Sergio Dahbar (ALN).- Las cartas escritas en la cárcel por Nelson Mandela narran cómo su aislamiento se transformó en una fuerza pacificadora que cambió Sudáfrica para siempre.
El año pasado aparecieron en inglés y en español las cartas escritas en la prisión por uno de los presos más célebres de toda la historia, Nelson Mandela. La editorial Malpaso colocó en los estantes de las librerías de Hispanoamérica una edición cuidada, de 640 páginas, para conmemorar los 100 años de su nacimiento (1918-2018), que recoge un caudal narrativo impresionante. Se trata -quizás- de uno de los procesos transformadores más ricos y fascinantes que ha sufrido un ser humano, condenado a 27 años de cárcel por enfrentarse a un régimen racista y despiadado.
Estas Cartas de la prisión, escritas por Mandela a lo largo de tres décadas, se suman a la biblioteca de un género literario fundamental para entender la historia del autoritarismo en el siglo XX. La conforman ríos de páginas de escritores encarcelados por pensar diferente. Su lectura es una forma de acercarse a la perversión política.
Estas Cartas de la prisión, escritas por Mandela a lo largo de tres décadas, se suman a la biblioteca de un género literario fundamental para entender la historia del autoritarismo en el siglo XX. La conforman ríos de páginas de escritores encarcelados por pensar diferente
Nelson Mandela engrosa una lista donde también aparecen otros personajes que fueron condenados por defender sus opiniones, como Wole Soyinka, Vaclav Havel, Arthur Koestler, Federico García Lorca, Dashiell Hammett, Primo Levi, Osip Mandelshtam, Alexander Solzhenitsyn, César Vallejo, y muchos otros hombres y mujeres que sufrieron el rigor de dictaduras salvajes.
En 1990, cuando Nelson Mandela salió de prisión, reflexionó sobre el triunfo de la lucha sudafricana contra el apartheid con unas palabras que recorrieron el planeta en diferentes idiomas en las portadas de numerosos medios de comunicación: “Ganamos la paz de pie, sin arrodillarnos”. No era una frase menor.
Nelson Mandela había rechazado la oferta de libertad condicionada que le hiciera el Gobierno de su país en 1985 y permaneció en la cárcel hasta lograr su objetivo: que “el pueblo sea libre”. Faltaban cinco años aún para concluir una experiencia que cambiaría su vida para siempre. Y lo convertiría en una persona mejor.
En un mensaje leído por su hija Zinzi, en el acto celebrado en un estadio de Soweto en 1985, ante 6.000 negros, Mandela aseguró que no podía hacer promesas mientras el presidente Pieter Botha no legalizara el Congreso Nacional Africano (CNA), pusiera fin a la política de segregación racial, abandonara la violencia, liberara a los prisioneros y garantizara una actividad política democrática. Y cumplió.
Ya el apartheid estaba herido de muerte y el presidente Frederik de Klerk se encargó de liberar a Nelson Mandela de su larga y penosa prisión, y abrir las puertas de un cambio en Sudáfrica que le valieron a ambos el Premio Nobel de la Paz en 1993.
La historia de Mandela había comenzado mucho antes, en 1943, cuando un joven inexperto, impetuoso y en muchos sentidos cargado de una energía que lo hizo cometer errores, se unió al CNA. Quería cambiar las cosas en su país.
En 1960, después de que murieron 60 manifestantes en Sharpeville, en las afueras de Johannesburgo, cofundó el ala militante armada del CNA, Umkhonto we Sizwe (MK). Llenos de ira por la violencia del poder, comenzaron a bombardear instalaciones y puestos gubernamentales.
Dos años más tarde, el régimen sudafricano del apartheid lucía inquebrantable. Nelson Mandela, que había salido del país sin pasaporte, fue detenido y condenado a cadena perpetua. Tenía 44 años y fue a dar con sus huesos en una de las cárceles más duras del mundo, Robben Island, penal de trabajos forzados situado frente a Ciudad del Cabo, que antes había sido una colonia de leprosos y una estación de cuarentena animal.
