Sergio Dahbar (ALN).- Las redes sirvieron una mesa que se venía gestando desde los años 70: mostrar la privacidad de los usuarios hasta límites desconocidos. Hoy muchos lucen preocupados.
El enunciado resultaba estimulante. Internet prometía desde su nacimiento que democratizaría la creación y la difusión de conocimiento. Pero la realidad suele ser más dura que la teoría. Nadie podía prever que las personas cargarían en la red fotos de sus borracheras y fiestas salvajes, de sus necesidades sexuales más peculiares, como quien abre una ventana y expone la más cruda intimidad ante millones de espectadores. Pero ocurrió.
Tal como lo dijo en 1999 Steve McNealy, fundador de Sun Microsystems, las personas deben entender “que tienen cero privacidad”. Años después Mark Zuckerberg, aludiendo a su invento millonario, Facebook, reconocería que la gente se sentía cómoda compartiendo información, con muchas personas. La privacidad era entonces un tema del pasado.
Los usuarios se suman a una velocidad inimaginable: Facebook, 2.167 millones. YouTube, 1.500 millones. WhatsApp, 1.300 millones. Instagram, 800 millones. Twitter, 330 millones
Las cifras cambian muy rápido, pero los usuarios activos de las redes se suman a una velocidad inimaginable: Facebook, 2.167 millones. YouTube, 1.500 millones. WhatsApp, 1300 millones. Instagram, 800 millones. Y Twitter, 330 millones. El análisis de la penetración de estas comunidades y el impacto en la vida privada de las personas se pierde de vista.
Lo curioso es que este nivel de exposición tuvo su punto de arranque mucho antes que imagináramos la llegada de nombres como Facebook, Twitter e Instagram. Así lo explica Sarah Igo, autora de un libro notable que acaba de publicar Harvard University Press, El ciudadano conocido, historia de la privacidad en el mundo moderno. Todo comenzó con una serie de 12 capítulos, An American Family, primer reality show del que se tenga noticia.
A un visionario se le ocurrió meter una cámara siete meses en la cotidianidad de una familia tipo estadounidense, los Louds de California. De esa exploración el público que veía televisión, millones de espectadores, descubrieron que el hijo mayor era homosexual y que el padre tenía amoríos con una amiga de la familia. La esposa se dio cuenta porque relacionó el bronceado en la cara de su esposo y en el de una amiga. Nadie lo sabía en ese momento, pero el voyeurismo y la exhibición de asuntos privados habían ingresado en el terreno del entretenimiento. No habían llegado las cámaras integradas a las portátiles personales. Eso vendría después.
Después de la serie An American Family, vinieron otros fenómenos que apuntalaron la exhibición de temas privados. Los programas de entrevistas confesionales, como aquellas que desarrollaron en pantalla Phil Donahue y Oprah Winfrey. Fueron puertas por donde desfilaron ante la gran audiencia temas imposibles de mencionar en el pasado, como el adulterio, el incesto, el abuso conyugal.
El público se mostró voraz y el negocio del entretenimiento no quería perder un dólar. Por eso crecieron las confesiones cada vez más extremas, con hijas o hijos que relataban cómo habían sido abusados por padres o sacerdotes. Así fueron apareciendo las adicciones a las drogas y al alcohol, fracasos infantiles, historias de amor fallidas, iniciaciones sexuales que desencadenaban traumas, etcétera. Cuando llegaron las redes sociales, la mesa estaba servida.
El espejo de la vanidad
En este contexto nada alentador, apareció el desarrollo de las tecnologías y la necesidad de monetizar la data que se acumulaba en los servidores. Aparecieron lectores de matrículas, cámaras de seguridad, drones, dispositivos que imitan las torres de telefonía celular para interceptar llamadas, mantarrayas montadas sobre drones, radares especializados, reconocimiento facial, cámaras ultrasofisticadas que detectan desde un avión el mínimo movimiento en tierra.
El Gobierno de Estados Unidos argumentó que los diferentes peligros terroristas que acosaban a la nación requerían de un desarrollo tecnológico urgente que permitiera defenderse de ataques cada vez más persistentes y letales. En ese momento se derrumbó otro muro que protegía la vida privada de las personas.
El Departamento de Seguridad Nacional (DHS) de Estados Unidos posee información de las huellas dactilares de 220 millones de personas y procesa 350.000 transacciones de huellas dactilares al día. La Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos ha recopilado los metadatos de 534 millones de llamadas telefónicas y mensajes de texto.
Las empresas requieren conocer al consumidor y sus gustos más privados. Para eso pagan sumas millonarias (…) El gran negocio es monetizar la información personal de tus seguidores
No sólo la seguridad nos pisa los talones. También el ánimo de hacer dinero con nuestros datos genera brechas difíciles de salvar. Lo que ocurrió con Facebook recientemente, al conocerse que Cambridge Analytica se había apropiado de 87 millones de perfiles de usuarios. Esto abrió una revelación mayor: Facebook estaba permitiendo que empresas como Apple, Microsoft y Amazon compartieran la información de sus usuarios.
Como dice el lugar común del mercadeo, dinero mata privacidad. Las empresas requieren conocer al consumidor y sus gustos más privados. Para eso pagan sumas millonarias con el fin de acceder a las bases de datos que reúnen redes y marcas que canalizan comunidades de usuarios. El gran negocio sin duda es monetizar la información personal de tus seguidores.
Aun cuando mucha gente exhibía su vida privada de forma escandalosa sin advertir las consecuencias, o llenaba sus perfiles en redes de manera inocente, o cuando miles de ciudadanos cruzaban ante cámaras de seguridad que se convertían en espías silenciosos de su vida cotidiana, hoy la preocupación crece. Así lo demuestra una encuesta publicada por The Atlantic: 78,8% de las personas respondieron muy preocupadas por la privacidad de su información en las redes. Y 82,2% confesaron que autocensuraban a las redes sociales.
Dos tercios de los estadounidenses han promovido cambios en la legislación de ese país. La ola crece. Quieren leyes más estrictas. Quizás la metáfora es obvia: se vieron en el espejo de la vanidad y el narcisismo y lo que encontraron allí no les gustó nada. Podría ser.