Pedro Benítez (ALN).- La noche/madrugada del 11 al 12 de abril de 2002 sólo dos jefes militares se restearon con el ex presidente Hugo Chávez: Raúl Isaías Baduel, al frente de la Brigada de Paracaidistas de Maracay y Cliver Alcalá Cordones, comandante del Batallón de Tanques Bravos de Apure, ubicado en el Fuerte Mara. El resto o no le atendió el teléfono o buscó excusas en esa hora crítica.
Unos porque estaban metidos en alguna de las distintas tramas golpistas de esos días, otros porque se acobardaron. ¿Y los civiles? Los que hoy están al frente de la averiada nave del Estado venezolano que en diciembre de 2012 recibieron como herencia, se escondieron o huyeron rumbo a la frontera con Colombia. Ni siquiera estuvieron presentes en la “toma” de Miraflores del 13 de abril. Por cierto, mientras los chavistas eran presas del pánico, un grupo de diputados opositores se aprestaban, en los pasillos del Palacio Federal Legislativo de Caracas, a resistir el decreto de disolución de los Poderes Públicos leído por Pedro Carmona. El miedo es libre. Esos son los mismos personajes que le advierten al imperialismo estadounidense que defenderán la dignidad nacional hasta con la última gota de sangre de los demás.
A Baduel el chavismo lo borró de la historia. Precisamente a quién lo devolvió al poder. Hasta se ha editado la versión en castellano de la Wikipedia referida a “Golpe de Estado en Venezuela de 2002” a fin de que su nombre no aparezca. Lo mismo con fotografías e imágenes alusivas a esos días que todos los años divulga la señal de Venezolana de Televisión. La misma táctica que Iosif Stalin le aplicó Lev Trotski, artífice de la revolución bolchevique. No es casualidad.
El caso de Cliver Alcalá
En cuanto al M/G Cliver Alcalá, hoy se le reescribe la biografía. Nada que recuerde que fue parte del núcleo duro del chavismo dentro de la FANB. No se encuentra detenido y condenado por acatar la orden presidencial de “colaborar” con la FARC, sino que, puesto a escoger, entre entregarse a sus ex compañeros de ruta o la Justicia de Estados Unidos, optó por la segunda. Saque usted la cuenta. De lo contrario le esperaba el destino de Baduel, o de Miguel Rodríguez Torres, o de Tareck El Aissami. Solo por mencionar tres, ya que la lista es larga y promete crecer.
Rodríguez Torres, ex ministro del Interior de Nicolás Maduro y ex jefe de inteligencia de Chávez, fue arrestado en marzo de 2018 por funcionarios de la misma policía política que creó. Recluido en una Cárcel Especial de Fuerte Tiuna, fue uno de los presos políticos a quien se le aplicó mayor saña. Víctima de la misma trampa que contribuyó a crear.
El manual de procedimientos, importado vía Cuba, indica que hay que ser implacable con los antiguos subordinados para que sirva de escarmiento; más que con la oposición, con sus propias filas. El mensaje es claro, en el régimen nadie está a salvo de la máquina represiva, ni siquiera el más encumbrado de los jerarcas. Todo el mundo está bajo sospecha. Todos sus ministros, gobernadores, alcaldes, jefes militares y funcionarios se ven unos a otros intentando adivinar quién será el próximo.
El miedo puertas adentro es una de las claves (probablemente la más importante hoy) que explica que Maduro aun siga en el poder.
Otro caso emblemático
Otro caso emblemático es el de Rafael Ramírez, ex presidente de PDVSA, ex ministro de Petróleo, el hombre a quien más poder entregó Chávez. Desde hace años hay una cacería en su contra por parte de los servicios de inteligencia venezolanos. Se supone que se encuentra en Italia, pero no disfrutando de un exilio dorado, sino escondiéndose de la persecución. La vocería oficial (la Fiscalía) lo acusa de exactamente lo mismo de lo que lo señaló la oposición por años: ser el principal operador de la gigantesca trama corrupta montada por el chavismo desde PDVSA. Él fue el administrador de la caja.
