Pedro Benítez (ALN).- Cuando se repasa las transiciones de regímenes autoritarios a democráticos se tiene la impresión de que aquellos fueron procesos ejemplares, casi perfectamente concatenados, con actores tomando decisiones racionales, movidos por el desprendimiento personal en beneficio del propósito colectivo y con resultados lógicos e inevitables. De esa manera lo presentan los manuales de historia. Pero los acontecimientos humanos nunca son así.
Todos estos procesos estuvieron atravesados por las pasiones humanas, las dudas, los miedos, los errores de cálculo (de lado y lado), la rencillas, los celos y los odios; también por circunstancias que nadie controlaba y acontecimientos imprevistos. Y, por supuesto, no puede faltar la pimienta que sazona esos relatos: la ambición por el poder.
Por ejemplo, durante más de una década la oposición chilena estuvo profundamente dividida como consecuencia de las disputas ocurridas bajo el gobierno de la Unidad Popular (1970-1973).
La izquierda acusaba (con bastante razón, por cierto) a la democracia cristiana de haber promovido y avalado el golpe militar; y, por su parte, entre los socialistas (el partido del malogrado ex presidente Salvador Allende) se reprochaban mutuamente por haber jugado irresponsablemente a la revolución bolchevique. Corría la primera parte de los años ochenta del siglo pasado, días en los cuales Venezuela era un oasis de estabilidad democrática en un continente plagado de dictaduras militares, cuando el ex presidente Luis Herrera Campíns facilitó un encuentro entre los opositores chilenos a fin de ayudarlos a ponerse de acuerdo en una estrategia común. En algo se avanzó, pero no del todo.
Frente común
Con muchas dudas, y casi a última hora, los partidos tolerados por Augusto Pinochet decidieron participar en frente común en el plebiscito de 1988 mediante el cual el general/presidente buscaba legitimarse en el ejercicio del poder que había tomado a sangre y fuego tres lustros antes. En 1980 el gobierno militar chileno había destruido los registros electorales y en esas condiciones se efectuaron dos plebiscitos. El de ese año que aprobó la Constitución y el siempre citado de 1988 que, como sabemos, interrumpió la continuidad del dictador como jefe de Estado y lo obligaba (según su propio texto constitucional) a convocar elecciones presidenciales.
Al día siguiente de haber ganado contra todo pronóstico el plebiscito, y saber que la junta militar aceptaba el veredicto de las urnas, comenzó la competencia entre los partidos de la Concertación para ver quién de sus dirigentes se sentaría en la silla presidencial del Palacio de La Moneda. No había terminado la dictadura, pero todos tenían la mirada puesta en la piel de oso por cazar.
Para satisfacción de Pinochet esa disputa la protagonizaron ante los micrófonos de los medios de comunicación, Gabriel Valdés, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, Enrique Silva y Patricio Alwyn. Con el régimen de facto en pleno ejercicio del poder, con presos políticos y exiliados. Ganó el más conciliador de todos y el que menos muestras de aspiraciones había manifestado. Aspirar sin parecer que se está aspirando. Todo un arte.
Según ha recordado Ricardo Lagos la única vez que vio a Alwyn perder la paciencia fue cuando él mismo le cuestionaba los términos de la negociación con los representantes del gobierno militar de las reformas introducidas en 1989 a fin de “perfeccionar” la Constitución. Conformada por 16 partidos, aquella alianza seguía dividida por un tema central: la actitud ante el régimen de Pinochet. Entre aquellos que pragmáticamente se inclinaban por aceptar las reglas de juego impuestas por él, porque no había otra opción realista y los que interpretaban el triunfo del No en la consulta del 1988 como el rechazo popular contra su régimen.
Además, el combativo Partido Comunista chileno se fracturó cuando su dirección optó por desechar la lucha armada en favor de la salida política. Lo que quedaba de su brazo armado, el diezmado Frente Patriótico Manuel Rodríguez, siguió actuado por su lado, con lo que objetivamente saboteaba la estrategia electoral de la Concertación y reforzaba la opinión del sector más inmovilista del régimen militar que alentaba a Pinochet a no entregar el poder. Por su parte, este sector siguió aplicando atentados selectivos contra dirigentes del MIR.
Lo demás es historia conocida porque la democracia retornó a Chile (con Pinochet como comandante del Ejército ocho años más), pactando con él una nueva consulta popular que reformó el texto constitucional, y con las dos mejores décadas que ha tenido ese país en toda su historia (1990-2010). Sin embargo, en medio del “estallido” de octubre de 2019 una parte apreciable de los chilenos le seguía reprochando a Patricio Aylwin por aquella frase que resumía su política: “en la medida de lo posible”.
Una transición ejemplar
Veamos otro caso de una transición ejemplar, pero que cada vez más gente cuestiona dentro del propio país: la España post franquista.
