Rogelio Núñez (ALN).- El Ecuador estable y gobernable de los últimos años bajo la hegemonía de Rafael Correa (2007-2017) y de su sucesor, Lenín Moreno, parece que ha llegado a un final abrupto. Ha vuelto a alzarse la sombra y el espectro de los años de la inestabilidad (1997-2007) en los que se sucedían golpes de Estado, levantamientos indígenas y caídas de presidentes.
El actual mandatario, Lenín Moreno, que en sólo un año (2017-18) logró desembarazarse del aparentemente incuestionable dominio de Rafael Correa, sin embargo retrasó mucho la puesta en marcha de las reformas económicas que requiere el país. Y ahora se ha comprobado la razón de esa tardanza: las medidas eran tan duras e impopulares –y necesarias- que su puesta en marcha llevaba aparejadas protestas y movilizaciones a la vez que otorgaba una palanca a los rivales del mandatario (el expresidente Correa y los correístas) para socavar la estabilidad de su gobierno. Y el Ejecutivo de Moreno nunca se sintió fuerte y respaldado social y políticamente. Sólo ahora, ya sin margen de acción, ha tenido que lanzar este ajuste.
Las dos caras de la crisis ecuatoriana
La actual crisis ecuatoriana tiene dos caras: una política y otra económico-social.
El régimen de Correa se sostuvo gracias a un creciente gasto público basado en el auge de las materias primas (el petróleo). Cuando esa coyuntura se agotó (2013-17) la herencia ha sido la recesión, el bajo crecimiento y un elevado déficit y endeudamiento. Ecuador cumplió en 2019, 10 años de déficits fiscales consecutivos que llegaron a estar por encima del 4% del PIB. Pese a que el gobierno de Moreno ha reducido ese déficit de 6.300 a 3.300 millones, sigue situado en el 3% del PIB. De forma paralela la deuda externa subió un 47% hasta alcanzar los 39.491 millones de dólares (36,2% del PIB).
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Con el margen de acción muy disminuido el FMI se ha convertido en la única tabla de salvación financiera para Moreno, que como contrapartida se ha visto en la necesidad de sincerar las cuentas ante un gasto público inmanejable e insostenible. Dos factores llevaron a Ecuador nuevamente al Fondo.
El primero, la dificultad del país de acceder a crédito barato ya que la caída del precio del crudo provoca temor entre los prestamistas que piensan que el país tendrá dificultades para cumplir con sus obligaciones a corto plazo.
En segundo lugar, el país arrastra una marcada falta de liquidez. Ya no cuenta con el Banco Central como prestamista y ha perdido reservas, lo que provoca que la banca sea cautelosa con su liquidez y limite el crédito. Esto conduce a una contracción del consumo, clave para la actividad económica.
Para recibir del FMI un crédito por 4.209 millones de dólares, el gobierno no tenía más opción que reducir el gasto público e incrementar los ingresos. Y empezó por la parte más delicada y socialmente menos manejable: la eliminación de los subsidios a los combustibles. Ecuador ha gastado en subsidios de combustibles (gasolinas, diésel y gas) 54.269 millones de dólares entre 2005 y 2018, cantidad equivalente al 50 % del PIB, prácticamente el total de la deuda externa actual. Sin subsidios, el precio de los combustibles se ha incrementado hasta en un 123%.
Una medida de fuerte impacto social que rompe con costumbres muy arraigadas. El economista Augusto de la Torre sostiene que “la decisión de eliminar el subsidio al precio de los combustibles y reemplazarlo por uno más directo para segmentos poblacionales menos favorecidos es una medida sumamente difícil políticamente, pero de importancia histórica. Porque el país ha vivido con estos subsidios desde los años setenta y, si bien tienen una racionalidad política, no tienen justificación fiscal, distributiva o ambiental. Los recursos fiscales se fugan vía contrabando, el grueso de ese subsidio va a empresas grandes y a familias con dinero. El subsidio y el monopolio de la refinería estatal generan una lógica perversa, donde la refinería produce diésel de mala calidad. Los habitantes ya sienten que el aire está envenenado”.
Las medidas económicas han desatado un vendaval de protestas que responden a la coyuntura social pero que claramente son funcionales a los intereses del correísmo, el cual ha encontrado una grieta y trata de agrandarla para debilitar los pilares en los que se sostiene el Ejecutivo. Primero se movilizaron los transportistas con los que el Ejecutivo alcanzó un acuerdo y luego han sido los indígenas (la Conaie) los que han conseguido que el propio presidente se vea obligado a abandonar la capital (Quito) y fije su residencia en Guayaquil ante la llegada de 20.000 indígenas. Y sobre esta marejada han saltado a la palestra los seguidores de Correa sedientos de venganza. La diputada correísta Gabriela Rivadeneira intervino en el Congreso el pasado viernes para pedir la renuncia de Moreno (“El pueblo pide adelanto de elecciones presidenciales y parlamentarias”) y desde su autoexilio en Bélgica, Correa exhortó a sus seguidores a continuar en la lucha: “Venceremos, todo es cuestión de tiempo. A resistir, compañeros. Aguanten ecuatorianos, que la revolución ciudadana va a volver”.