En 1990, cuando Nelson Mandela salió de prisión, reflexionó sobre el triunfo de la lucha sudafricana contra el apartheid con unas palabras que recorrieron el planeta: “Ganamos la paz de pie, sin arrodillarnos”
Robben Island puso a prueba la materia de la que estaba hecho Mandela. Se le asignó el Grado D, la clasificación más baja para prisioneros sudafricanos, con menos derechos y más restricciones que incluso los peores delincuentes comunes.
Todos los días los desnudaban y los sometían a humillantes revisiones frente a otros reclusos. Mandela sólo podía tener un visitante cada seis meses. Se le permitía escribir y recibir sólo una carta de 500 palabras en ese tiempo. En 1967, esta cuota creció ligeramente: dos cartas y dos visitas.
A este trato diabólico, se le sumaron otras prácticas. Ataques orquestados contra su esposa, Winnie, que muchas veces fue encarcelada, dejando a sus hijas a la intemperie. O informes de prensa que alertaban sobre sus relaciones extramatrimoniales. Buscaban quitarle toda esperanza.
“Una brújula en un mar de cambios”
Mandela extrajo lecciones de esos malos tratos. Mientras recibía golpes, se hizo más fuerte. Esta es la lección más importante que surge cuando leemos Cartas desde la prisión. Ese cambio en su personalidad hizo posible el cambio en Sudáfrica.
“Revelan a un hombre que se volvió más sabio y más ingenioso tras las rejas, que desarrolló una autoconciencia y una disciplina estoica del tipo de un monje, y que se volvió más astuto estratégicamente y cada vez más generoso de espíritu hacia los demás”, escribió el crítico Howard W. French en una larga revisión del libro publicada en The New York Review of Books.
Es impresionante cómo un prisionero sin preparación cuando entra en la celda por primera vez, construye una conciencia a lo largo de 27 años, para desarrollar una coalición de apoyo a su causa, a nivel nacional e internacional. Le escribía a monarcas y líderes de clanes en Sudáfrica, a quienes enviaba saludos regulares por bodas, nacimientos y muertes.
No discriminaba. Se dirigía a aliados y simpatizantes del sur de Asia, a los que enviaba cartas salpicadas con frases en gujarati, lenguaje que hablan en India. Comentaba noticias de extranjeros influyentes en todo el mundo, como el fallecido senador de Massachusetts Paul Tsongas, a quien llama un “buen amigo de la familia”. Y agrega: “Me molestó mucho cuando leí en la revista Time que nuestro amigo [Tsongas] está sufriendo de alguna forma de cáncer y que, como resultado, no buscará la elección para un segundo mandato”.
Poco a poco Mandela comienza a sentir que puede enfrentarse a los guardias que gobiernan la cárcel: “Si te atreves a tocarme, te llevaré a la corte más alta de esta tierra, y cuando termine contigo, serás tan pobre como un ratón de iglesia”.
Esta rara personalidad que le permitía estar atento al devenir del mundo y no olvidar que podía controlar a sus enemigos, le ganó el respeto de los otros presos. Mandela instó a los demás prisioneros simplemente a ignorar las órdenes de los guardias de la prisión que los obligaban a caminar rápido. Quería dejar en claro que los prisioneros conservan algo de poder.
Mandela logró así mayor influencia sobre sus captores. Creció de muchas maneras en prisión. Se graduó de abogado en 1989 y aprendió el idioma afrikáans, para comprender mejor a sus adversarios. En una carta de 1969, cuando llevaba siete años en prisión, usó la historia de la revuelta de Afrikaner contra Gran Bretaña para demostrar el doble rasero con el que se utilizaba la justicia en Sudáfrica.
Al salir de la cárcel, estaba preparado para lograr la paz en un pueblo cargado de odios. Cuando el expresidente de Estados Unidos Barack Obama leyó Cartas desde la prisión, no pudo quedarse callado. “Las palabras de Madiba son una brújula en un mar de cambios, suelo firme en aguas turbulentas”. Palabras sabias.