Rafael Alba (ALN).- El currículum y el perfil de José Guirao, ministro de Cultura, no agrada a los militantes socialistas de base que apoyaron a Pedro Sánchez en las primarias del PSOE. El partido necesita recuperar el apoyo de las figuras más populares del sector cultural para enfrentarse con éxito al endiablado calendario electoral que se avecina.
En estos días, las conversaciones de barra de bar que mantienen algunos colectivos de trabajadores de base de la industria de la cultura en Madrid están llenas de desesperanza, decepción y desencanto. Muchos músicos, actores, directores, técnicos, transportistas y escenógrafos parecen empezar a asumir, por la vía de los hechos consumados, que los cambios favorables en su complicado entorno laboral con los que contaban tras la llegada al poder del socialista Pedro Sánchez, y su seductor gobierno feminista y progresista, no van a producirse a corto plazo. Ni a lo mejor a medio tampoco. Ya sea por esa debilidad parlamentaria que todo lo justifica, por simple falta de interés en el asunto o por desconocimiento endémico, todo parece indicar que, una vez más, en lo que atañe a los repartos de los dineros públicos que mantienen viva la actividad del ramo, las programaciones y los contratos, las cosas van a seguir como estaban. Más o menos. Y estaban, ya se sabe, más que bien para unos cuantos, pocos, y mal para la inmensa mayoría.
Muchos músicos, actores, directores, técnicos, transportistas y escenógrafos parecen empezar a asumir que los cambios con los que contaban tras la llegada de Pedro Sánchez no van a producirse a corto plazo
O eso cree, aparentemente, una gran parte de ese colectivo huérfano de opción política que le defienda que, quizá acostumbrado tras años de adicciones al maná de la subvenciones, no encuentra ni más consuelo ni más alternativa que seguir viviendo precariamente a la espera de que “suene la flauta”. Y también, seguir indignado ante la supuesta evidencia, jamás demostrada con pruebas concluyentes, por cierto, de que con independencia del color del partido que gobierne, las grupos de intereses que se reparten el pastel son siempre los mismos. Y, en consecuencia, también son siempre los mismos los que tienen trabajo, mientras el resto se queda a la espera. La elección de Màxim Huerta, como apuesta inicial para el Ministerio de Cultura, ya había gustado más bien poco al personal de a pie. Huerta era una estrella mediática, con fuertes y evidentes conexiones con determinados grupos empresariales concretos y esa característica ya proyectaba algunas sombras evidentes sobre el tipo de gestión que podría realizar. Pero, podía contar en parte con el beneficio de la duda porque como político y como gestor cultural no tenía un currículum que le desacreditase. Y, además, era un tío simpático y brillante que caía bien.
Sin embargo, la designación de José Guirao para el puesto tras la fulgurante caída de su antecesor, golpeado por sus dimes y diretes con la Agencia Tributaria, encendió todas las alarmas en el sector. Porque los profesionales sí tienen una idea, más o menos clara, de cómo se ha movido Guirao en este proceloso tablero. De sus filias y sus fobias. Y, como es normal, en tantos años de trabajo, ha acumulado muchos detractores. Con eso había que contar, por supuesto. Lo malo es que Guirao también ha generado inquietud en el PSOE. Al menos en la parte del PSOE que ocupa esa militancia de querencia izquierdista, que apoyó a Pedro Sánchez en las primarias fratricidas del partido que le enfrentaron a la presidenta andaluza Susana Díaz, favorita del aparato y el jet set socialista, esa izquierda exquisita que retrató en la década de los 60 del pasado siglo el gran periodista Tom Wolfe y que se caracteriza por su buen entendimiento y su connivencia con las grandes fortunas y los artistas que viven de venderles sus obras. Coleccionistas, mecenas y demás. Gente con pasta y poder que no suele ser muy favorable, ni al estado del bienestar, ni a los aumentos de la factura fiscal, ni a la negociación colectiva o la educación pública. Los pilares de ese credo socialdemócrata que, en ocasiones, la dirigencia del partido parece demasiado dispuesta a olvidar.
