Pedro Benítez (ALN).- La campaña emprendida por el sector radical, marginal pero ruidoso, de la oposición venezolana por equiparar las gestiones diplomáticas del Alto Representante de la Unión Europea (UE) para Asuntos Exteriores, Josep Borrell, con las que hizo el expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero, no sólo constituye un engaño deliberado, y otra muestra de la irresponsabilidad que caracteriza a ese grupo, sino, además, un grave error de juicio político, un daño adicional e innecesario a la causa democrática venezolana.
En el curso de la última semana se desarrolló una campaña de opinión (que por lo visto aún no culmina) orientada a equiparar las gestiones diplomáticas impulsadas por el Alto Representante de la Unión Europea (UE) para Asuntos Exteriores y vicepresidente de la Comisión Europea, Josep Borrell (a fin de explorar un posible acuerdo político con Nicolás Maduro que permitiera la realización de elecciones en “condiciones mínimas democráticas”), con las que hizo el expresidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero, entre los años 2016 y 2018.
La mencionada campaña no sólo no se fundamenta en los hechos ciertos, sino que al mismo tiempo debe ser un serio llamado de atención por lo preocupante de su contenido. Sus promotores, entre los que destacan los voceros del sector radical de la oposición venezolana, sistemáticamente se han opuesto a cualquier iniciativa política que no inicien ellos, descalificando y sembrando dudas sobre las intenciones de los demás opositores, como por ejemplo han hecho con Juan Guaidó desde que asumió como presidente interino y presidente la Asamblea Nacional (AN) de Venezuela en enero de 2019.
En esta oportunidad han llegado a afirmar, en diversos medios, que la misión compuesta por los dos funcionarios que Borrell envió a Caracas el pasado fin de semana, fue clandestina y a espaldas de la UE, con el único propósito de “oxigenar” el régimen de Nicolás Maduro, tal como lo hiciera en su oportunidad Rodríguez Zapatero.
Cualquiera persona medianamente informada sabe (o debería saber) las grandes diferencias de actitudes y responsabilidades que, con respecto a Venezuela, hay entre los dos políticos.
Rodríguez Zapatero se presentó en una sucesión de viajes a Caracas como un posible mediador entre Maduro y la Asamblea Nacional (AN) durante los años 2016 y 2017, sin que quedara nunca del todo claro quién lo invitaba y en función de qué. Sin embargo, pasó meses llevando y trayendo mensajes entre oposición y gobierno, algo que era más práctico que hiciera cualquier otra persona en Caracas sin necesidad de cruzar el Atlántico.
Ofreciendo sus buenos oficios en su condición de expresidente del gobierno español, se involucró en el proceso de diálogo que organizó y amparó el presidente de República Dominicana, Danilo Medina, a fin de intentar acordar (una vez más) las posibles condiciones electorales de cara a la elección presidencial venezolana de 2018, que la oposición protestaba.
Lo cierto del caso es que desde la oposición se veía con desconfianza su intermediación por las relaciones que su gobierno (2004-2011) sostuvo con el del expresidente Hugo Chávez, en particular las íntimas coincidencias de su embajador en Caracas, Raúl Morodo, con el régimen chavista.
Pese a eso, se le otorgó el beneficio de la duda que a las primeras de cambio defraudó, demostrando en enero de 2018 que en realidad no era un mediador entre el gobierno y la oposición venezolana, sino que actuaba claramente del lado de Maduro.
Borrell actúa en nombre de la UE
Pero el caso de Josep Borrell es muy distinto. No actúa por su cuenta y riesgo, sino como alto miembro del gobierno comunitario europeo que representa las 27 democracias más prósperas y prestigiosas del mundo. Países que han ido reconociendo a Juan Guaidó como presidente interino, y a la AN venezolana como la legítima representante del país, constituyendo así el bloque más importante de los 59 gobiernos de todo el mundo que lo han hecho.
Además, también se sabe (o se debería saber) que, en el marco de esa coalición democrática internacional, los europeos han sostenido (como en muchos otros temas) diferencias en la manera de proceder con Estados Unidos. Diferencias que son históricas, y que con Donald Trump en la Casa Blanca se acrecentaron.
Visto así, es casi un milagro, sólo atribuible a la destrucción humana y al brutal despotismo que caracteriza a Maduro, que en el caso de Venezuela, Estados Unidos y Europa coincidan.
Pero hasta allí. Mientras que a inicios de 2019 Trump afirmaba públicamente que con respecto a Venezuela “todas las opciones están sobre la mesa” y que no descartaba la militar, la Unión Europea por medio de su vocera Federica Mogherini (que desempeñaba el actual cargo de Borrell) insistía una y otra vez en que la solución debía ser política, a fin de llegar a elecciones libres, rechazando en todo momento la opción militar.
