dificultades que recibió. Las mediciones privadas indican que la inflación en enero podría llegar al 4,6% y superar el 50% en 2021, en un contexto de fuerte subida del desempleo y la pobreza.
Para lidiar con estos problemas Fernández requiere llegar a un acuerdo con el FMI que pasa por exhibir ante el resto del mundo una credibilidad institucional incompatible con los fines y propósitos de su vicepresidenta y jefa espiritual del kirchnerismo.
Cuando Néstor Kirchner sucedió a Eduardo Duhalde como primer mandatario de Argentina en 2003, una de sus primeras decisiones fue enviar a José Octavio Bordón como embajador en Estados Unidos para que en su nombre aclarara que su proyecto político no pretendía capturar los tribunales de justicia y mucho menos emular al de su colega (y futuro amigo) Hugo Chávez. Esa es una historia que Alberto Fernández conoce muy bien, pues él fue el jefe de gabinete de ese gobierno.
De modo que lo que hoy le conviene a Cristina Kirchner (principal referente político del país) no le conviene a la Argentina. Y lo que le conviene a la Argentina no le conviene a Cristina Kirchner. En el medio está Alberto Fernández, quien desde la Casa Rosada sigue buscando ganar tiempo (la pandemia le dio un auxilio) para evitar tomar una decisión que luce inevitable.