Durante las conversaciones previas que en 1976 promovió el jefe de Gobierno designado por el rey Juan Carlos, Adolfo Suarez, con los partidos todavía ilegales pero tolerados, salió a relucir una disputa de cuyos detalles el público no conocería sino hasta varios años después. El verdadero adversario de Felipe González y Alfonso Guerra no eran los herederos del general Francisco Franco, cuyos restos mortales habían sido depositados el año anterior en el Valle de los Caídos, sino el Partido Comunista (PCE) de Santiago Carrillo, bestia negra del fallecido dictador. Los líderes socialistas sabían de antemano que en España habría elecciones más o menos libres, pero el temor de los dos era que en el primer resultado electoral se repitiera el cuadro de la vecina Italia con los comunistas como el partido preferido de los trabajadores y la principal (de lejos) alternativa a la izquierda. Por eso maquinaron con Adolfo Suarez retardar todo lo que se pudiera la legalización de los camaradas que había sido el único grupo que resistió la dictadura de principio a fin.
De paso, Felipe y Guerra sostenían otra disputa con Enrique Tierno Galván y Rodolfo Llopis por el control de la marca socialista.
De modo que las primeras elecciones democráticas desde de la guerra civil (cuarenta años antes) fueron, en realidad, una competencia entre el PSOE (apoyado por los socialdemócratas suecos y alemanes) y el resto de la izquierda, más que un intento serio por derrotar a la derecha reformista de que venía a lavar su imagen de leal servicio al dictador.
Tal como lo narra magistralmente Javier Cercas en Anatomía de un instante (2009), el hoy reivindicado Adolfo Suarez tampoco le jugó limpio a sus rivales potenciales dentro de la derecha. Al destacado diplomático y catedrático José María Areilza, quien por entonces parecía destinado a conformar una derecha demócrata cristiana al estilo de Europa Occidental, le quitó (literalmente) su coalición, incluyendo la denominación; traicionó a Torcuato Fernández de Miranda, auténtico arquitecto de la Transición; y le cerró el paso a Manuel Fraga, quien años después sería el padrino político de José María Aznar.
Cuatro años después su propio partido, la Unión de Centro Democrático, le daría, a su vez, la “patada histórica” al advenedizo y ambicioso Suarez.
Nada que extrañar, después de todo la política es la lucha despiadada por llegar y conservar el poder.
Patrones de conducta
De ahí a donde lancemos la mirada, apreciaremos cómo los patrones de conducta se repiten. En México, en la elección presidencial del año 2000, siendo la primera oportunidad de derrotar al PRI en 70 años, no hubo forma ni manera que el PAN (a la derecha) y el PRD (a la izquierda) se unieran; sus candidatos, Vicente Fox y Cuauhtémoc Cárdenas intercambiaron palabras nada amables hasta la semana previa a los comicios. En Sudáfrica es bastante conocido cómo Nelson Mandela tuvo que imponerle en 1990 a su propio partido, el Congreso Nacional Africano, el acuerdo con Frederik de Klerk (el verdadero arquitecto de esa transición) y hasta se divorció de su esposa Winnie Mandela. Pese a la grandeza de Mandela, a la larga la élite que gobernaba en nombre de la minoría blanca fue remplazada por otra élite que ha gobernado ininterrumpidamente desde 1998 en nombre de la mayoría negra, instaurando un régimen bastante corrupto.
Lo cierto es que el Apartheid tiró la toalla cuando se hizo evidente que sin el apoyo de Estados Unidos (le impuso un embargo de armas) se abocaba a una derrota militar, luego de perder la batalla de Cuito Cuanavale a manos de las tropas cubano/angoleñas que dirigía el general
Arnaldo Ochoa. Algo similar ocurrió con todas las dictaduras militares de Latinoamérica, cuando Washington les retiró el respaldo quedaron sentenciadas. En Europa oriental la apertura política se hizo posible en el momento en cual Mijaíl Gorbachov le hizo saber a sus colegas del campo socialista que las tropas soviéticas no los respaldarían más y les sugería hacer elecciones democráticas. El único que no atendió su consejo fue el rumano Nicolae Ceaușescu quien terminó fusilado, junto con su esposa, luego de un apurado juicio sumario organizado por sus camaradas del Comité Central (elegidos por él) que buscaron así salvar el pellejo en medio de un levantamiento popular.
Y por razones de espacio mejor no detallaremos aquellas transiciones que ocurrieron luego, y no antes, de desenlaces de fuerza: Venezuela 1958 y Portugal 1974.
Sí, la historia de las transiciones a la democracia (las que tuvieron un feliz desenlace y las que no) dan una enorme cantidad de lecciones muy útiles. Ninguna se parece totalmente a las otras, aunque hay patrones similares. Eso sí, se ven más bonitas desde lejos que vivirlas. Todas imperfectas, como la naturaleza humana.
@PedroBenitezf