Pedro Benítez (ALN).- Apuntando siempre al 2024, el madurismo maniobra para que la oposición venezolana siga dispersa, dividida, enfrentada y, por encima de todo, atrapada en la abstención electoral. Nicolás Maduro necesita que algunos partidos y dirigentes opositores participen en el nuevo ciclo electoral, pero que la mayoría no vote. Ese es su plan maestro.
En Venezuela, Nicolás Maduro tiene un objetivo básico, perpetuarse en el poder. En sus planes eso pasa asegurarse, por todos los medios posibles, su “reelección” presidencial en 2024. Para lograr ese propósito, su estrategia consiste en mantener al bloque opositor venezolano disperso, dividido, enfrentado y, por encima de todo, fuera de la lucha electoral.
En este último punto es importante hacer un matiz. Maduro desea (o necesita) que una parte representativa de partidos y dirigentes opositores se involucren en el cronograma electoral previsto en la Constitución venezolana de 1999, siempre en busca de cierta “legitimidad” internacional. Pero al mismo tiempo, precisa que el enorme descontento social que hay en el país en contra de él, y de su gobierno, no se exprese en respaldo electoral masivo para esos partidos y dirigentes, promoviendo la desconfianza mutua, la desmoralización, la desmovilización y la abstención.
Por tanto, está haciendo todo lo posible por evitar un nivel de coordinación opositor que le presente un frente electoral unido.
En función de eso si tiene que simular, crear falsas expectativas, engañar, mentir, retroceder y luego golpear, lo hará sin ningún remordimiento. La falta de escrúpulos es la base de su éxito. No importa los costes que para el país implique esa política.
EL ARRESTO DE FREDDY GUEVARA
Un ejemplo de esto lo acaba de dar esta misma semana. Pocas horas después que la Oficina de Control de Activos Extranjeros de Estados Unidos (OFAC) aprobara una licencia que facilita la importación de gas licuado, que los venezolanos más pobres usan como combustible para cocinar, sus fuerzas de seguridad detienen al dirigente opositor Freddy Guevara, que en representación de Juan Guaidó venía participando en las últimas semanas en las reuniones de diálogo efectuadas en Caracas entre oposición y gobierno que promueven gobiernos europeos como el noruego.
A pesar de tener las reservas de gas natural más grandes de Sudamérica, Venezuela no tiene suficiente capacidad para suplir sus necesidades domésticas (una de las consecuencias del deterioro de la industria petrolera nacional) lo que ha provocado una grave carestía del suministro desde hace años. La situación ha llegado a tales extremos que en algunas ciudades del país se ha ido generalizando el uso de leña para cocinar.
Pues bien, se supone que desde la Asamblea Nacional (AN), en la que Maduro tiene súper mayoría, se han estado haciendo “gestos” de apertura política cuyo fin y propósito es mejorar la imagen internacional de su gobierno, y así conseguir que se flexibilicen las odiosas sanciones comerciales impuestas por la Casa Blanca, como la del gas licuado.
Pero como se puede apreciar todo es relativo y hay prioridades más importantes que las condiciones de vida de las familias venezolanas. La respuesta ante un gesto positivo de Washington ha sido de más represión en Caracas, donde además de Guevara varios otros colaboradores cercanos de Guaidó están siendo buscados por la policía política.
¿LA PEOR PESADILLA DE MADURO?
Como es característico en este tipo de sistemas de gobierno la lucha por conservar el poder es siempre, en todo momento y circunstancia, la prioridad absoluta.
En ese sentido, la peor pesadilla de Maduro es que se repita un resultado electoral como el del 6 de diciembre de 2015. Para evitar ese escenario ha venido usado el manual de procedimientos chavistas contentivo de algunas tácticas que su antecesor ya había aplicado, solo que a una escala mayor.
Inhabilitar a partidos y a potenciales candidatos opositores y disidentes, desconocer en la práctica la soberanía popular expresada en las urnas bloqueando al Poder Legislativo (cuando perdió allí la mayoría), despojar de recursos y competencias a gobernaciones y alcaldías ganadas por adversarios políticos, cuando no destituirlos abiertamente, mientras que al mismo tiempo criminaliza a otro sector disidente.
Un conjunto de estratagemas que comenzaron a aplicarse con más intensidad desde las elecciones regionales del 2008, y que llegaron a la cúspide del descaro con el desconocimiento (actas en mano), por parte de la zona militar respectiva, de la elección a gobernador del opositor Andrés Velásquez en el estado Bolívar en octubre de 2017.
