Mariveni Rodríguez (ALN).- El Obrador de Rosi hace y despacha las empanadas chilenas más tradicionales de su país, desafía a la autóctona empanada gallega y compite con las recién llegadas a este mercado desde Argentina y Venezuela. Arrojada de Chile por el golpe militar de Augusto Pinochet, esta familia es casi pionera en la migración latinoamericana a España. Ella aprendió a hacer las empanadas con la receta de su mamá. “Esto se aprende en Chile como aprendes a hacer una cama”, comenta Rosa Uribe, quien pasó de ser mucama en un hotel a llevar su propio negocio en Madrid.
“Después de quedarnos en la calle de la noche a la mañana con el golpe de Augusto Pinochet, decidimos venirnos a España. Mi marido encontró trabajo como cocinero en un hospital de Madrid. Y yo le ayudaba. Empecé haciendo panes, tartas, alfajores y las empanadas chilenas que servíamos en las recepciones de nuestro Consulado. Gracias a estos eventos nos dimos a conocer en otras embajadas como las de Alemania, Brasil, Eslovenia. También los militares nos pedían canapés”, dice en retrospectiva Rosa Uribe o, a secas, Rosi, como la llaman amigos y clientes.
En el centro de Madrid, muy cerca de la estación de Atocha, desde un pequeño local y por más de 20 años, Rosi y su familia se encargan de cocinar, hacer el reparto a domicilio en su furgoneta y dar a conocer la tradición de las empanadas chilenas, principalmente, y de las tartas, pastelitos, pastel de choclo, humitas y papas rellenas.
“Yo aprendí a hacer las empanadas aquí, nunca las hice en mi país porque las hacía mi madre que le quedaban mortalmente ricas. Empezamos alquilando un pequeño local que no reunía las condiciones de salida de humo y permisos requeridos para operar, pero era lo que podíamos pagar de renta”, advierte Rosi. “Fuimos juntando dinero hasta poder comprar este espacio de Lavapiés, en la calle de la Sombrerería 7. Desde aquí podemos atender restaurantes, bares y clientes particulares que nos piden las empanadas de Rosi”, comenta con humildad, mientras sugiere probar las vegetarianas, además de las tradicionales de carne o pollo.
La sazón del Obrador de Rosi ha logrado enamorar al paladar del español, competir con la muy bien valorada empanada gallega y, ahora, también destacar entre las argentinas y venezolanas. “Nos conocen por la receta tradicional de harina, margarina, cebolla, carne de ternera, aceitunas, huevos, pasas y condimentos. Pero es que nosotros somos pioneros dentro de la emigración latinoamericana”, reconoce Rosi.
Como tantos otros que debieron dejar atrás todo y emigrar, esta familia sigue la rutina de comer las empanadas todos los domingos, así como es la paella para los españoles. “También elaboramos tartas para ocasiones especiales como bodas, comuniones, bautizos y cumpleaños. La especialidad de la casa son las empanadas y las tartas mil capas que hacemos a diario sin necesidad de encargo”, comenta.
Empezar de nuevo
Las razones que motivaron a Rosi, a su esposo José y a sus tres hijos, Javier, Carolina y Claudio, a salir de Chile fueron la dictadura de Augusto Pinochet y la necesidad de dar a sus hijos una oportunidad para superar -dos de ellos- su discapacidad intelectual.
“Nos tocó vivir un momento muy complicado en Chile. Nos quedamos sin trabajo, en la calle, de un día para otro. Porque cuando vino el golpe de Estado nos quitaron a todos las garantías como ciudadanos. Decidimos depositar todos nuestros ahorros en una cooperativa prestigiosa y esta también quebró de un día para otro. Sin más, vendimos todo lo que teníamos, muebles, enseres… Con la venta de la línea de teléfono, que era un recurso muy preciado en esa época, compramos un billete aéreo. Con la venta del coche, compramos el segundo billete y así, reunimos todo lo que teníamos para comprar los billetes de los chicos. Nos vinimos con tres maletas de pañales y ropa para mis hijos de seis, tres y un año”, comenta.
En 1984 llegó Rosa Uribe a Madrid. “A empezar de nuevo”, confiesa, soltando un respiro. “Mis padres no tenían cómo ayudarnos económicamente. No había dinero. O comíamos o estudiábamos. Si alguien juntaba algo de dinero se hacía una barbacoa ese día, pero todos los demás se comía patatas”, evoca acaso tanto como ese humo y olor a carbón que desprenden los asados dominicales.
“Me tocó vivir la experiencia de Salvador Allende (1970-1973) y el golpe de Estado de Augusto Pinochet (1973) y pude contrastar las dos cosas. Con el gobierno de la Unidad Popular de Allende tuvimos que pasar muchas necesidades: había dinero, pero no había comida. Había trabajo, pero no había dónde comprar un kilo de azúcar. Hasta que vino la dictadura de Pinochet (1973-1990) y había de todo, pero no había libertad”.
Rosi pasa estos recuerdos como una película sin sonido, rápida y vívidamente. “Cuando llegamos a Madrid me chocó mucho el Metro. Era de madera, con vagones de la guerra. Me llamó la atención un letrero que leí en los trenes y que decía: deje los asientos a mutilados y enfermos”.
Ella mucama, él botones
Su esposo, botones, y ella, mucama, se conocieron, enamoraron y casaron en el hotel Sheraton. Las habitaciones del hotel fungieron de decorado de una historia de amor entre ambos… También fue un capítulo de sus vidas.
“Ganamos mucho dinero con las propinas y ahorramos mucho. Nuestro trabajo nos permitió estar cerca de artistas y personalidades como Mari Trini, Mocedades y Camilo Sexto, que era muy despectivo, porque ni los buenos días daba”, confiesa Rosi, entre risas, y después de una pausa rememora de nuevo la época de Allende y el golpe militar de Pinochet.
“Recuerdo la visita de Fidel Castro a Chile. Era muy carismático. Te envolvía. Pero yo no era partidaria ni de uno ni de otro. Yo era una joven trabajadora y no me metía en política. Salí, sí, a la calle para festejar a Allende. Me tocó llevarle una tarta cuando celebraba su triunfo en el hotel con su equipo de trabajo. Fue muy simpático y amable”, comenta.
Pero también recapitula en su correlato y dice: “Tiempo después, estábamos en el mismo hotel. Escuchamos tiroteos… Sentimos muchas balas pasar. Gente corriendo desordenadamente por todas partes. Los clientes no podían salir. No sabíamos qué hacer. Llamé a mi vecina, avisé a mi familia e informé que estábamos bien. Fue una semana dura. Nos quedamos en el hotel y vi cómo por las calles pasaban cadáveres como patos. Nadie se hacía cargo de eso”, rememora Rosi ahora, desde su nueva vida en Madrid.