Pedro Benítez (ALN).- Primero desmontan de manera poco presentable el Consejo Nacional Electoral (CNE) que ellos mismos designaron; luego amenazan (persona interpuesta) con más inhabilitaciones contra precandidatos presidenciales opositores; a continuación anuncian que no aceptarán la observación europea en las elecciones presidenciales de 2024, porque “a nosotros la Unión Europea (EU) no va a venir a darnos órdenes”; todo eso lanzando (aparentemente) por la borda las negociaciones comerciales en desarrollo con las autoridades de Estados Unidos y la UE. De esa manera los más destacados voceros del oficialismo comienzan la campaña electoral en Venezuela. Lo que se viene es una versión política de los juegos del hambre.
Con la infaltable consigna: “Ni por las buenas ni por las malas nos vamos de acá nosotros”, el chavismo gobernante coloca las primeras piedras en el camino de la sucesión de obstáculos que le prepara a la oposición, en su carrera por intentar relevarlo del poder político nacional. Tan evidente es la estratagema que antes, durante y después del debate efectuado esta semana entre ocho de los trece precandidatos de la Plataforma Unitaria (PU) el asunto fue el ineludible tema central. Al respecto, Andrés Caleca, Carlos Prósperi, Freddy Superlano y Tamara Adrián manifestaron que, ante los abusos planteados, están dispuestos a declinar sus eventuales candidaturas en favor de un tercero en caso de ser objetos de una inhabilitación. Delsa Solorzano, por su parte, ha propuesto acordar un orden de sucesión para enfrentar el espinoso asunto. Los citados parecen coincidir en que lo importante es la unidad opositora y aferrarse a la complicada ruta electoral.
Lógicamente, por ser la favorita en los sondeos y consecuente con su postura, María Corina Machado ha respondido a la amenaza con: “La inhabilitación no vale nada”. Obviamente ella está en su derecho de pelear “hasta el final” su habilitación. Sin embargo, ese intercambio civilizado de aspiraciones presidenciales opositoras puso de manifiesto que entre ellos hay dos visiones ante la evidente estrategia oficialista. Una es muy clara; la otra, la de María Corina, es, al menos, ambigua.
Definir ese tema será vital para la oposición venezolana; aunque, la verdad sea dicha, no tiene mucho de donde escoger. O intenta ir unida y ganar con amplitud la elección presidencial (con las reglas que imponga Nicolás Maduro) o va dividida con un grupo llamando a no participar en el proceso electoral del próximo año. Ese es el escenario 2018.
Pero si las opciones de la oposición son muy limitadas, las de Maduro, por estar en el poder, son más amplias. Puede jugar con los tiempos, con las reglas, con las expectativas de la población y con la libertad personal de sus adversarios.
Ante eso la única ventaja opositora consiste en la posibilidad de capitalizar el descontento de la población contra Maduro, que según los estudios de opinión es masivo, y concretarlo en un resultado electoral claro y amplio. Ante eso, no falta quien diga que la oposición debe primero tener un plan que asegure “cobrar” la victoria; es decir, votar tendría que ser parte de la estrategia.
Sin embargo, la oposición no tiene capacidad material de asegurar eso porque carece de los medios. A estas alturas debería quedar claro que en el caso venezolano no existe eso de las “amenazas creíbles”, que en el pasado reciente han consistido en el equivocado mensaje de amenazar a la Fuerza Armada Nacional (FANB), cohesionando a sus altos mandos alrededor de Maduro.
Lo que hasta ahora sabemos, lo que un cuarto de siglo de hegemonía chavista ha enseñado, es que han sido los triunfos electorales opositores (sólo dos nacionales, muchos regionales y locales) los únicos que han colocado al chavismo ante un dilema estratégico. Eso es lo que la oposición debe buscar en 2024. Por lo tanto, la premisa citada es equivocada. Votar no debe ser parte de la estrategia de la oposición venezolana; es su única estrategia.