Todo condimentado con las irregularidades electorales de rigor, el abierto ventajismo oficial amparado por el Consejo Nacional Electoral (CNE) y una sistemática, incansable y feroz campaña de descrédito para sembrar todo tipo de dudas entre los propios opositores.
¿VALE LA PENA VOTAR?
Todo con el propósito de que el votante opositor, o el ciudadano descontento, se pregunte de qué vale la pena votar. Esta es el arma secreta del chavismo, que la gente no se tome la molestia de votar en su contra.
Esa campaña, todo hay que decirlo, ha sido alimentada irresponsablemente, y en abundancia, desde las propias filas del antichavismo venezolano por grupos o individualidades que durante años se han dedicado a ser sus altavoces, lanzando bulos y acusaciones sin fundamento contra la naturaleza de los procesos electorales venezolanos. Bien sea por mezquindad política, porque no creen en el voto como instrumento de cambio, o bien porque sueñan todos los días con reemplazar un autoritarismo de izquierda por un autoritarismo de derecha.
Como sea, lo cierto del caso es que en 22 años de hegemonía chavista nunca se ha podido demostrar un fraude electoral en Venezuela. Denuncias formales e informales al respecto ha habido muchas, pero sin presentar las pruebas concluyentes.
Lo que sí ha habido de manera reiterada es el desconocimiento a cara descubierta, a la luz del día, y por distintos procedimientos, de los resultados electorales bloqueando sus efectos prácticos. El chavismo reconoce una derrota por votos y luego neutraliza el cargo elegido, sea gobernador, alcalde, diputado o, a toda la Asamblea Nacional, como pasó con la electa en 2015 por medio del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) o inventándose una Constituyente corporativa.
Este es el centro del problema institucional de Venezuela desde hace años. No el fraude electoral.
DIÁLOGO PARA PROFUNDIZAR LAS CONTRADICCIONES OPOSITORAS
Pero ante la conciencia de ser minoría electoral, social y política, Maduro ha puesto en práctica un nuevo instrumento para neutralizar a la oposición, y profundizar sus contradicciones internas: el diálogo político.
Esta es la estrategia que tanto Maduro como su principal operador, el actual presidente de la AN, Jorge Rodríguez, han venido desplegando desde por lo menos el año 2017. Simulando que “ahora sí” están dispuestos a una apertura, ofrecen un proceso de conversaciones en el que nadie de buena fe puede negarse a participar, pero en el cual hacen ofertas de mejorar las condiciones electorales que, o nunca cumplen del todo, o pueden retirar unilateralmente a conveniencia.
De paso, usan estos procesos para hacer ofertas a cada dirigente opositor por separado, aparentando que ese interlocutor en particular es el preferente, con lo cual intentan, a veces con notable éxito, profundizar las rivalidades y desconfianzas entre sus adversarios.
Una ventaja adicional, para ellos, de estos diálogos políticos, ha consistido en subirle el costo en términos de opinión pública a cuanto opositor dé el paso democrático de sentarse hablar, intentado siempre que el participante de turno luzca como un colaborador de la agenda autoritaria.
Por su parte, la dirigencia opositora venezolana ha caído en la trampa (una y otra vez) de condicionar el uso de su principal arma de lucha, que es el voto, a cambio de condiciones electorales. Cuando las “condiciones” electorales o institucionales no mejoran, o hay una arremetida represiva, la oposición queda atrapada en el discurso según cual sin condiciones no se vota. El premio que Maduro busca.
MADURO NO QUIERE QUE LA MAYORÍA VOTE
Ese es el círculo vicioso que el campo democrático tiene que romper con audacia y con todos los riesgos que implica, porque sencillamente Maduro no quiere que la mayoría vote. No importa cuando usted lea esto.
En circunstancias como las que se viven en Venezuela la oposición democrática hace lo que puede, no lo quiere. Y una de las cosas más efectivas que puede hacer es votar, mientras se pueda.
Sí, en Venezuela el voto no elige. Eso es una verdad inocultable. También es cierto que votar no garantiza un cambio político. Pero el voto sigue siendo la herramienta más eficaz para manifestar el descontento nacional y articular la resistencia civil y pacífica. Esa es su utilidad. Condicionar su uso a condiciones electorales es un error. Si estas mejoran bienvenidas sean. De hecho, la actual composición del Consejo Nacional Electoral (CNE) es la mejor en años.
Pero aun si eso llegara a cambiar para peor hay que aferrarse a al voto.
En Venezuela hoy las puertas de la democracia están cerradas, pero todavía hay alguna ventana entreabierta. Los demócratas venezolanos tienen que intentar usarla, conscientes que incluso puede ser cerrada. Pero que la cierre Maduro, no los demócratas.