Las relaciones de Guirao con el viejo PP
Un mundo de oropeles, purpurinas, mercados desbocados y arte moderno de difícil comprensión para el ciudadano medio en el que Guirao se ha movido siempre como pez en el agua, pero que tiene poco que ver con el entorno real de los militantes o los votantes socialistas de toda la vida. Y eso no es lo peor. Lo peor sería, para los socialistas más radicales e irracionales, la trayectoria laboral de este ministro de Cultura. Un periplo largo y aparentemente exitoso en el que ha tenido unos cuantos jefes bajo sospecha que no son en absoluto del agrado de las bases del partido de Sánchez. Cierto que Guirao es un hombre discreto y con fama de buen gestor. Pero no es un desconocido. Y a lo largo de su trayectoria profesional, seguramente intachable, ha protagonizado algunas vicisitudes que no son de fácil digestión para las agrupaciones socialistas. Para ese PSOE profundo que aún no ha olvidado el hedor de la corrupción de la etapa final de Felipe González, ni los problemas del pasado reciente cuando el partido estuvo a punto de perder la hegemonía de la banda izquierda a manos de Podemos.
La elección de Màxim Huerta, como apuesta inicial para el Ministerio de Cultura, ya había gustado más bien poco. Huerta era una estrella mediática, con fuertes y evidentes conexiones con grupos empresariales
Entonces hubo demasiados asuntos que lastraban la capacidad para hacer oposición del partido que en un contexto de crisis económica dura hubiera tenido que ser la alternativa de poder más evidente. Y todos con nombre y apellidos. Entre otros, la irrupción del caso de los Eres andaluces, la buena disposición de José Luis Rodríguez Zapatero a cambiar la Constitución española al gusto de Angela Merkel y la semiquebrada banca alemana o indultar al célebre banquero Alfredo Saénz, mano derecha del fallecido Emilio Botín que se ganó la fama arreglando el desaguisado de Banca Catalana, en una operación de salvamento financiero, que le sacó las castañas del fuego a Jordi Pujol, el papá del independentismo catalán. Y ahora, en este contexto nuevo, en el que el PSOE parece haber empezado a olvidar la crisis, pero el acoso al Gobierno ha provocado unas cuantas dimisiones y bastante desconcierto, la nómina de las supuestas amistades peligrosas de Guirao causa inquietud. Lo mismo no hay motivo real para preocuparse, pero a los militantes socialistas más duros el asunto les quita el sueño porque se temen lo peor.
Guirao inició su andadura en la Diputación de Almería en la década de los 80 del pasado siglo y luego fue director general de Bienes Culturales de la Junta de Andalucía de 1988 a 1993, cargo que al que llegó con José Rodríguez de la Borbolla como presidente y que mantuvo con Manuel Chaves. Después debutó en Madrid en 1993 como director general de Bellas Artes y Archivos del Ministerio de Cultura, de la mano de su buena amiga Carmen Alborch, una ministra socialista de los gobiernos finales de Felipe González. Y también gracias a Alborch, Guirao se convirtió poco después en director del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en sustitución de María Corral, una profesional del ramo que había mantenido un enfrentamiento abierto en los medios con la ministra a la que, según publicaba el diario ABC en octubre de 1994, llegó a acusar de gastarse 200 millones de pesetas de entonces (1,2 millones de euros) en comprar cuadros irrelevantes que no tenían calidad suficiente para formar parte de la colección de ningún museo público. Claro que un año antes, la propia Corral había protagonizado una cruenta batalla con el artista Antonio López, que se negó a exponer su obra en el museo porque, en su opinión, la directora marginaba a los pintores realistas españoles y favorecía a los artistas no figurativos internacionales.
