Juan Carlos Zapata (ALN).- El cuento se llama Espantos de agosto y fue escrito en octubre de 1980. Va para 40 años. Es el cuento del fantasma Ludovico. Un espectro que habita un castillo, en el que pasó una noche Gabriel García Márquez con su familia. Es el castillo que poseía el escritor venezolano Miguel Otero Silva en la Toscana, Italia. ¿Qué pasó esa noche? ¿Apareció el fantasma de Ludovico? ¿O alguien hizo de fantasma?
Gabriel García Márquez era supersticioso. Enumeraba una lista de cosas que conformaban una especie de cuerpo sobre la “pavología”. Eran famosos sus pálpitos. Aquello de que algo iba a ocurrir y ocurría. Con esos antecedentes llegó a la villa que poseía su amigo Miguel Otero Silva cerca de Arezzo, en la Toscana, Italia. Era una casa grande, de fachada rectangular, ubicada en una extensión de 5 hectáreas con viñedo. Gabriel García Márquez realza la propiedad, le otorga la categoría de castillo; un castillo renacentista, el castillo de Ludovico.
En el cuento Espantos de agosto, Otero Silva les narra la historia de Ludovico. Un “gran señor de las artes y de la guerra”. Ludovico tuvo “un poder inmenso”. “Un amor contrariado”. Y sufrió “una muerte espantosa”. Mató a la esposa y se mató él. Lo mataron sus propios perros. A los que el propio Ludovico había azuzado contra sí mismo. Lo despedazaron. A dentelladas. Eso les contó Otero Silva quien remató la historia señalando que por las noches el espanto “deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir sosiego en su purgatorio de amor”. Ya una mujer en el pueblo les había advertido que en esa casa espantaban.
A Miguel Henrique Otero, hijo de Miguel Otero Silva, le gusta el cuento. Recuerda la casa. Fue comprada en 1954 por su padre en sociedad con el artista catalán, Abel Balbichana. En esa fecha Italia seguía devastada. De modo que en ese país de la postguerra, la villa toscana costó tanto como un apartamento en el Litoral Central cercano a Caracas. Miguel Henrique Otero vive ahora en Madrid, en el exilio. Es un perseguido del régimen de Nicolás Maduro. Heredó de su padre el diario El Nacional. Lo que no heredó fue el “castillo”, ya que fue vendido en los comienzos de los años 70.
En esa casa escribía Miguel Otero Silva. Escribió allí al menos tres novelas: Casas Muertas, Cuando quiero llorar no lloro y La muerte de Honorio. Miguel Otero Silva conoció a García Márquez en Caracas en 1958. Se hicieron grandes amigos. En 1967, Otero Silva fue quien leyó el discurso de presentación de Cien años de soledad en Caracas, recién editada en Buenos Aires. Miguel Otero Silva bautizó Macondo a su casa de Caracas. Gabriel García Márquez y su esposa Mercedes eran asiduos a esa casa, y la de Arezzo la visitaron varias veces, igual que Pablo Neruda, Rafael Alberti, Jacobo Borges y Miguel Angel Asturias, entre otros.
En el cuento, García Márquez dice que llegó con toda la familia, incluyendo a los dos hijos, entonces pequeños. En la realidad, los hijos nunca estuvieron en la casa. “Ni siquiera los conozco”, aclara Miguel Henrique Otero. En el cuento, la casa tiene 82 cuartos y en la realidad son 60, pero casi todas cerradas. De los tres pisos, el tercero estaba completamente inhabilitado. El primero era el de los salones y la cocina. El segundo, el de las habitaciones. En una de ellas durmieron García Márquez y Mercedes, y allí despertaron, pero en el cuento, García Márquez dice que en vez de despertar en la alcoba que se acostaron, lo hicieron en la de Ludovico, “bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita”. Un final terrible para un cuento de fantasmas, aunque no había tal fantasma.
La verdad es que la historia de Ludovico se la inventó Miguel Otero Silva. De modo que en el cuento de García Márquez hay dos cuentos en uno al que se le agrega este otro. Que el fantasma de Ludovico eran Miguel Henrique y su hermana Mariana. Eran ellos los que, traviesos y aburridos, se empeñaban en asustar a los huéspedes. Tenían 10, 12, 13 años. Depende del verano. Porque en esa casa pasaron casi todos los veranos de la niñez y la pubertad.
-Atábamos una cuerda a la lámpara de la habitación. Esa cuerda, invisible en la noche, salía por la ventana y subía hasta el piso de arriba.
En la tercera planta entonces comenzaban a pasar cosas extrañas. Se oían ruidos. Se oían pasos. Se oía como si un pirata caminara con una pata de palo. “Era un bastón. Hacíamos ruido con un bastón”. Cuando el huésped despertaba, comenzaban a halar la cuerda y la lámpara de la habitación se movía. Hasta el más incrédulo podía asustarse. Y García Márquez no era incrédulo. Se asustaba, dice Miguel. No lo decía. Pero se asustaba, aunque en el cuento apunte esta frase:
-Qué tontería -me dije- que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos.