Rafael Alba (ALN).- Las plataformas de streaming apuestan ahora por los podcasts especializados como elemento indispensable para diferenciar la oferta. En el último trimestre Spotify ha invertido más de 391 millones de euros para adquirir tres compañías especializadas en la creación y difusión de programas de radio a la carta.
Era (y aún es) el sueño de muchos ejecutivos de la industria de la música global. La posibilidad de que existiera algún día un mundo ideal en el que hubiera desaparecido para siempre la figura del crítico. Ya saben, hablamos de esos malvados intermediarios entre los artistas, el producto (también conocido como la obra) y el público. Unos plumillas o locutores de radio, fundamentalmente, que osan poner calificaciones a lo que escuchan y adjudicarle notas. Un grupo de atrevidos ignorantes incapaces de comprender que las estrellas que llenan estadios no tienen que someterse jamás a ningún examen. Al contrario. La obligación de los medios de comunicación es rendirles siempre la debida pleitesía. Que para eso son los que proporcionan lectores, likes y retuits a los periódicos, las páginas webs y las emisoras que se portan bien. Y casi todos los rebeldes claudican, por supuesto. Antes o después y de una u otra manera. Pero siempre queda un pequeño e irreductible grupo, cada vez más acorralado y con menos influencia, que se empeña en hacer justo lo contrario. En poner en duda la calidad y la relevancia cultural de los grandes superventas, los discos más escuchados y las giras favoritas de los aficionados.
Estas colecciones de canciones seleccionadas por algoritmos, o por curadores profesionales, parecían ser la gran apuesta estratégica de futuro de las principales plataformas. En especial de la ubicua Spotify. Y con su advenimiento, la desaparición de los críticos y los especialistas casi se daba por hecha una vez más
Una verdadera lata para los ejecutivos de las discográficas y las promotoras de conciertos en directo y también para los sufridos trabajadores de los departamentos de publicidad de algunos grupos de medios de comunicación. Una raza poco favorable a la supervivencia de conceptos trasnochados y viejunos como la independencia de criterio y escasamente capacitada para diferenciar conceptos tales como promoción pagada, propaganda y crítica, cuando toca analizarlos en función de los ingresos corporativos y las cuentas de resultados. Esa tensión entre vendedores de espacio en los medios, sus clientes y los airados especialistas dispuestos siempre a mantener sus indeseables controles de calidad es todo un clásico. Y habitualmente se ha ido resolviendo siempre a favor del primer y más poderoso grupo. Las técnicas de muestreo de los gustos de las audiencias y los formatos repetitivos como la omnipotente radiofórmula contribuyeron por años a situar cada vez más cerca el sueño de la extinción final de la crítica. Por fin parecía posible.
Pero nunca estuvo tan cerca de convertirse en realidad como pasó hace un par de años, cuando las nuevas tecnologías surgidas con la generalización de internet y la consolidación del streaming de audio como fórmula favorita de consumo musical de las nuevas generaciones instauraron el reinado de las playlists. Estas colecciones de canciones seleccionadas por algoritmos, o por curadores profesionales, parecían ser la gran apuesta estratégica de futuro de las principales plataformas. En especial de la ubicua Spotify. Y con su advenimiento, la desaparición de los críticos y los especialistas casi se daba por hecha una vez más. Tal vez porque esta nueva radiofórmula, un producto de pago si se quiere consumir sin publicidad, no requiere ni siquiera del concurso de incómodos locutores. Los sistemas automáticos de análisis del big data agrupan música y canciones en función de sus características rítmicas y melódicas y preparan menús interminables para maridar las secuencias de sonido con actividades, estados de ánimo o circunstancias climáticas.
Las playlists y la crítica
Todo muy del gusto del consumidor y extremadamente rentable también para los agregadores digitales y las discográficas. Quizá porque el oyente de playlists suele ser más bien un consumidor pasivo, con poco interés real por la música que escucha. Para él se trata de un simple acompañamiento que compatibiliza con otros intereses y actividades, de modo que al no poner demasiada atención real a lo que suena, es fácil que las canciones se sucedan mucho tiempo, a veces horas como pasaba con los antiguos servicios de hilo musical, y los clicks se multipliquen. Es, en principio, el tipo de cliente ideal, porque no discrimina, ni selecciona y mantiene la máquina registradora en marcha. De modo que, a pesar de que según las estadísticas de la consultora especializada Midia Research sólo el 10% de los usuarios de las plataformas de streaming consume habitualmente este tipo de producto sonoro, su rendimiento es máximo, por la cantidad de escuchas que proporcionan.
En los últimos tiempos Spotify ha adquirido Gimlet, Anchor y Parcast, tres compañías especializadas en la producción y difusión de podcast, ese formato que permite el consumo a la carta de programas de radio, por 391 millones de euros en total
Pura música de fondo, descontextualizada, y en la que no importaba, en absoluto, ni la identidad del autor ni el intérprete, ni la forma en que cualquier canción había llegado a ocupar un lugar destacado o secundario en cada selección concreta, porque las características de la sucesión musical ofertada, basadas en los modos aleatorios de escucha, eliminaban cualquier intento de jerarquización con criterios de calidad. Los algoritmos sólo tienen en cuenta los etiquetados y las categorías, además de las canciones con un mayor número de streams acumulados. Puede tratarse de música para dormir, para correr, para las tardes de verano, o las mañanas de otoño. O bien de recopilaciones con el mejor pop acústico, las grandes baladas del heavy metal, los grandes éxitos del trap… Y así hasta el infinito. Y con el detalle de clase añadido de que el algoritmo parece capaz de tejer trajes sonoros perfectos a la medida del oyente en función de sus preferencias, combinando las características habituales de sus elecciones en cuanto a artistas concretos, o estilos musicales favoritos.