Además, en Venezuela hay otro supuesto según el cual para el chavismo perder el gobierno es perder todo el poder. Esa afirmación debería, al menos, ser matizada. O para decirlo al revés, pensar que si el Polo Patriótico (PSUV + satélites) pierde una elección nacional lo pierde todo. Ese fue exactamente el error (el garrafal error) en el que incurrieron los jefes opositores en diciembre de 2015, cuando creyeron que por haber aplastado electoralmente al oficialismo en la elección parlamentaria el mandado estaba hecho y, a continuación, se enfrascaron en disputarse la presidencia de la nueva Asamblea Nacional (AN).
Eso es no entender que el chavismo tiene sus contradicciones internas (muy serias, por cierto), pero a la vez siempre tiene un plan B y no está dispuesto a rendirse.
Es más, entre sus filas se empieza a considerar la posibilidad de perder la elección presidencial. Ante ello su conducta no sería muy distinta, insistamos en ese ejemplo, a la ocurrido luego de la enorme victoria de los candidatos de la MUD en las elecciones parlamentarias de 2015; el CNE reconoció la victoria, se entregó la sede del Palacio Federal Legislativo, pero se vació de contenido político el resultado por medio del TSJ. ¿Por qué en el oficialismo se consideraría ahora una opción similar? Porque así salen de Maduro, que hoy es su principal problema.
Además, sus dirigentes también trabajan con su propia premisa. Una central es que la oposición es peor que ellos. Siempre estará dividida, es más débil y tiene menos determinación.
Por consiguiente, la oposición venezolana tiene que entender que está en la primera fase de una larga carrera con obstáculos, y debe explicarle eso al país. El chavismo es un elefante para comerse a pedacitos, que nunca se va a rendir, así pierda la próxima elección presidencial. A eso se dedica tarde, día y noche el primer vicepresidente del PSUV, el diputado Diosdado Cabello.
Lo que ocurre, es que la memoria colectiva venezolana sigue dominada por el mito del 23 de enero de 1958; un relato según el cual una buena mañana el dictador salió huyendo, y su régimen se derrumbó. La historia real, pero olvidada, es que la caída del general Marcos Pérez Jiménez fue sólo el inicio de un largo y complicado año lleno de incidentes, imprevistos, amenazas, rumores e intentos de golpes de Estado (uno de los cuales fue bastante sangriento). Ese fue un proceso que ni siquiera culminó con la hazaña personal que para Rómulo Betancourt constituyó ganar la elección presidencial de ese año y que luego que le entregaran Miraflores; sólo fue el inicio de otra etapa de dificultades políticas para la democracia venezolana, a la que le llevaría una década consolidarse.
El que crea que por sentarse en la silla presidencial las lealtades cambiaran automáticamente y todo cuanto ocurrió en este último cuarto de siglo se desaparecerá, se equivoca. A diferencia del perezjimenismo el chavismo sí tiene un fuerte anclaje político y social, aunque a muchos en la oposición les cueste aceptarlo. En ese sentido se parece mucho más al peronismo.
Si como movimiento se ve obligado a entregar Miraflores (con las ventajas tácticas del lavado de cara internacional que ello implicaría, pero también con sus riesgos) se queda con 17 gobernaciones de estado, más de 200 alcaldías, mayoría en la AN y en el TSJ, además de una presencia nada despreciable en la FANB. En ese escenario su apuesta consistiría en que ese Presidente no chavista sea consumido por las contradicciones propias de una oposición sedienta de revancha, y se demuestre incapaz de lidiar con la brutal crisis social y económica que recibirá. Contra él habría una feroz oposición.
Sirvan de ejemplos las turbulentas presidencias de Jeanine Áñez en Bolivia y de Pedro Castillo en Perú.
De modo que si Maduro tiene más opciones que la oposición, el chavismo tiene todavía más que él.
Lo que vamos a ver en Venezuela en los próximos meses en su lucha personal por sobrevivir políticamente. Sus peores enemigos no los tiene en la oposición, los tiene a su alrededor. Su plan maestro es que la oposición se divida y no vote. Es esa su tabla de salvación.