Sergio Dahbar (ALN).- El demiurgo de Maine cumple 70 años en septiembre. Stephen King ha vendido más de 350 millones de ejemplares de una obra plural, donde siempre aparece la lógica de lo extraordinario: el mundo le tiene miedo al caos, a que algo oscuro nos quite lo que nos pertenece.
Este año, el 21 de septiembre, Stephen King cumple 70 años. Y le preocupa con razón el azote del Alzheimer, enfermedad que podría sacarlo del ring donde se ha mantenido como rey imbatible desde hace 43 velitas. No baja la guardia. Escribe cuentos. Novelas. Trilogías. Se suele citar a sí mismo con bromas inteligentes o despliega intercambios textuales con su hijo, Joe Hill, quien ha devenido en magnífico creador de thrillers, con independencia y personalidad propia del pater familias.
King confía aún en cierta lógica personal: el mundo le tiene miedo al caos, al cambio, a la disrupción, a que algo oscuro y pegajoso nos quite lo que nos pertenece, a la grieta que se abre en el espejo cuando algo extraordinario se introduce en nuestras vidas. Esas certezas ponen en marcha su escritura, como un motor en pleno funcionamiento ante la aparición del mundo fantástico.
Con Stephen King ocurrió como con tantos artistas. Al principio la gente se avergonzaba de reconocer que le gustaban sus novelas
La pregunta que cualquier fanático puede hacerse hoy es qué lugar ocupará esta pluma hemorrágica cuando muera. ¿Ocurrirá como sucedió con Alejandro Dumas, que primero fue popular y después clásico respetado por su talento literario? Nadie lo puede asegurar.
King sabe que la eternidad de los escritores es extraña. Algunos sobreviven y otros desaparecen, por razones caprichosas que se escapan a la lógica de las evaluaciones literarias más sesudas.
Con Stephen King ocurrió como con tantos artistas. Al principio la gente se avergonzaba de reconocer que le gustaban sus novelas. Rápidamente fue etiquetado como un maestro del terror. También fue ubicado en el estante de los escritores populares, que era una manera de recordarle que podían leerlo masivamente, pero que no era reconocido por la gran literatura.
Cuando en 2003 obtuvo la medalla del National Book Foundation por su distinguida contribución a las letras americanas, un año después de que recayera en Philip Roth, la justicia comenzó a colocar las valoraciones en su justo sitio. Harold Bloom no está de acuerdo.
Joshua Rothman escribió en The New Yorker que todos los súbgéneros literarios fluyen por su literatura y siempre desembocan en Maine.
Todo comenzó con Drácula
Una forma de entender a este creador contemporáneo curioso es acercarse a su pasión por un libro que marcó su vida para siempre desde que era un niño: Drácula de Bram Stoker. Una obra “en la que horrores ancestrales colisionan con la tecnología y las técnicas de investigación más modernas de la época”.
Para King se convirtió en un material único. Había leído Drácula en un ejemplar de una biblioteca pública de Stratford, con las puntas dobladas por el uso, una mancha de mostaza en la página 331 y olor a whisky derramado en la 468.
Drácula fue su primer encuentro con la novela epistolar. Había cartas, pero también fragmentos de diarios, recortes de periódicos y el curioso reporte fotográfico del doctor Seward, que se conservaba en cilindros de cera.
Hubo pasajes aterradores que no se le olvidaron. El descubrimiento de Harker de que ha quedado encerrado en el castillo del Conde; el momento en el que le clavan la estaca a Lucy Westenra en su tumba; o el instante en el que abrazan la frente de Mina Murray Harker con la hostia consagrada.
No quiere dejar de ser ese personaje de bajo perfil, que paga las cuentas, saca la basura y se pregunta qué pasaría si al vecino del frente le cortaran la garganta
Mucho tiempo después, cuando King leyó la trilogía de El señor de los anillos, de J.R.R. Tolkien, pensó: “Esto no es más que una versión algo menos tenebrosa de Drácula, con Frodo en el papel de Harker, Gandalf en el papel de Abraham Van Helsing y Sauron en el papel del Conde”. Ni la inteligencia ni la gloria resuelven las heridas que los seres humanos acumulan con el tiempo.
Stephen King sabe que el dinero puede ser un compañero esquivo. Cuando su madre moría de cáncer, no pudo darle el tratamiento que hubiera querido, para que se sintiera como una reina. Carrie (1974) se vendió por 2.500 dólares, un mes después de su muerte, cuando ya el dinero no hacía falta.
Con 70 años, pareciera que hay Stephen King para rato. Sus rutinas permanecen inalterables. Asiste regularmente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. La terapia le sirvió alguna vez, de manera ocasional, pero teme que le haga “un agujero a mi balde” (sic), para explicar que podría perder el tesoro de sus ficciones.
Como ocurre con Clint Eastwood, otro mito americano que envejece con nobleza de espíritu, King mejora con los años, como las buenas bebidas. Nunca olvida sus orígenes. Cree aún que nada suplanta el esfuerzo y las horas de trabajo en el ordenador. No quiere dejar de ser ese personaje de bajo perfil, que paga las cuentas, saca la basura y se pregunta qué pasaría si al vecino del frente le cortaran la garganta.