Rafael Alba (ALN).- En los últimos cinco años, el precio de las entradas de los macroconciertos de rock adulto en España aumentó 123%, según un estudio de Ticketmaster. Los melómanos españoles pagaron una media de 52 euros por cada entrada en los espectáculos musicales a los que asistieron en 2017.
Ya se sabe que, algunas veces, los promedios pueden ser una bonita manera de enmascarar la realidad. Sobre todo si quien se enfrenta a la frialdad de los datos desconoce, en general, la materia a la que se refieren esos números. Quizá muchos de ustedes recordarán aquel cuento, tan demagógico como ilustrativo, en el que se cuestionaba la veracidad de algunas estadísticas sobre la base de que si una persona se come dos bocadillos y otra ninguno, la media mostraría que cada una de ellas habría comido uno. Por eso, con todas las salvedades del mundo, conviene tener esto en cuenta a la hora de enfrentarse, por ejemplo, a los guarismos incluidos en las conclusiones del I Observatorio de la Música en Vivo, celebrado recientemente en Madrid, auspiciado por Ticketmaster, una de las empresas más conocidas de las que operan en el negocio de la venta de entradas en todo el mundo. Generosa compañía, que ha exprimido sus bases de datos para proporcionar a la concurrencia una fotografía aproximada de las tendencias dominantes en el mercado español de la música en directo al cierre de 2017, el último periodo completo computado.
Ticketmaster ha exprimido sus bases de datos para proporcionar una fotografía aproximada de las tendencias dominantes en el mercado español de la música en directo al cierre de 2017
Unos bonitos y vistosos guarismos que siempre se agradecen y que quedan muy bien en los titulares de prensa, en los blogs y en las redes sociales. Pero a los que quizá deberíamos enfrentarnos con cierta cautela. Primero conviene hablar de la identidad del emisor de las estadísticas en cuestión. Nos parece necesario recordar al lector que la mencionada Ticketmaster es una gran marca internacional de venta de entradas, integrada desde hace años en Live Nation, la principal compañía global de música en directo. Una suerte de macroimperio, llámenla major si así lo desean, con presencia determinante en todos los subsectores del negocio, desde los macrofestivales al management, que cotiza en Wall Street y mantiene contratos de colaboración, exclusivos en algunos casos, con casi todas las grandes estrellas musicales del globo, desde esa artista sesentona que se llama Madonna a Los Planetas, los adalides españoles del indie de la década de los 90, santos venerados por los feligreses de la iglesia de los hispters.
Y, por supuesto, Live Nation es también un actor indispensable que se habría constituido en una parte fundamental de ese entramado corporativo sobre el que se sustenta la industria de la música global, al que las malas lenguas atribuyen la puesta en marcha de una dinámica devastadora para la cultura y la música, y maravillosa para el espectáculo y la rentabilidad obtenida por los fondos de inversión y otros intermediarios presentes en los mercados financieros. Ese proceso, cuyo resultado más visible puede ser el hecho de que hoy el 1% de los artistas acapare el 77% de los ingresos, según un reciente estudio sobre la desigualdad en el sector publicado por la revista estadounidense The Atlantic. Una de las publicaciones favoritas de ese grupo de liberales y demócratas en el que se agrupan los detractores de Donald Trump, el presidente de EEUU.
Una media de 162 euros en entradas
Y ahora pasemos a las cifras en cuestión. A tenor de los titulares que hemos podido leer estos días en los medios, en 2017 cada consumidor español de conciertos en directo habría gastado 162 euros en financiar el disfrute de su pasatiempo favorito y habría pagado unos 52 euros por cada uno de los recitales a los que asistió. La cifra, que habría aumentado ligeramente en lo que llevamos de 2018, supondría, por lo tanto, la asistencia de cada aficionado a unas tres convocatorias, poco más o menos. Pues bien, por la propia magnitud de la factura en cuestión podemos deducir, admitiendo la posibilidad de que estemos equivocados, que los shows de los que hablamos no habrían tenido lugar en esas salas de tamaño pequeño o mediano, o en uno de esos teatros entre 300 y 500 butacas, recintos de difícil supervivencia cotidiana en los que se realiza la mayoría de las actuaciones en vivo que tienen lugar en España. En esos locales, a los que tantas veces les hemos recomendado ir desde aquí, es bastante raro que la entrada supere los 25 euros (Leer más: Déjate seducir por la música en vivo en los templos de la noche madrileña).
De hecho, en la mayoría de las ocasiones ni siquiera se alcanza el 50% de esa cantidad. Y con alguna rebaja añadida de la que se benefician los que compran la entrada por internet de forma anticipada. Un 89%, según los datos recogidos en este mismo informe. Así que queda claro que las cifras de la filial de Live Nation sobre el mercado español no se refieren a este tipo de conciertos. Ni tampoco a los artistas que consiguen el sustento gracias a ellos. La sufrida clase media del sector. Una castigadísima categoría laboral a la que los nuevos hábitos de consumo musical que ha propiciado internet han puesto al borde de la desaparición. Valga otro ejemplo para demostrarlo. La próxima semana, un conocido cantautor español con predicamento en los circuitos alternativos realizará un concierto privado en un jardín de un chalet de la sierra madrileña donde sólo tendrán sitio 50 personas que por 60 euros, además de deleitarse con las canciones de su artista favorito, podrán disfrutar de una exquisita cena en su compañía. Todo un privilegio por la inmediatez, la cercanía y la intimidad que proporciona el formato.
