Rafael del Naranco (ALN).- En su partida de nacimiento se asentaba un apellido teutón: Curzio Suckert. Había nacido en Prato, tierra de Toscana, de padre alemán y madre italiana. Un día que desplegaba su profesión de periodista en Nápoles, un compañero de oficio le preguntó el motivo de transferirse el apellido Malaparte, y él respondió con precisión: “Bonaparte ya había uno”.
Ahora el escritor Curzio Malaparte se eterniza entre los autores relegados que cada cierto tiempo reaparecen, lo mismo que sus compatriotas Pier Paolo Pasolini y Oriana Fallaci.
Se atribuyó a Curzio ser un cínico al momento de escribir sobre aquella tragedia de la II Guerra Mundial que desangró a Europa. Él comprendió la desintegración del continente desde su propio dolor despedazado, y lo expresó en Kaputt, palabra que el manuscrito de origen señala que viene del hebreo Koppàroth, sacrificio, o quizás del francés Capot, lucha, combate, deshecho, roto.
Kaputt, La piel y Madre podrida –en la edición española suprimieron “podrida” y la cambiaron por “marchita” -fueron tres libros dedicados a esa tragedia sanguinaria que él deseó llamar, y con auténtica causa, La Peste, miasma que ahora cae desangrando el planeta en un desgarro de angustia, muerte y terror.
Siempre que tercia – y ahora cada vez un poco menos – realizo un corto desplazamiento a Italia, con una única parada en la Isla de Capri, cuya roca surgió antes que los dioses se hubieran escondido en las profundidades del Golfo de Nápoles sobre el mar Tirreno.
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Una vez que el ferry se une con el malecón de Marina Grande, camino a pie entre un sendero de limoneros, vides, lentiscos, mirto, robles, mantos de florecillas y pinos mediterráneos. Si tercia, con un libro para leer sobre un peñasco cuando el viento revuelto se vuelve más sereno.
Llego a la Villa San Michele, hogar de Axel Munthe y en la que el autor sueco, médico, filántropo, pasó buena parte de su vida y en ella escribió Historia de San Michele.
En una de sus galerías se alza la escultura de un Hermes, hijo del mismo Zeus, y una de las hijas de Atlas, personificando el símbolo sagrado de la isla.
Es consabido: la existencia mundanal se presenta corta, y el andariego recomendaría a quien visitara el promontorio, acudir al sendero de la ruta Krupp, un camino sorprendente que conecta la Cartuja de San Giacomo y los jardines de Augustus hacia Marina Piccola, con impresionantes revueltas excavadas en la misma roca. Al fondo, los farallones majestuosos, poseyendo una vista de la península sorrentina, la Cueva Azul y los baños de Tiberio, y el refugio que construyó y vivió Malaparte.
La vivienda es definida como “triste, rígida y severa”, siendo igual a un barco a punto de ir al encuentro del mar en Punta Massullo. A su belleza cruda, el escritor le puso de sobrenombre “Casa Come Me” – Casa como uno – y en ella pasó temporadas enardecidas acompañado de fieles sabuesos.
Años atrás, durante su largo confinamiento político en Lipari, una de las siete Islas Eolias de Sicilia, al no tener el escritor con quien hablar, solía narrar que subía a la terraza de su desolado refugio junto al mar y se pasaba largas horas “ladrando a los canes, que me contestaban, y los pescadores de Marina Corta me llamaban el perro”.
En aquellos soliloquios, Malaparte se unía al mismo Sófocles, que ya encorvado y rozando la muerte al trasluz opaca de su mirada, borroneaba plenamente lúcido: “Los largos días acumulan mucho, / más cercano al pesar que el gozo. /…La muerte por fin, la libertadora. / No haber nacido es lo mejor”.
Con esas palabras el autor de Antígona y Edipo rey, quiso envolver su alma adolorida con el reposo de la soledad.
Sí el trágico poeta griego consiguió penetrar en el Edén, lugar etéreo donde difícilmente encontrará a Curzio Malarparte, ya que el italiano continuará caminando él solo, sin el príncipe Eugenio de Suecia ni Agustín de Foxá, por los prados de Prato, en aquella Toscana nativa…. “en la que había sufrido toda clase de soledades, la soledad de la esperanza y del futuro, la inexplicable angustia que deriva del simple vivir”.
De regreso a Nápoles, la estela del barco anunciaba una efervescencia que conocíamos bien: sí, lo recordamos: hemos sido jóvenes, y en ese tiempo amansado, bebimos hasta la extenuación vino de cepas del Vesubio en cráteras de barro, mientras gozamos con delirio en una habitación repleta de luminiscencia de Pompeya, cuyas sábanas olían a canela y los besos eran substancias de cerezas.