El académico Simón Pachano señala en el diario El Universo que “este o cualquier otro gobernante tenía que acabar con el subsidio a los combustibles. Era uno de los lastres que había que soltar para obtener resultados positivos en el conjunto de la economía. Sorprenderse ahora porque se mantenga el modelo rentista en Venezuela y protestar por una medida que tiende a debilitarlo en Ecuador, puede ser, en el mejor de los casos, una muestra de esa esquizofrenia (o de la doble moral, que es el término que le encanta al personaje). Pero, en el peor de los casos, es el pretexto ideal para la desestabilización”.
La pelea -guerra civil al interior del oficialismo- que vivió Ecuador en 2017-18 entre correístas y anticorreístas se ha reavivado al calor de las protestas sociales. El correísmo ha demostrado que no está ni descabezado ni muerto (encarna la imagen de los tiempos dorados y de bonanza) y no perdona la que considera como “traición” de Moreno, quien llegó al Palacio de Carondelet en 2017 apoyado por Correa para, poco después, romper con las cadenas que le vinculaban al expresidente.
En ese contexto, Moreno no ha dudado en acusar a su antecesor, a su círculo y a sus aliados regionales de estar detrás de las movilizaciones y los actos de violencia: “Acaso creen ustedes que es coincidencia que (Rafael) Correa, (el exasambleísta) Virgilio Hernández, (el excanciller Ricardo) Patiño, (la opositora Paola) Pabón, hayan viajado al mismo tiempo, hace pocas semanas a Venezuela. El sátrapa de (Nicolás) Maduro ha activado junto con Correa su plan de desestabilización”.
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Ecuador, síntoma de una crisis regional
Los sucesos de Ecuador anuncian los nuevos tiempos en los que ha entrado la región. Tras la bonanza de la Década Dorada (2003-2013) se abrió un periodo de estancamiento (2013-2019) marcado por el bajo crecimiento económico -e incluso crisis- y un creciente malestar social. Los gobiernos, con decreciente respaldo político y social, han demorado la puesta en marcha de reformas estructurales y el temor a las fuertes movilizaciones en su contra ha desembocado en una situación de profunda parálisis reformista.
Es el ejemplo de Mauricio Macri en Argentina que optó por medidas de corte gradualista (2015-2018) hasta que al empeorar el panorama no tuvo más remedio que realizar un duro plan de ajuste (1018-19) cuando ya había perdido respaldo social y se había reducido su margen de maniobra. Algo parecido le ha ocurrido a Lenín Moreno, quien en Ecuador priorizó el cambio político (acabar el predominio del correísmo) y demoró las reformas económicas maniatado por su debilidad política. Moreno, tras romper con Correa y desencadenar una cruzada contra la corrupción, es un presidente con pocos y endebles apoyos: concita el odio del correísmo y “la derecha” no lo ve como uno de los suyos por más que esté tomando las medidas que este sector respalda.
América Latina ha entrado de lleno en un tiempo de incertidumbre y graves problemas de gobernabilidad. A la crisis humanitaria y colapso económico de Venezuela, se unen las tensiones institucionales en Perú y la convulsión social en Ecuador. Argentina sufre un vuelco político en plena crisis y en Centroamérica la situación no es mejor: a la incertidumbre sobre los gobiernos de Panamá, Guatemala y El Salvador se une la pervivencia de la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua y la sombra del narcotráfico sobre la Honduras de Juan Orlando Hernández. Costa Rica, imagen de la estabilidad, sigue sin resolver su grave problema de déficit fiscal. Y sobre los dos gigantes regionales, México y Brasil, hay más dudas que certezas debido a la compleja personalidad de sus presidentes (Andrés Manuel López Obrador y Jair Bolsonaro).
A corto plazo, no parece que el gobierno de Moreno vaya a caer como ocurriera entre 1997 y 2007 con los ejecutivos de Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad o Lucio Gutiérrez. Cuenta con el respaldo de las Fuerzas Armadas y con el apoyo de los sectores de derecha y centroderecha (con su principal bastión a la cabeza, Guayaquil), poco interesados en ver la caída prematura del presidente, lo que favorecería a su principal enemigo político (Rafael Correa). El presidente, que se ha mostrado firme en sostener la reforma, a la vez ha llamado al diálogo abriendo así una puerta a los indígenas que son conscientes de que proseguir por la vía violenta conduce a un callejón sin salida donde tienen las de perder ya que el actual Ecuador es muy diferente al de hace 20 años.
Sin embargo, Lenín Moreno, de salir vivo políticamente, va a quedar muy debilitado a las puertas de un año como el 2020 de claro perfil preelectoral en el que toda la atención estará puesta en las elecciones presidenciales de 2021. Y por lo tanto el grueso de las reformas estructurales aún pendientes (la reforma laboral por ejemplo) quedará en manos del próximo mandatario.