La guerra de la SGAE aumenta la presión
Por esa puerta entró Guirao. Y le fue bien. Muy bien. Se mantuvo en el puesto tras la llegada al poder del PP de José María Aznar, con una ministra y un ministro de Cultura cuyos nombres erizan la piel a las bases socialistas. Se trata de Esperanza Aguirre y Mariano Rajoy. Nada menos. Luego sería destituido por otra figura del PP: Pilar del Castillo, militante de Bandera Roja y el PCE, en sus años jóvenes. El ahora ministro abandonó su puesto en el museo y su siguiente destino laboral de entonces quizá sea más problemático aún en este momento para los delicados estómagos de los componentes del ala izquierda del PSOE, porque Guirao reapareció en 2001 como responsable de La Casa Encendida, el escaparate cultural clave de aquella Caja Madrid de triste recuerdo que presidía Miguel Blesa y en la que se repartían las tarjetas black de la vergüenza. El actual ministro siguió allí ya con Rodrigo Rato como presidente y continuó cuando la caja desapareció con estrépito tras integrarse en Bankia, entidad financiera que hubo que reflotar con 22.400 millones de euros de dinero público, un 2,4% del PIB español. Entonces, la vieja caja, orgullo de los madrileños, tutelada por la Comunidad de Madrid que presidía Ignacio González, se convirtió en la Fundación Caja Madrid. Al frente estuvo Carmen Cafranga, una buena amiga de Lourdes Cavero, la esposa del presidente madrileño, que también cayó por culpa de los escándalos relacionados con aquellas polémicas tarjetas de crédito. Pero Guirao resistió y allí estaba todavía cuando recibió la llamada de Pedro Sánchez, ya como director general de la Fundación Montemadrid, que es el nombre que ahora tiene la estructura que ha sobrevivido tras la catástrofe.
En principio nadie tiene nada que reprocharle. Pero a algunos cuadros del partido este currículum les pone los pelos de punta. Es perfectamente posible que Guirao haya vivido en los alrededores de aquella gran Sodoma y Gomorra que ha generado algunos de los mayores escándalos de corrupción de la historia política española, y se haya mantenido al margen de todo, en su alabado papel de promotor y benefactor de la cultura de vanguardia al frente de La Casa Encendida. Pero, las cuchillas empiezan a volar bajo. Y el Gobierno socialista se encuentra sometido a una presión desmedida que ya ha supuesto dos dimisiones y ha abierto la puerta a alguna más que quizá llegue o quizá no. Hay quien cree que, precisamente, por su currículum quizá el ministro de Cultura sea quien menos tenga que temer. Porque si se le ataca los disparos pueden volverse en contra del agresor. Pero muchos temen que ese ministerio abra una nueva vía para los promotores del asedio mediático a Sánchez y los suyos. Son sólo sospechas, suspicacias y chascarrillos de café. Por el momento. Y es probable que el asunto no pase a mayores.
Sin embargo, es cierto que Guirao se mueve en aguas pantanosas. La batalla sin cuartel que se desarrolla en el seno de la Sociedad General de Autores (SGAE) le complica mucho la existencia. Las fuerzas en juego son poderosas. No se trata sólo de los famosos cantantes del pop que aparecen, según las últimas informaciones, divididos en dos bandos irreconciliables, capitaneados por personajes populares como Kiko Veneno o Teddy Bautista. Hay mucho más en juego. Están los procesos judiciales que afectan a los principales grupos de medios españoles y algunos notables ejecutivos, incluidos personajes como Toñi Prieto a quien, incomprensiblemente, se ha mantenido en su puesto en RTVE, el ente público de radio y televisión (Leer más: Eurofans y músicos reclaman al PSOE por mantener a Toñi Prieto en RTVE). Y también las grandes discográficas y las cadenas de radio. La pelea visible es por el reparto, por las tarifas, por la modernización de los estatutos y por el voto por correo. Pero la verdadera partida está bajo la mesa. Es verdad que cuando Sánchez llamo a Guirao no preveía que el escrutinio que el enemigo iba a realizar sobre la conducta pasada de sus ministros iba a alcanzar la intensidad que ahora tiene. Y que confiaba en solucionar la revuelta de la SGAE con los buenos oficios de Adriana Moscoso, una mujer de consenso, antigua trabajadora de la casa e hija del exministro socialista Javier Moscoso, que ocupó la cartera de Presidencia en el primer gobierno de Felipe González. Ella no formaba parte del círculo de confianza de Guirao y, según contaba el diario on line El Español, fue nombrada directora general de Industrias Culturales por imposición del PSOE. Su nombre fue negociado en Ferraz con distintos representantes de las sensibilidades enfrentadas en esta guerra. Sin embargo, la paz parece cada vez más lejos y con la que está cayendo, el socialismo profundo no deja de preguntarse cómo es posible que, entre todos los posibles ministros de Cultura a su disposición, Sánchez haya elegido a este. Lo mismo los agoreros se equivocan y, en realidad, un hombre como Guirao, capaz de convivir y trabajar con sus enemigos ideológicos, sí es la persona adecuada para el cargo.