Rafael del Naranco (ALN).- No me agradan los dígitos que ahondan una situación apesadumbrada, y aun así, ayudan a percibir las esperanzas de hombres y mujeres que, como viene sucediendo hace años en Venezuela, abandonan el terruño en razón de las adversidades sociales y políticas, y salen en busca de otra tierra con la ilusión de comenzar a vivir de nuevo.
Las estadísticas, aun pareciendo impávidas, no mienten cuando afirman que el número de migrantes, refugiados y solicitantes de asilo provenientes de Venezuela hacia distintas partes del planeta, ascendió al comienzo de este año, a 4.810.443, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
En ese inventario no verifican los centenares de españoles, portugueses e italianos, que tras una existencia completa en la noble tierra de Simón Bolívar, han regresado al lar de sus orígenes, y ese éxodo nos recuerda el poema “Mi padre el inmigrante” de Vicente Gerbasi, el valorado poeta de Canoabo, estado Carabobo.
El documento público de la ONU recalca enfáticamente a su vez que Venezuela enfrenta una crisis humanitaria que ha motivado el flujo migratorio más significativo en toda la historia de la República.
Entre los ahíncos de afanes que envuelven a todo un ausente en sí mismo, hay un afluente de silencios y amapolas mustias, tintineo del aliento que gime en la oscuridad de su propia huida al tener que abandonar el suelo de su nacencia.
Ahora es el coronavirus pero ¿cuántas pestes ha sufrido la humanidad?
Adecuado sería recordar que ninguna pretensión del gobernante de turno, contraria a la ley natural, tiene valor. La naturaleza ha querido que todo ser humano sea libre, y no cabe suponer que los miembros de una sociedad se despojen de sus derechos para entregárselos a la voluntad de un individuo, drama que sucede ahora mismo en el lar que Rómulo Gallegos expresó al final de su inmortal obra Doña Bárbara: “¡Llanura venezolana! Propicia para el esfuerzo como lo fue para la hazaña, tierra de horizontes abiertos, donde una raza buena, ama, sufre y espera”.
Esos miles de compatriotas desplazados en busca de fronteras por mar y tierra representan el ramalazo desconsolado de una nación, cuya política ha sido una carcoma de proporciones espeluznantes.
Todo régimen que no resguarda a sus ciudadanos, y ha fragmentado violentamente el país, está condenado ante la historia. Los “tiranos banderas” del continente, ciegos de solemnidad, feroces de oficio, aunque pretendan demostrar impavidez, tintinean asustados en los aposentos del patio del pez que escupe el agua.
Toda odisea de expatriación es una desazón desde la alborada de los tiempos: dentro de cada persona hay la apetencia de hallar una tierra magnánima que tenga sabor a la que dejó atrás, aun a sabiendas de que muchos no llegarán, a cuenta de la dureza del sendero a recorrer.
Toda odisea de expatriación es una desazón desde la alborada de los tiempos: dentro de cada persona hay la apetencia de hallar una tierra magnánima que tenga sabor a la que dejó atrás, aun a sabiendas de que muchos no llegarán, a cuenta de la dureza del sendero a recorrer.
Nuestra persona, que ha sido toda ella emigrante, conoce los obstáculos y aldabas de las fronteras, y así, de tanto ver esos hitos sobre la raya del horizonte, sabe que todo desarraigo es una ruptura difícil de explicar. Es un ahogo que los años no ayudan a aplacar, y va postergando esperanzas que hablan de leche y miel tras las montañas que anhelamos cruzar.
Unos llegan, otros nunca, al volverse esa meta áspero viento de secano.
Aun con tanto padecimiento, el destino es seguir, ya que toda ruta está marcada para llegar hasta su final.
Antonio Machado, el poeta de la tarde mohína lo ha dicho: “Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar”.