Leopoldo Martínez Nucete (ALN).- En la era de Donald Trump, hemos visto con perplejidad cómo su antipedagógico y corruptor liderazgo desafía la premisa de decir la verdad normalizando la mentira. Un rasgo típico en Trump, en su alta Administración y en muchos de sus relacionados es la falsificación, la abierta y descarada adulteración de la realidad. Pero, ¿por qué?
Cuando estudiaba leyes en Venezuela pasábamos horas debatiendo, en las clases o en sesiones de estudio sobre derecho comparado, filosofía del derecho o sociología jurídica, la solidez y virtudes de las instituciones estadounidenses. En aquellas largas discusiones, inspiradas muchas veces en la lectura de Democracia en América, de Alexis de Tocqueville, se daba por descontado la existencia de sociedades de buena fe en las que la ciudadanía se apegaba a la verdad como valor fundamental, así como la fortaleza del Poder Judicial y los controles a los excesos del presidencialismo, para asegurar la vigencia del Estado. Por lo general, se concluía con admiración que una característica inequívoca de los EEUU era la importancia del valor de la verdad. “En EEUU no se puede mentir”, decía siempre alguno. El perjurio, la obstrucción de justicia, el ocultamiento, la manipulación o el engaño tienen consecuencias muy graves en ese país, y casos como la caída de Richard Nixon en la Presidencia de EEUU lo confirman.
Si la normalización de la mentira viene avanzando como una infección en el liderazgo republicano, porque ha cambiado el ADN del partido para que Trump sea reflejo de esa patología social, entonces también es hora de apelar a la reserva de ciudadanía que debe quedar en el Senado de los EEUU. Se requieren 20 votos, entre los 53 senadores republicanos, que vendrían a sumarse a los 47 demócratas, para proceder en caso de llegar a la Cámara Alta el planteamiento de un “impeachment” o juicio político para remover a Trump del cargo. El rescate de la verdad supone que 20 republicanos hagan gala de otra importante virtud: el coraje.
Por la misma época vimos por primera vez lo que ya era un clásico del cine: El Mundo está loco, loco, loco (EEUU, Stanley Kramer, 1963). En cierta escena, ha habido un accidente de tránsito y un agonizante conductor se ve rodeado de gente que se ha detenido en la vía para ayudarlo. Ya en sus últimos minutos de vida, confiesa que el siniestro le ha sobrevenido cuando se dirigía a buscar 350.000 dólares en efectivo, que había dejado enterrados en un lugar señalado con una inmensa W en el parque Santa Rosita de California. Los testigos del accidente acuerdan conseguir entre todos y compartir a partes iguales ese dinero. Luego, como es previsible, pelean por el botín, pero entonces comienzan a hacer cómputos de cuánto corresponde a cada quien. En este punto, alguien pregunta: “¿Y los impuestos? Tenemos que declararlos”. Todos se miran y alguien dice: “No, ¿qué impuestos?, ¿quién va a saber que conseguimos ese dinero?”. En el grupo hay un camionero, exponente típico de la clase media trabajadora, que amenaza: “¡Si alguien no declara sus impuestos, lo denuncio!”.
He ahí dos percepciones bien arraigadas en toda la población estadounidense y, particularmente, en quienes somos inmigrantes en este gran país: en EEUU no se puede mentir y hay que ser puntual cumplidor de los tributos, que son manifestación en la práctica de decir la verdad, de no engatusar a la sociedad para evadir el cumplimiento de la ley y de nuestras obligaciones ciudadanas.
En la era de Donald Trump, hemos visto con perplejidad cómo su antipedagógico y corruptor liderazgo desafía esas premisas normalizando la mentira. Un rasgo típico en Trump, en su alta Administración y en muchos de sus relacionados es la falsificación, la abierta y descarada adulteración de la realidad. Una muestra reciente -habría cientos para ilustrar nuestra afirmación- la constituyen las imágenes divulgadas en redes sociales, donde puede verse a su abogado, el exalcalde de Nueva York Rudy Giuliani, en el hotel Trump DC con los dos ciudadanos de Ucrania sindicados por las autoridades estadounidenses por violación de las leyes de financiación de campaña, ¡al tiempo que declaraba a los medios no conocerlos! Nada distinto a lo que afirmara el propio Trump: “No los conozco, quizás sean clientes de Rudy…”, mientras circulaban fotos de él junto a los dos sujetos, así como de sus hijos de viaje junto a los indiciados.
Los escándalos no le dan tregua a Donald Trump (esta vez son los impuestos)
Desde luego, estos distan mucho de ser los primeros embustes. La campaña de Trump se basó en la mentira hasta saltar a la vista de manera grotesca, con aquel audio donde admitía frecuentes abusos sexuales a las mujeres porque, según él, en grotesca y criminal confesión: “Cuando tienes poder puedes hacerlo y ellas se dejan”. The Washington Post ha contabilizado y documentado 12.019 mentiras graves, proferidas por Trump desde que ejerce la Presidencia. De hecho, hasta la fecha ha eludido el requisito, usual para todo aspirante a la Presidencia desde 1960, de hacer públicas sus declaraciones de impuestos para que la gente pueda juzgar su apego a la verdad y la ley, y para conocer el mapa económico que podría dar lugar a conflictos de interés. La curiosidad ciudadana por conocer los impuestos de Trump aumenta, sobre todo porque alguien de su entorno entregó en anonimato parte de una de estas en la que se constata que el magnate abusa de la fabricación de pérdidas fiscales para evadir totalmente sus impuestos.
