Rafael Alba (ALN).- La decisión de Camilo Sesto de producir con su propio dinero la primera versión en castellano de la ópera rock Jesucristo Superstar, de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice en 1975, supuso un antes y un después para la escena del pop en castellano. Tras su retirada en la década de los 80, sus regresos puntuales se vieron siempre coronados por el éxito, a pesar del bombardeo al que la prensa del corazón sometió a su personaje.
Empecemos por aceptar la evidencia: el público español y latinoamericano jamás ha dejado de adorar a Camilo Sesto. Por muy deteriorada que, en ocasiones, estuviera su imagen pública. Y las largas colas que se formaron en la calle Fernando VI de Madrid, junto a la entrada de su capilla ardiente, situada en la sede central de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) lo demuestran. Su inesperado fallecimiento, con sólo 72 años de edad, ha provocado un estremecimiento colectivo en España y Latinoamérica. Un territorio que una vez fue su reino y en el que fue capaz de vender más de 100 millones de discos, según los datos oficiales. Una cifra que, probablemente, ya nadie sea capaz de superar en el futuro, porque los consumidores de música ahora prefieren escuchar sus temas favoritos en las plataformas de streaming de audio. Pero que da una idea clara de la magnitud del éxito que este solista melódico de voz prodigiosa llegó a alcanzar en su momento cumbre.
Así que tal vez su figura no sea tan irrelevante, ni tan intrascendente desde el punto de vista artístico como algunos críticos sesudos parecían pensar y dejaron escrito y documentado, tanto en sus tiempos de máxima gloria, como después. Camilo no gozó nunca del beneplácito de los expertos, quizá porque eludió el compromiso político en una época en la que lo normal era tomar partido. La transición democrática impuso su ley en la agenda que marcaba la actualidad y las figuras relevantes de la música ligera dejaron de ser los artistas favoritos de la juventud española. Así que él se fue descolgando de la primera línea y perdiendo, aparentemente, el paso, primero frente al ejército de cantautores progres, luego por culpa de las huestes del rock urbano, y al final, ya en la década de los 80, poco antes de retirarse, arrinconado por los estetas de la emergente movida madrileña, que volvieron a poner de moda a los conjuntos en detrimento de los solistas románticos como él.
Pero, de un modo, o de otro, la música de este simpático muchacho de Alcoy que pasó sus primeros años velando armas en conjuntos de pop sesentero, como Los Dayton y Los Botines, antes de que su glamour y su chorro de voz llamaran la atención de Juan Pardo y de la casa de discos Ariola, ha terminado por superar la prueba del tiempo. Y la gente (mucha gente) ha acudido a su capilla ardiente, porque quiso despedirse en persona de un artista a quien consideran suyo. De un tipo singular que ha formado parte de sus vidas. Cierto que, tal vez, nadie le considere nunca un genio, ni le otorgue el reconocimiento que merece haber revolucionado por completo la escena de la música ligera en castellano, pero casi cualquier hijo de vecino es capaz de tararear una de sus canciones. Un legado de melodías y palabras que ni el tiempo, ni el olvido, ni las arteras flechas envenenadas que lanzaron sobre el artista varias generaciones de matarifes de la prensa del corazón han podido sepultar en el olvido.
El éxito de Jesucristo Superstar se produjo en paralelo con el fallecimiento de Franco y el inicio de la transición democrática
Y estaban todos y todas allí, en esa cola. Las primeras en llegar quizá hayan sido ellas. Aquellas alegres chicas de los 70 que usaban su foto para iluminar sus tristes carpetas escolares y acudían en masa a sus conciertos para gritar, llorar y tirarse de los pelos, cuando el ídolo entonaba con su voz poderosa, clara y siempre colocada a la perfección, sus dramáticos cánticos de amor desgraciado y corazones rotos. Pero también estaban sus novios, a pesar de que a algunos no les cayera demasiado bien. Por seductor y por guaperas. Y las hijas e hijos y las nietas y los nietos. Los representantes de las generaciones que ya le conocieron con esa imagen de muñeco diabólico que había adquirido por culpa del bótox y la excesiva cirugía, en su inútil intento de mantener para siempre la bella imagen de sus veintipocos años. Como una imagen en negativo del mito de Dorian Gray. Una de tantas.
En sus últimos años, Camilo quizá pareciera un bufón, pero era un bufón entrañable y a pesar de su aspecto, y de la escasa conexión entre su música más conocida y las tendencias musicales de moda de las cuatro últimas décadas, mantuvo su popularidad. Y las recopilaciones de sus éxitos, reformuladas con nuevos arreglos orquestales o el gancho de los duetos interpretados por famosos y famosas de temporada, se publicaban periódicamente y se vendían bien. Pero, lamentablemente, la inevitable reivindicación de su legado, no le ha pillado vivo. Él ya no va a estar aquí para verlo, pero los próximos ríos de tinta que se verterán sobre su figura, estarán llenos de elogios. Muchos de ellos merecidos. Y no sólo porque sus canciones no hayan dejado nunca de reinar en los karaokes de medio mundo. Hay algún otro motivo de peso. Por ejemplo, el hecho de que sin su intervención, la industria musical española quizá no hubiera alcanzado nunca la mayoría de edad.
