Pedro Benítez (ALN).- En Venezuela está en desarrollo un cambio transcendental. Por primera vez en décadas el sector privado está dejando de depender del Estado y es el Estado el que está empezando a depender de los privados. Y eso es algo que a la plana mayor del chavismo no le gusta. Pero esa es, por ejemplo, la solución definitiva a la grave escasez de combustible que tiene paralizado al país desde hace 10 semanas.
Nicolás Maduro deshoja la margarita. ¿Insiste en regular el precio y distribución de la gasolina que ha comprado Irán? ¿O libera la importación de combustible?
En la primera opción mantiene el control, la ineficacia, la corrupción generalizada de los funcionarios militares que controlan la distribución y no resuelve el problema. En la segunda deja que actúen las fuerzas del mercado, normaliza la distribución en una situación en la cual compraran gasolina en Venezuela los que puedan y pierde poder sobre la sociedad.
Una demostración de que esto último da resultados se vio en 2019. Justo con el inicio de las sanciones comerciales de los Estados Unidos, el régimen madurista efectuó un ensayo: liberó importaciones, dejó de fiscalizar precios, se olvidó del control de cambios y se resolvió el agudo desabastecimiento que caracterizó a Venezuela durante tres años.
El precario sector privado del país hizo, sin dólares preferenciales, en medio de circunstancias adversas, pese a las sanciones, lo que nunca pudo hacer la económica socialista y el poder militar.
Este general de Maduro tiene un puesto en la historia: Culpable por el entierro de PDVSA
Los anaqueles de los comercios se llenaron de productos, aunque la mayoría no los puede adquirir. Eso es lo que precisamente puede ocurrir (y probablemente ocurra) con la gasolina.
Por supuesto, esto traerá otros problemas. La economía necesita generar divisas. Pero dejar que funcionaran los mecanismos del mercado para resolver el problema concreto del desabastecimiento se aplicó y funcionó. Si se hace con la gasolina, desaparecerán las colas y se evitará la nueva ola de escasez que se le viene al país encima como consecuencia de la paralización provocada precisamente por falta de combustible.
No obstante, ante esa posibilidad, Maduro duda. Sus instintos son otros. Son los de Juan Carlos Monedero, Pablo Iglesias, Iñigo Errejon, Alfredo Serrano Mancilla, Cristina Kirchner y Ángel Kicillof. Controles y más controles. Estado por encima de todo. Desconfianza para con sector privado.
Contra todo sentido común Maduro se aferró a la política trazada por Hugo Chávez, su padre político, cuando era obvio que estaba en la vía de destruir a Venezuela. Hoy la economía del país es menos de la tercera parte de lo que era en 2013. Una y otra vez descartó las sugerencias que se le hicieron de aplicar reformas. Desde Rafael Ramírez, expresidente de Petróleos de Venezuela, PDVSA, hasta el expresidente dominicano Leonel Fernández.
Mientras millones de venezolanos se sumían en el hambre permitió que miles de millones de dólares se botaran para sostener el control de cambio y el subsidio a la gasolina. Todo lo que suene a neoliberalismo es pecado. Traición “al legado del comandante”.
Maduro cedió (un poco) el año pasado porque sintió que podía perder el poder. Eso es todo. Lo paradójico del asunto es que liberar precios o permitir la importación privada de gasolina es una forma de perder poder, pero por otros medios.
En Venezuela está en desarrollo un cambio transcendental, por primera vez en décadas el sector privado está dejando de depender del Estado y es el Estado el que es empezando a depender de los privados. De hecho, la población venezolana está resolviendo sus problemas por su cuenta, por medio de los dólares, pues el Estado chavista ha colapsado. Incluso para protegerse de la violencia.
Y eso es lo que a la plana mayor del chavismo no le gusta. En su esquema mental era suficiente con controlar las “riquezas” naturales de Venezuela. Los pozos de petróleo y las minas de oro, coltán y bauxita.
Pero se han dado cuenta que eso no les es suficiente. Su esquema de dominación ha consistido en una dilapidación masiva de recursos y una destrucción sistemática de su propia fuente de poder: la industria petrolera.
Porque si hoy PDVSA y sus socios tuvieran los niveles de producción de por ejemplo Irán, 3,9 millones de barriles diarios el año pasado (pese a la sanciones internacionales y 40 años de revolución islámica), y un parque refinador que operara en condiciones razonables, la historia sería muy distinta.
Pero resulta ser que el autoritarismo madurista está quebrado. Porque devastó a Venezuela y arruinó a PDVSA. Hoy Rafael Ramirez levanta el dedo acusar contra Maduro, cuando él, desvivido por complacer los insensatos caprichos del expresidente Chávez instauró la PDVSA roja rojita.
Destruyeron a esa PDVSA que pagaba las misiones, las movilizaciones del PSUV, los votos en la OEA, el subsidio a Petrocaribe y el ALBA, los 100 mil barriles diarios que se despachaban a Cuba, las operaciones financieras con las casas de bolsas, las toneladas de comida descompuestas importadas por PDVAL, el Órgano Superior de la Vivienda, la asignación a dedo y sin licitación de los contratos de seguros a su primo Diego Salazar, entre otros colosales despropósitos.
Eulogio del Pino (sucesor de Ramírez como presidente de PDVSA) propuso introducir alguna racionalidad a la gestión de la empresa y el chavismo radical encabezado por el vicepresidente Ejecutivo y exministro, Elíaas Jaua le cayó encima. El mayor general Manuel Quevedo lo que hizo en PDVSA fue culminar la tarea como representante de la Fuerza Armada.
¿Consecuencia? La plana mayor del chavismo (no se salva ninguno) destruyó su principal fuente de poder. Este es el dato.
Con ese antecedente tan grueso es razonable ser escéptico ante la capacidad de los mismos personajes para poner a funcionar las refinerías venezolanas. Está, es la última esperanza de Maduro antes de tener que rendirse (como ya lo ha hecho) ante la realidad.