Mientras que la Administración Trump pasó de las sanciones personales a las comerciales, los europeos tímidamente se han limitado a aplicar la misma medida sólo a un puñado de funcionarios de Maduro.
Se puede criticar la lentitud de las instituciones comunitarias europeas y su falta de contundencia, así como también la ausencia de coordinación con la política de Washington hacia Venezuela (que tratándose de Trump tampoco es que sea sencillo), pero no por eso se las puede despreciar. Esas son las realidades de la política internacional con las que Guaidó ha tenido que lidiar, navegando entre las dos aguas. No le ha quedado otra.
Por lo tanto, lo que Josep Borrell ha hecho en las últimas semanas hacia Venezuela no es ni una sorpresa, ni ha sido a escondidas. Esa es la política europea hacia el país.
Descartada la opción militar para sacar a Maduro del poder (más allá de consideraciones de orden moral) por la única potencia en el planeta con capacidad de hacerlo, la única ruta efectiva que le queda a la oposición venezolana es seguir insistiendo, y bregando, por la vía electoral.
En este sentido, Borrell es un aliado institucional de la causa democrática venezolana, y dada su trayectoria personal, sus relaciones políticas, e incluso por su origen, es el mejor funcionario que se podría tener en una circunstancia como esta.
Descalificarlo hace quedar muy mal a la oposición venezolana y pone de manifiesto el lado intolerante, y de paso ausente de todo sentido de la realidad, de quienes lo hacen.
Lo fundamental del rechazo por parte de Maduro a la gestión diplomática impulsada por el más alto representante de la diplomacia europea, es que demuestra su negativa a cualquier tipo de acuerdo y que, por lo tanto, él es el problema.
Maduro no puede decirle ahora a sus aliados chinos y rusos, ni a la FANB, ni a los demás factores de la coalición que lo sostiene en el poder, que es víctima del intolerante imperialismo del señor Trump. Sencillamente él se niega a todo arreglo político y eso va a tener consecuencias.
La pelota está de su lado, con todas las contradicciones internas que hoy tiene (porque las tiene, aunque aparente otra cosa) lo que queda del chavismo gobernante.
Qué hay detrás de las críticas a Borrell
La postergación de la fecha de la elección parlamentaria que el Consejo Nacional Electoral (CNE) controlado por Maduro ha fijado para el 6 de diciembre, tal como se sabe plantearon los representantes de Borrell, no es para que luego se haga el mismo proceso con las mismas condiciones. Es para que se den las condiciones necesarias que hagan posible la observación electoral europea, y esas pasan por cambiar la naturaleza del proceso.
Si Maduro quiere reconocimiento internacional de esa elección debe darlas. De lo contrario no lo tendrá. Así de sencillo.
No es cierto la conseja según la cual “todo el mundo sabe” que en Venezuela hay una dictadura. No lo es, por ejemplo, en el caso de las violaciones de los Derechos Humanos por parte de los Estados autoritarios. Nunca será suficiente una denuncia o dos informes. Siempre habrá que hacer más. Es una cuestión de activismo. Es como ir socavando una roca. Esa es la lucha democrática. Un proceso. No un milagro.
La verdad detrás de este capítulo es que las críticas a Borrell esconden la disputa por el liderazgo político de la oposición venezolana. Un forcejeo inútil por una botella vacía.
La mayoría de los dirigentes políticos que una y otra vez afirman que “con criminales no se negocia” y que “de una dictadura no sales con votos”, saben que la única vía posible que tienen los venezolanos para construir una transición democrática es seguir insistiendo en demandar elecciones libres, transparentes y justas. Exactamente lo que está pidiendo Borrell.
Pero eso no lo dicen públicamente porque no da titulares en los medios, ni menciones en las redes sociales. Porque el objetivo de actores como María Corina Machado, Antonio Ledezma, Diego Arria y compañía, no es el de orientar a los venezolanos, ilustrar y ayudar a construir salidas. Sino mantenerse en el centro de la opinión. Que no se olviden de que ellos están allí. Ser importantes y no ser útiles, como diría Winston Churchill.
Es por eso que los ataques contra Borrell (en Venezuela y en Europa) lo que intentan es llamar la atención. Buscar votos y no soluciones. Exactamente lo que hoy está haciendo Donald Trump en su desaforada carrera por la reelección presidencial.
El campo democrático venezolano tiene que huir a toda costa de la tentación de buscar titulares en vez de salidas. La responsabilidad es más trascendente que la efímera popularidad.
Como lo ha dicho el político chileno Sergio Bitar, la fuerza de una causa democrática ante el despotismo es moral. La lucha venezolana no puede ser la de plantear reemplazar a un despotismo de izquierda por otro de derecha. Sino al despotismo por la democracia. Esa es su auténtica fuerza.