Y tuvo que apostar fuerte para conseguirlo, jugarse su crédito artístico y su patrimonio y desafiar a los sectores más radicales del régimen franquista, para estrenar en Madrid el primer montaje en castellano que se realizó de Jesucristo Superstar, la pólemica ópera rock de Tim Rice y Andrew Lloyd Weber. El acontecimiento tuvo lugar en noviembre de 1975. Sólo unos días antes de la muerte de Francisco Franco. Y tras ver la luz cosechó un gran éxito de crítica y de público que sirvió para demostrar a muchos que el sector del espectáculo hispano estaba listo para correr riesgos, conectar con las nuevas tendencias sociales, y ofrecer un ocio de gran calidad. Un montaje a la altura de los de Broadway y Londres, que recibió parabienes, incluso de los autores de la obra original. A toro pasado, era fácil adivinar que aquella aventura temeraria estaba destinada a conseguirlo todo y a cambiar las reglas. Pero antes de que las primeras entradas salieran a la venta, las cosas no estaban tan claras. Ni mucho menos.
Camilo Sesto tuvo que financiar el montaje de Jesucristo Superstar con su propio dinero porque no encontró a nadie dispuesto a ayudarle a hacerlo
En el año 1975, Camilo Sesto era una gran estrella que dominaba por completo la escena española y las listas de éxitos, tras cuatro temporadas de triunfos con canciones tan populares como Algo de mí, Amor amar o Ayudadme. Además, también reinaba en Latinoamérica. Lo había logrado, casi sin esforzarse, aparentemente, con la misma suficiencia y facilidad con la que atacaba las notas más complicadas de cualquier melodía, con un virtuosismo que jamás dejó de lado la expresividad, gracias a su extraordinaria voz, que abarcaba casi tres octavas. Se dio a conocer tras su participación en el Festival de la OTI (Organización de las Televisiones Iberoamericanas) de Bello Horizonte, donde sólo consiguió quedar en quinto lugar, por culpa de las componendas del jurado. No importó, los fans del subcontinente tomaron nota y tanto él como la canción Algo más, con la que había participado, tardaron sólo un par de semanas en conquistar las listas de éxitos de los principales países.
Así que ya era CAMILO, así con mayúsculas, en todas partes. Un poderoso reclamo para las taquillas en medio mundo. Y un hombre al que prácticamente nadie podía negarle nada. Y, sin embargo, se pasó de la raya. En lugar de continuar con la trayectoria lineal que su carrera había seguido hasta entonces, quiso hacer algo más. Montar en castellano Jesucristo Superstar, como hemos dicho antes. Había quedado fascinado por la obra, que llegó a ver más de 20 veces en Nueva York y Londres y sentía que aquella maravilla debía estrenarse en Madrid. Hacerse en castellano. También sabía que esa música y esos arreglos no estaban al alcance de los arreglistas, los músicos de sesión y los equipos que habían trabajado con él en la elaboración de sus éxitos. Se requería otro tipo de músicos. Gente ligada al rock y la vanguardia. Alguien como Teddy Bautista, el líder de Los Canarios, que al frente de su grupo se iba a hacer cargo del trabajo.
Y entonces sucedió lo inesperado. Todas las puertas se le cerraron. La obra dibujaba una figura de Jesucristo extraña, entre hippie y comunista. Evidentemente progre. Y no había gustado a la jerarquía católica del momento. Ni a los sectores más radicales del régimen que, con Franco cada vez más enfermo, dudaban del efecto que aquel montaje podía tener en una juventud ya de por sí bastante revuelta. Y tampoco gustaban las compañías de las que se había rodeado Camilo. Ni su empecinamiento en llevar a cabo el proyecto. No se le prohibió hacerlo. Pero tuvo que hacerlo solo. Poner en riesgo todo lo que tenía. Y lo hizo. Invirtió 12 millones de pesetas en aquel sueño loco. Un dineral que equivaldría actualmente a unos 886.000 euros, si aplicamos a la cantidad inicial la inflación acumulada en los últimos 49 años que se sitúa en un 1.149,7%, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Más allá de eso, los ensayos fueron un auténtico calvario, con las amenazas constantes de grupos paramilitares del régimen franquista como los Guerrilleros de Cristo Rey. Y el inicio de una de las primeras campañas de desprestigio que el artista sufrió desde la prensa rosa con rumores malintencionados que le señalaban como homosexual encubierto. Lo pasó mal Camilo. Muy mal. Pero siguió adelante y estrenó. El resto es historia, claro. Una historia que demuestra que Camilo Sesto no era sólo un baladista romántico de extraordinaria voz. También fue un revolucionario, capaz de cambiar las reglas de la industria. Ni más ni menos.