Así que no resulta aventurado intuir que esos tres conciertos anuales a los que se refieren las estadísticas de Ticketmaster son eventos de otro tipo. Quizá actuaciones en grandes recintos correspondientes a artistas con capacidad de promover movilizaciones masivas. Superproducciones de estadio, con grandes coreografías, fanfarrias y fuegos artificiales, que poco tienen que ver con el hecho musical en sí. Sobre todo porque las entradas más baratas del pack, esas que rondan los 50 euros de los que hablamos, suelen dar derecho a ocupar plazas muy alejadas del escenario, desde donde ni se escucha ni se ve bien, con lo que más de un asistente a estas misas paganas debe esperar a ver el evento por televisión para saber lo que pasó. También están los festivales veraniegos, claro. Pero la limitación temporal les hace perder peso en el conjunto. Tanto que, de nuevo según Ticketmaster, este peso no supera el 11% de las compras totales de entradas. Mucho menos que el 85% correspondiente a los conciertos.
Bruce Springsteen y Arcade Fire
Hablamos, pues, de espectáculos, más parecidos a los partidos de fútbol que a aquello que, verdaderamente, podríamos definir como conciertos. Y que están protagonizados por un número muy restringido de artistas. En su mayoría estrellas internacionales que conocen bien la fidelidad del público español y la buena disposición a meter la mano en el bolsillo para participar en esta clase de fiestas. Quizá alguno de ustedes recuerde el consejo que recientemente le dio el veterano Bruce Springsteen a los jovenzuelos de Arcade Fire, que parecen pasar un mal momento por culpa de los golpes que la crítica ha propinado a Everything now, su último disco. El boss recomendó a las estrellas canadienses del indie que aguantaran refugiándose en países como España, donde los fans son fieles y los grandes conciertos de las figuras internacionales se llenan siempre. Lo dice, desde luego, por experiencia propia. Porque en más de una ocasión el propio Bruce ha compensado la falta de empuje de alguno de sus discos en EEUU con este tipo de giras por provincias tan rentables para el bolsillo como para el ego.
Lo que quizá no tuvo en cuenta Springsteen a la hora de aconsejar a Arcade Fire fue la edad de sus pupilos. La banda canadiense exhibe una edad media cercana a los 40 años, aún encuadrada en esa banda entre los 24 y los 44 en la que, según los datos del Observatorio, se encuentran los ciudadanos y las ciudadanas que más habitualmente deciden aprovechar las horas de ocio escuchando música en directo. Pero quizá no sean exactamente ellos y ellas quienes mejor soporten los elevados precios de las entradas de los que venimos hablando. Tal vez por culpa de la precariedad laboral en la que se encuentran. Por eso, dentro de la espiral alcista por la que transita en el último lustro el precio de las entradas de los conciertos, las subidas más considerables no han tenido lugar en los espectáculos de las estrellas del pop, más relacionados con el segmento juvenil del público. De hecho, en el periodo estudiado por Ticketmaster, el precio de estos tickets relacionados con los conciertos de pop rock comercial ha experimentado un aumento del 60%. Un 11% más que los de la categoría pop comercial, pero menos de la mitad del incremento experimentado por el coste de las entradas de los espectáculos de rock adulto (Springsteen, Bob Dylan, The Rolling Stones y compañía) que ha sumado un 123%.
Hay que ser justos y considerar el impacto del denominado IVA Cultural del 21%, que instauró el Gobierno del PP que presidía Mariano Rajoy, al inicio de su mandato en 2011 y que ha estado vigente hasta hace poco. Así que habría que descontar esa cantidad de los incrementos de precio de las entradas para hacerse una idea real de la parte de la subida que ha ido a parar al bolsillo de los grandes artistas, los promotores y los intermediarios. Tras la resta, el aumento del precio del que se han beneficiado estos viejos rockeros sólo sería de un 102%. Nada que objetar, desde luego. Es el público quien paga la factura y cada cual es libre de hacer con su dinero lo que quiera. Por lo menos, cuando hablamos de promotoras privadas. Quizá las cosas no estén tan claras cuando hay dinero público de por medio. O esa es la opinión del segmento cultural más izquierdista, que lleva tiempo oponiéndose a que determinados ayuntamientos subvencionen, aunque sea parcialmente, algunos certámenes que se celebran en ciertas capitales españolas, conocidos en el mundo entero, cuyos principales accionistas son fondos de inversión internacionales. Y hasta se atreven a poner en duda los informes que demuestran el impacto económico positivo que estos certámenes tienen en el territorio que se beneficia de su celebración. Ya se sabe cómo son los populistas.