Aquello era un auténtico disparo contra la línea de flotación de la crítica, por supuesto, cuya posible utilidad como proveedora de pistas para el degustador de delicias sonoras volvía a estar en entredicho. Y esta vez parecía que la cosa iba de verdad en serio. Sin embargo, ese mundo ideal tenía también un lado oscuro. La estrategia de despersonalizar la música había sido perfecta para todos los implicados en ella como fórmula de implantación de las plataformas de streaming. Pero una vez superada esta primera fase de expansión indiscriminada, esa misma fórmula infalible empezaba a convertirse en un pesado lastre para casi todos. En primer lugar para los artistas, incluidas esas grandes estrellas globales que habían luchado más que nadie por terminar con los periodistas especializados. Puede ser que sus canciones se escuchen más que las de cualquier otro en ese mar de músicas de fondo que les hemos descrito y también que la multiplicación de los streamings asegure los ingresos correspondientes. Pero a cambio, su marca, su sello personal queda diluido de tal forma que la irrelevancia puede ser el siguiente paso.
Spotify y las radiofórmulas
Tengámoslo claro. Para este tipo de oyente pasivo que busca, por ejemplo, canciones de ritmo frenético para apoyar su asistencia a las clases de zumba, ningún artista es más imprescindible que otro. Cierto que la repetición de un tema determinado puede generar el mismo tipo de adicción a medio plazo que conseguían los famosos discos rojos repetidos hasta la saciedad varias veces por hora y a diario en las viejas radiofórmulas. Pero ahí faltaba algo. El tipo de elemento diferenciador capaz de crear una imagen de marca y un relato épico compartido por la afición. Esa literatura adyacente y, en principio, accesoria que, sin embargo, resulta indispensable cuando lo que se pretende es conseguir que el trabajo de un artista concreto o su repertorio forme parte de la mitología del pop. Algo tan indispensable como la necesidad de mantener un starsystem conformado por figuras reconocibles y con capacidad de seducción para los distintos públicos de nicho que se mueven en las redes sociales.
Pero este formato requiere locutores expertos y con credibilidad acreditada para funcionar de verdad. Tipos con conocimientos históricos, voces atractivas y capacidad de entretener a la concurrencia. Lo probable es que se conviertan en sus tablas de salvación definitivas
Además, la supervivencia y la buena salud del negocio también requieren algo más. Un elemento de diferenciación para las propias plataformas de streaming, obligadas a especializarse y a proporcionar contenidos exclusivos para sobrevivir y disponer de fortaleza competitiva en el contexto actual marcado por la dificultad de conseguir clientes de pago para la música y por la propia homogeneización de la oferta que ha generado el uso y abuso de las playlists. Algo que, de momento, no parece estar todavía al alcance de ningún algoritmo. Así que, contra todo pronóstico, los mismos ejecutivos que no dudaron por años en buscar la mejor manera de terminar con los críticos y en domesticar a los profesionales díscolos de los medios de comunicación encabezan ahora una inesperada estrategia que busca su rehabilitación. Por lo menos, en parte. Un esquema que tiene mucho que ver con la apuesta por los podcasts que están llevando a cabo en los últimos tiempos.
Mientras las cadenas de radio musical no terminan de desmontar sus radiofórmulas zombis, Spotify ha aprovechado el desconcierto para construirse una nueva autopista hacia el dominio del mercado a golpe de chequera. En los últimos tiempos ha adquirido Gimlet, Anchor y Parcast, tres compañías especializadas en la producción y difusión de podcasts, ese formato que permite el consumo a la carta de programas de radio, por 391 millones de euros en total. Algunos expertos consideran el formato podcast, como el verdadero momento Netflix del streaming sonoro. Pero requiere locutores expertos y con credibilidad acreditada para funcionar de verdad. Tipos con conocimientos históricos, voces atractivas y capacidad de entretener a la concurrencia. De modo que si en los 80, a pesar del éxito de la canción de The Buggles, el vídeo no fue capaz de matar a la estrella de la radio, parece que en el siglo XXI las plataformas de streaming tampoco servirán para exterminar a los críticos. Más bien al contrario. Lo probable es que se conviertan en sus tablas de salvación definitivas, porque no sólo tendrán que apresurarse a conservar la especie, además tendrán que asegurarse de su supervivencia y hasta generar un caldo de cultivo propicio para que crezca una nueva generación de especialistas rebeldes y con criterio, capaces de seleccionar la música que difunden y apoyan. O eso piensan algunos expertos, dispuestos a subirse en esa ola y aprovechar los vientos favorables. Habrá que cruzar los dedos y desearles suerte.