David Placer (ALN).- El venezolano Ricardo Arispe viajó hasta el desastre de Chernóbil en pleno invierno para retratar la soledad del peor accidente nuclear de todos los tiempos. Quiso plasmar el vacío más desolador, la nada, causada por el veneno radioactivo. Pero allí también descubrió otro veneno cuyos efectos todavía perduran: el del totalitarismo.
Cuando el fotógrafo venezolano Ricardo Arispe viajó hasta Chernóbil, decidió hacerlo en el más duro invierno. Todas las fotos que había visto de la zona devastada por el mayor desastre ambiental de la historia de la humanidad se habían tomado en verano. Por eso quiso plasmar otra realidad, otros colores y otra soledad: la del invierno en la fantasmagórica zona afectada.
Las tierras devastadas por el desastre de Chernóbil se han convertido en verano casi en una zona turística. Pero durante el invierno, la ciudad y sus poblaciones aledañas quedan sumidas en un blanco que todo lo cubre. Moverse es casi imposible. El esfuerzo para cruzar una carretera es titánico. A 40 grados bajo cero, las cámaras se congelan y los flashes no funcionan. No hay vida humana en kilómetros y no se percibe ningún tipo de sonido. Por eso, a veces hay que hablar solo y así comprobar que no se han quedado sordos.
Es un horror particular, muy distinto al que hubiese podido retratar a pocos metros en cualquier calle de Caracas. Pero Arispe quería descubrir los horrores silenciosos de los venenos de Chernóbil. Uno de ellos invisible, pero fácilmente detectable con cualquier aparato capaz de medir la radiactividad.
“Quería retratar ese horror, esa soledad absoluta en el invierno, con otra luz y otra realidad muy distinta a la que yo conocía. Es un lugar inhabitado, lleno de construcciones y casas fantasmas. Cuando llegué y vi esas estructuras vacías, casas, parques y piscinas donde entrenaban las glorias olímpicas de la URSS, sólo tenía una pregunta: ¿Por dónde comienzo?”, explica el fotógrafo.
En invierno, los controles y la seguridad se relajan. Entonces Arispe aprovechó para adentrarse en lugares prohibidos en los que ni siquiera sus guías se atrevían a entrar por riesgos de la radiactividad. El 90% de sus fotos, explica, se hicieron en lugares prohibidos.
El peligro no es tanto la cercanía a la radiactividad, sino el tiempo de exposición. El fotógrafo debía exponerse lo mínimo en los lugares con niveles de radiactividad críticos. Por eso llevaba su medidor cada vez que se adentraba en las zonas prohibidas.
Allí contempló la naturaleza en estado puro, una de las grandes paradojas del desastre. Los pájaros y animales llegaron de nuevo al sitio de donde habían sido expulsados. Ahora los lobos ocupan las casas abandonadas que se desmoronan tras 30 años de abandono.
Pudo captar la escultura de un Cristo radiactivo, los lugares en los que se hacía vida en la ciudad y hasta un silo abandonado donde se guardaban los misiles nucleares con capacidad para destruir un país como Ucrania. Allí escuchó el testimonio más demoledor en esa sociedad post-comunista. “Uno de los trabajadores de aquel lugar que sirvió de depósito y lanzamiento de misiles me dijo una frase que habla por sí misma: ‘yo no sabía que mataba personas, mi trabajo sólo era apretar botones’”, explica el fotoperiodista.
Pero Arispe también descubrió una sociedad que intenta recuperarse de las enormes heridas del totalitarismo, de un régimen que negó y escondió el verdadero alcance del accidente nuclear. Un gobierno que minimizó las consecuencias, que ocultó las causas y también las víctimas.
Miles de supervivientes de Chernóbil fueron desplazados a otros lugares de la URSS y algunos de ellos fueron enviados a Cuba, en ocasiones bajo protección y con identidades modificadas. El hermetismo de la peor catástrofe nuclear debe ser ocultado incluso tres décadas después.
“Uno de los trabajadores de aquel lugar que sirvió de depósito y lanzamiento de misiles me dijo una frase que habla por sí misma: ‘yo no sabía que mataba personas, mi trabajo sólo era apretar botones’”
Las fotografías de su dura expedición han quedado reflejadas en su libro 30 años después de Chernóbil, donde las imágenes de la devastación, cubierta con nieve, están impresas con ese color tan detestado por los fotógrafos: el blanco 255, el blanco irreal, puro, imposible.
Con esa tonalidad, Arispe plasmó también la ilusión comunista, el ideal imposible que se hizo trizas por una planta nuclear mal gestionada. Y descubrió esos supervivientes, cuatro octogenarios que se han negado a salir de sus casas y que viven del agua y los alimentos extraídos en una tierra contaminada con la radiactividad.
También aprovechó el viaje para visitar los lugares de la revuelta de Maidán, las protestas callejeras que terminaron por derribar el gobierno del pro-ruso Víktor Yanukóvich. Allí, los estudiantes se organizaron junto a distintos sectores de la sociedad civil con un único propósito: ocupar las calles hasta provocar la caída del gobierno.
“Eran conscientes de que serían asesinados por las fuerzas armadas. Entonces, los mayores, los abuelos, quienes decían que ya habían vivido suficiente, salieron al frente como mártires. Hoy, las barricadas se convirtieron en monumentos y los caídos son héroes nacionales. Y en el país está prohibida cualquier propaganda que enaltezca el comunismo”, explica Arispe.
Ucrania, el país que proclamó por ley la prohibición del comunismo y de los partidos que lo representan, sigue contemplando con sorpresa cómo cuatro octogenarios de la zona catastrófica pudieron sobrevivir 30 años a los altos niveles de radiación.
Se negaron a abandonar sus casas, como ordenó el gobierno. Prefirieron resistir para no perder lo único que tenían: sus casas y sus terrenos. Hoy todos son ancianos que viven de la autoproducción y de las ayudas de los foráneos y turistas. Son los últimos supervivientes de otro veneno: el totalitarismo, la ideología llevada hasta los extremos más insoportables.