Pero Trump no sólo evade -e instiga similar comportamiento en sus colaboradores-, sino que lo hace cínicamente convencido de que, como dijo una vez, a sus seguidores no les importa: “Puedo matar a alguien de un disparo en plena Quinta Avenida y aun así mis seguidores me apoyarán”. Así, cual timador que desemboza su línea de acción en los negocios o en la política. Las Cortes de Nueva York, a instancias de una acción fiscal (adversada desde las alturas del Departamento de Justicia) investigan si la Organización Trump ha incurrido en violaciones a la ley a partir de las graves imputaciones de su asesor legal Michael Cohen. En Nueva York el fiscal y la Corte han asumido la lucha judicial por restablecer equilibrios y contrapesos perdidos ordenando a Trump y su organización entregar ocho años de declaraciones de impuesto, en un intento por recuperar la verdad como valor esencial de la vida americana.
¿Qué hará el Partido Republicano?
Ahora bien, ¿el Partido Republicano participará de este intento por normalizar la mentira? La organización fundada por Abraham Lincoln, quien no sólo arriesgó su vida, arrebatada por un fanático racista, sino que se dio a conocer por su integral conducta ciudadana como “Honest Abe”, apodo que lo acompañó desde su adolescencia, cuando trabajaba como auxiliar de un comercio. Ese mismo partido está hoy secuestrado por el supremacismo blanco y el elitismo corporativo, por la avaricia, y tiene a la cabeza un hombre que hace de la mentira un culto. Cuesta creerlo, pero está sucediendo.
Pero, ¿por qué? Quizás para seguir nombrando jueces partidistas y ultraconservadores, que darían marcha atrás en materia de derechos civiles; para desregular más al sector financiero o sectores donde el cambio climático exige sustentabilidad medioambiental; para permitir que el mercado de las armas siga viento en popa; y también para seguir imponiendo, con el poder del dinero, la práctica de suprimir electores o manipular distritos electorales para asegurar una rentabilidad electoral que le permita el control aun con menos votos de los órganos legislativos en todo el país y en la misma Cámara de Representantes. De esta manera podría acallar la voz de las clases medias, trabajadoras, así como de las pujantes minorías latinas, afroamericanas y demás comunidades de inmigrantes; con ese control creen que podrían cerrarle el paso a las luchas de la mujer y de la comunidad LGTBI, colectivos que han conquistado reconocimiento, mayor igualdad y derechos en la última década, en batallas judiciales y legislativas.
Si ese es el pacto tácito, el costo para la democracia estadounidense es altísimo. Si la normalización de la mentira viene avanzando como una infección en el liderazgo republicano, porque ha cambiado el ADN del partido para que Trump sea reflejo de esa patología social, entonces también es hora de apelar a la reserva de ciudadanía que debe quedar en el Senado de los EEUU. Se requieren 20 votos, entre los 53 senadores republicanos, que vendrían a sumarse a los 47 demócratas, para proceder en caso de llegar a la Cámara Alta el planteamiento de un “impeachment” o juicio político para remover a Trump del cargo. El rescate de la verdad supone que 20 republicanos hagan gala de otra importante virtud: el coraje.
¿Quién gana y quién pierde dinero con cada tuit de Donald Trump?
La semana pasada Trump había decidido imponer al G-7 su decisión de que la cumbre de presidentes del año próximo, que toca en EEUU, se realice en un hotel resort de su propiedad, en Doral, Florida. Esto, pese a que el gobierno de los Estados Unidos está en capacidad de recibir a las delegaciones con el mayor confort y seguridad en instalaciones federales, como Camp David. Presionado por sus propios aliados desistió a regañadientes, no por convicción, sino porque alguien debió recordarle que, si faltaban hechos graves para un “impeachment”, estaría abonando el terreno con esa decisión.
Que lo haya pensado hacer y todavía al retractarse pretenda verlo como normal, es en sí mismo revelador. No basta la argucia de enriquecerse (más) con los millonarios gastos en que debe incurrir el propio gobierno de EEUU para alojar al personal de seguridad en otro hotel de la cadena Trump, en West Palm Beach, Florida, llamado Mar-A-Lago (o en otras propiedades de su cadena hotelera). Es que pensaba, sin ver lo que eso significa, que siete mandatarios extranjeros y sus delegaciones deberán consignar sus cheques a las empresas de Trump para asistir a la cumbre del G-7, cuando la Constitución de los EEUU tiene una clarísima disposición, conocida como el “emoluments clause” (la “cláusula de emolumentos”), en cuyo artículo I, sección 9, prohíbe expresamente al presidente y cualquier funcionario de los EEUU aceptar regalos, emolumentos, pagos, nombramientos o títulos, de cualquier tipo, de un rey, príncipe o gobierno extranjero. Pero cuántas decisiones se toman o ejecutan en este gobierno, que por no tener la publicidad de esta, se desconocen y entremezclan los conflictos de interés entre el Trump presidente y sus negocios o intereses.
Cabe entonces la pregunta: ¿Se derrotará la normalización de la mentira y todas esas conductas tan extrañas a la sociología e historia de los EEUU, por la vía del juicio político o “impeachment”? ¿Serán las Cortes del estado de Nueva York desde donde se abrirá ese camino?
Si no es por esa vía, tendrá que ser en las elecciones y el costo a futuro para el Partido Republicano será inmenso. Lo que no parece probable es que una larga tradición de apego a la honestidad, que ha caracterizado a la gran nación americana, vaya a ser abatida por un magnate sin escrúpulos y un partido que parece desnortado y perdido en su determinación de detener los avances que la sociedad tiene cantados.