Pedro Benítez (ALN).- ¿Legítima ira popular, terrorismo urbano o brutalidad policial? ¿Qué está pasando en Colombia? Con toda seguridad las tres cosas en medio de la diatriba política y la abundancia de noticias falsas que impiden apreciar con claridad la realidad, pero que son una muestra de la extraordinaria violencia que se encuentra justo bajo la superficie de la sociedad latinoamericana.
La más reciente edición de la revista Semana de Colombia está dedicada casi íntegramente a la crisis social y de gobernabilidad que ha sorprendido a esa nación en los últimos días. A juzgar por las opiniones vertidas por sus colaboradores, ni siquiera en ese importante medio hay un consenso sobre lo que pasa en ese país.
¿Legítima ira popular, terrorismo urbano o brutalidad policial? Por lo visto hay de todo un poco.
La casi terrorífica situación que ha vivido la ciudad de Cali, con sus accesos bloqueados, escasez de alimentos, saqueos generalizados y tiroteos entre civiles armados recuerdan los terribles días de 1948 que dieron inicio a los años de la violencia y la guerra civil que consumió a ese país por tanto tiempo.
El detonante ha sido la propuesta de reforma fiscal que el presidente Iván Duque y su ahora exministro de Hacienda Alberto Carrasquilla presentaron al Congreso. Esa fue la chispa que incendió la pradera. Una ola de protestas y de movilizaciones de las principales centrales sindicales puso al gobierno de Duque contra la pared.
No obstante, no ha importado que el presidente rápidamente retrocediera retirando la propuesta. Es decir, a esta hora en Colombia a nadie le han subido los impuestos. Tampoco que su ministro renunciara. La protesta fue escalando hasta llegar a niveles muy violentos, como si una maquinaria se hubiera puesto en marcha de manera implacable.
Esto ha hecho pensar, con bastante razón, que la frustrada reforma ha sido sólo un pretexto. Que la verdadera intención es derrocar a Iván Duque.
Con lo cual, se repite una historia bastante conocida en América Latina, usar la movilización popular como cobertura de la violencia política, a fin de tensar la cuerda y desestabilizar al gobierno de turno. En lo que va de siglo esa táctica se la aplicaron exitosamente a Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia en 2003 (lo hicieron renunciar) y los más recientes casos han sido Sebastián Piñera en Chile y el propio Duque a fines de 2019.
Sin embargo, atribuir crisis sociales y políticas exclusivamente a una conspiración es absurdo. Hay un mar de fondo. Ninguna conspiración por sí sola pone a miles de jóvenes en las calles a protestar airadamente. Se necesita un contexto y la ocasión.
Lenin no asaltó el poder en Rusia en noviembre de 1917 por obra y gracia de su sola voluntad. Como buen oportunista se aprovechó de la crisis del momento y de los errores de los que gobernaban. Si el Zar no hubiera metido en 1914 a su país en una desastrosa guerra que no podía ganar, si no hubiera sido tan torpe e inflexible como gobernante en Rusia, si no hubiera confiado sólo en la represión para asegurar su estabilidad, los comunistas nunca hubieran tomado el poder en ese inmenso imperio ni el mundo hubiera conocido a Lenin.
Contrariamente a lo que suele afirmarse, las revueltas y revoluciones no ocurren en países miserables o atrasados. Se dan en sociedades que vienen creciendo rápidamente y que por alguna circunstancia sufren un súbito frenazo. Es en ese momento cuando una parte importante de la población, en particular los jóvenes, cuyas expectativas se habían ampliado por el ciclo de auge económico previo, se frustran y se llenan de ira contra el sistema. Esta es una de las tesis que expone Crane Brinton en su clásico texto Anatomía de la Revolución.
En los casos que Brinton estudia el detonante de los motines por regla general fueron los impuestos. El gobierno intenta recaudar tributos que el pueblo se niega a pagar y se organiza para resistirse. Una clase dirigente inepta se divide y el gobierno se queda solo. Esa es la mezcla perfecta.
Pues bien, esa descripción se parece mucho a lo que ha venido ocurriendo en países como Chile o Colombia.
En este último país la pobreza se redujo de manera importante, según varios indicadores, entre 2009 y 2018.
Con 3,3% de crecimiento, Colombia fue la economía de mejor desempeño de toda América Latina en 2019. Pero ya entonces estas protestas se estaban cocinando.
En 2020, el año de la pandemia, su PIB se desplomó en 6,6%, el desempleo se disparó y la pobreza se incrementó. De modo que la mesa estaba servida.
Piromanía política
Con estas cifras en la mano no parecía prudente intentar un aumento de los impuestos. Tomando en cuenta, además, que hay un sector radical de la izquierda esperando el momento para intentar aprovechar el malestar social. Basta con seguir las declaraciones de Gustavo Petro, amplio favorito para ganar las elecciones presidenciales del próximo año, para corroborarlo.
Todo esto el presidente Iván Duque lo sabía. O lo debía saber. Sin embargo, razonó como un eficiente gestor y no como un político. El mismo pecado de Piñera en Chile. La caída de la actividad económica le abrió un enorme hueco a las finanzas públicas colombianas que es necesario llenar. Duque y su ministro Carrasquilla actuaron llevados por el sentido común, pero con poco tino político.
A lo largo de su gobierno Duque se ha ido aislando de la clase política en su afán por, paradójicamente, cumplir su promesa de no usar el clientelismo político (“la mermelada”) para ganar el voto de los congresistas.
Como lo anota el periodista Luis Carlos Vélez, se ha ido incomunicando con liberales, conservadores, con la derecha y la izquierda. Aun con su propio partido, el Centro Democrático. Hasta su mentor político, el expresidente Álvaro Uribe, se opuso desde el principio a la reforma fiscal.
Que diversos grupos armados de algunas ciudades como Cali vinculados a la delincuencia común, al ELN, o a disidentes de las FARC, se están aprovechando de la protesta social para cometer actos muy cercanos al terrorismo urbano parece algo evidente. Pero atribuir toda esta crisis a una conspiración urdida por el Foro de Sao Paulo o desde Caracas no tiene sentido.
Dentro de Colombia hay fuerzas que se están moviendo y actores que, como el expresidente Uribe, no contribuyen ni a la paz ni al sosiego. La fuerte y polémica presencia en la primera línea de la lucha política de este último durante tanto tiempo definitivamente no es algo positivo, y es un ejemplo de la razón por la cual los expresidentes suelen ser incómodos. Algo que siempre recuerda el también expresidente de gobierno de España Felipe González.
Por otra parte, y esto lo sabemos muy bien en América Latina, las revueltas y revoluciones no necesariamente son para bien. Por el contrario. Demasiadas veces el remedio ha sido mucho peor que la enfermedad.
En este caso, la conciencia de otra parte de la población colombiana de que este tipo de crisis puede ser aprovechada por aquellos que aspiran a reemplazar la democracia por un régimen autoritario, en nombre de la democracia pero inspirados en Cuba y Venezuela (esto no es una fantasía) la llevará a resistirse por todos los medios a su alcance. Ese es el fantasma de la guerra civil.
De modo que hoy Colombia está atrapada entre el lógico malestar social y el miedo a seguir los pasos de su vecino. Lo menos sabio que se puede hacer en un momento así es jugar a la piromanía política.