Ysrrael Camero (ALN).- Las derechas españolas tienen una relación compleja con su pasado y con la política democrática. La elección de Pablo Casado como presidente del Partido Popular quiso ser un mensaje de renovación, al tiempo que marcaba un vínculo con el expresidente José María Aznar. Su retorno al centro parece empantanarse entre los escándalos de Bárcenas y el reto que plantean los ultras de Vox. No será una tarea sencilla, pero hay precedentes.
Tras ser superado por Vox en las elecciones catalanas, el Partido Popular (PP) ha decidido mudar el domicilio de su sede nacional, saliendo de la calle Génova. Lo que es parte de un esfuerzo por mostrar una imagen renovada, que acompañe el giro que Pablo Casado está tratando de darle a la principal organización de la derecha española.
No es la primera vez que las derechas encaran la tarea de renovarse; sin embargo, las condiciones parecen ser mucho más hostiles que en las ocasiones precedentes.
La Transición a la democracia fue liderada desde dentro de las mismas estructuras del franquismo. Adolfo Suárez, en la medida que impulsaba su reforma política para ir de la ley a la ley, del autoritarismo a la democracia, requería de un aparato político para participar en unas elecciones generales competitivas.
Esta fue la génesis de la Unión de Centro Democrático (UCD), donde se sintetizaban corrientes reformistas, socialdemócratas, liberales y democristianas, unidas alrededor de la idea de consolidar el cambio hacia la democracia.
Frente a la UCD se erguía una oposición de izquierdas que iba pasando de la clandestinidad a la legalidad, desde el Partido Comunista al PSOE, así como organizaciones de los nacionalismos periféricos, que habían sido perseguidas por el franquismo, como el Partido Nacionalista Vasco (PNV).
La síntesis histórica de los populares
Quedaba por resolver la representación del universo sociológico más conservador. Dentro del franquismo otros reformistas habían sido desplazados por Suárez. Entre ellos despuntaba el constitucionalista gallego Manuel Fraga, quien había sido flamante ministro de información y turismo durante la modernización.
Fraga también tuvo vocación reformista dentro del tardofranquismo, pero fue superado por la carismática personalidad de Suárez, que gozaba del favor del monarca. En la medida que se acercaba el momento de concurrir a unos comicios plurales, otros sectores del franquismo presentaron sus credenciales políticas para participar, pero ninguno tuvo la capacidad de Fraga para sumar aliados.
En octubre de 1976 consiguió agrupar a siete organizaciones políticas conservadoras en la federación de partidos de Alianza Popular (AP), obteniendo millón y medio de votos y 16 escaños en el Congreso en 1977. Superó a otras organizaciones provenientes del franquismo al abandonar el discurso nostálgico y arcaizante. Así, el gran mérito histórico de Fraga fue reconciliar a la derecha franquista con la nueva democracia.
Dos escollos tendrían que superar para alcanzar el poder: primero, la UCD de Suárez, y luego el PSOE de Felipe González, que llegó, con mayoría absoluta, al gobierno en 1982. La organización fundada por Suárez se fue disolviendo en sus propias contradicciones, permitiendo que AP se convirtiera en la principal fuerza de oposición. Sin embargo, tras dos victorias socialistas consecutivas, en 1982 y 1986, los populares se sumieron en una crisis interna, que llevó a su primera refundación.
Esa refundación implicó dejar atrás los recuerdos del franquismo. En 1987 asumió la presidencia Antonio Hernández Mancha, quien sentenció su suicidio político al fracasar en una moción de censura contra Felipe González teniendo el PSOE mayoría absoluta.
El fracaso precipitó vertiginosos cambios. Fraga retornó a la presidencia popular, incorporando en 1989 a líderes del Partido Liberal y la Democracia Cristiana. Esa capacidad de metabolizar a otras formaciones fue una de las claves de su éxito. Fraga impulsó finalmente a la presidencia a José María Aznar, mostrando un perfil más liberal, y cambiando su nombre al actual Partido Popular.
Ese PP sintetizó dos tradiciones políticas de las derechas españolas: una tradicionalista, de corte conservador, vinculada al nacional-catolicismo, con otra moderna y liberal, relacionada con nuevos sectores empresariales y financieros, abierta a un mundo en plena efervescencia neoliberal.
Dos almas en pugna, un partido en crisis
La pervivencia de la tensión entre las dos almas del Partido Popular se expresó con crudeza durante el enfrentamiento en Madrid entre el alcalde Alberto Ruiz-Gallardón, más liberal y progresista, y la presidenta de la Comunidad, Esperanza Aguirre, más conservadora y tradicionalista, que desembocó en la derrota del primero y la consolidación del poder de la segunda.
Pero los escándalos de corrupción y el reto independentista catalán incrementaron las tensiones dentro del PP, acabando con la paz interna y mermando la credibilidad de los ciudadanos. El tema catalán implicó la aparición de dos fenómenos políticos vinculados a una respuesta del nacionalismo españolista al independentismo catalanista. Por un lado, la nacionalización de Ciudadanos, que desplazó pronto el espacio que quería construir Unión Progreso y Democracia (UPyD), y por el otro, el salto de la ultraderecha de Vox.
Mientras Ciudadanos emergía con un perfil más liberal y moderno, Vox exacerbaba batallas culturales que los tradicionalistas habían venido perdiendo desde los 70. Las dos almas del electorado popular estaban siendo desgarradas.
El reto de Pablo Casado
En 2018 el enfrentamiento entre Soraya Sáenz de Santamaría, quien había venido de ser la vicepresidenta de Mariano Rajoy, y Pablo Casado, de las Nuevas Generaciones, que contaba con el aval de Aznar, pareció iniciar otra renovación.
La victoria de Casado tendría dos interpretaciones: por un lado, al ganar el perfil más joven, parece romper con la moderación funcionarial del período de Rajoy, pero también implicó el retorno al conservadurismo aznarista. Casado enlazaba las dos almas del PP.
Tras amagar con la derecha en la foto de Colón, retratándose con Santiago Abascal, y ser derrotado en las dos elecciones de 2019, Pablo Casado se propuso ejecutar un viaje al centro político, el lugar donde se ganan las elecciones. Mostró madera de estadista separándose de Vox durante la moción de censura, sustituyó a Cayetana Álvarez de Toledo como vocera parlamentaria por Cuca Gamarra y respaldó la vocería del alcalde José Luis Martínez-Almeida como perfil moderado.
Entonces, se atravesó Bárcenas, como temido fantasma del pasado, con acusaciones de corrupción que salpican a líderes históricos del PP, en momentos en que las elecciones catalanas se presentaban como un difícil reto. El desastre.
Necesita Casado un golpe de efecto que ratifique su imagen renovadora, que rompa claramente con la corrupción, pero que fortalezca al Partido Popular como la verdadera organización alternativa de la centroderecha.
Ante las dificultades para manejar la opinión pública, toma la decisión de abandonar la sede nacional de la calle Génova, queriendo mostrar que una mudanza física corresponde a una renovación política, enfatizando que “ese PP ya no existe”, pero, ¿qué hacer con tanta historia? ¿Puede seguir liderando la centroderecha sin reivindicar su historia? ¿Completa o por fragmentos?