Mientras que, por su parte, cada vez que puede, él acusa al actual señor de Miraflores de haber “traicionado el legado del comandante”.
Si lo que cada uno dice del otro es cierto, pues no hay nada que rescatar de ese legado.
Por supuesto, ni Rodríguez Torres ni Ramírez son víctimas inocentes. Los dos colaboraron para consolidar la actual situación que padece Venezuela. En algún momento el poder percibió que los dos eran una amenaza. Y es obvio que también en algún momento los dos conspiraron.
Cada uno es un capítulo del proceso de autodestrucción del régimen chavista.
El Aissami no es un caso aislado
Por lo tanto, Tareck El Aissami no es un caso aislado. Es parte del mismo proceso. Hay que ser de una ingenuidad muy enternecedora para creer que su caída es parte de una campaña anticorrupción surgida de un repentino ataque de pulcritud en el manejo de los recursos públicos. Cae por una disputa de poder. De hecho, la Fiscalía señala que ese fue su auténtico móvil.
¿Por qué lo presentan ahora? Porque Maduro transita de aquí al 28 de julio (y días sucesivos) por una zona de peligro. Todo proceso electoral es potencialmente desestabilizador para él. Tiene que apretar las tuercas internas y cerrar las posibles fugas. Por lo tanto, sí, es un mensaje interno. Hacia su propia gente. Se ha purgado, se purga y se purgará. Una y otra vez. Es una puesta en escena, pero no es un show, es real.
No es casualidad que la disputa haya sido por el control (de lo que va quedando) de PDVSA. Lo mismo que pasó con Ramírez hace una década. El origen de la crisis de abril de 2002 fue por la determinación (finalmente triunfante) de Chávez de controlar ese gigantesco, eficiente y autónomo Estado dentro del Estado, que tan incómodo fue para los gobiernos civiles de la última etapa del régimen de la democracia representativa.
El Aissami acumuló mucho poder (PDVSA, CVG, etc) y se hizo incomodó para el grupo emergente, los hermanos Rodríguez. Ex ministro de Interior, ex gobernador, aliado cercano y ex Vicepresidente ejecutivo, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos lo incluyó en la lista de los más buscados a raíz de una sentencia de la Corte Federal de Manhattan. Fue el primer dirigente chavista en 2017 que lanzó a Maduro a la reelección del año siguiente, rompiendo así con un tema que por entonces era tabú en el oficialismo. Y en 2020, en plena pandemia, consiguió aquellos cinco buques iraníes cargados de gasolina que llegaron al país desafiando las sanciones comerciales dictadas por Donald Trump. Por y para eso lo designaron al frente de la alicaída industria petrolera nacional. Fue el héroe salvador del momento.
Todo esto es el recuento de un proceso de destrucción, porque uno puede entender que llevar a su mínima expresión al sector privado, para hacer que el resto de la sociedad dependiera de la mano del “ogro filantrópico”, fuera esencial en el propósito hegemónico del chavismo. Una lógica perversa, pero, a fin de cuentas, lógica de poder. Lo que no ha tenido ningún sentido es la destrucción de la industria petrolera estatal que ha financiado todo ese proyecto de poder nacional e internacional desde 1999. Pero es eso lo que, precisamente, han conseguido los herederos en un ciclo de acción y reacción que, a todas luces no les conviene.
Y no es por culpa de las fulanas sanciones; allí tenemos los ejemplos de Rusia e Irán, sancionados y enfrentados a Occidente, pero con sus respectivas industrias petroleras en pie. La CIA no le puso una pistola en la cabeza a Ramírez para que sobreendeudara (sic) a PDVSA, le dejara de hacer mantenimiento a las refinerías y entregara el contrato de seguros a su primo, así como tampoco obligó a El Aissami a defalcarla. Aquí está la clave para explicar el destino del chavismo. La codicia por el poder y el dinero, es un pecado que nos ciega.
Es un proceso de autodestrucción. Más que a la oposición, más que a Juan Guaidó o a María Corina Machado, incluso más que a la Casa Blanca, a lo que más se teme en Miraflores es a la gente que se pasea por sus pasillos. ¿Quién conspira? ¿Quién es el próximo traidor? ¿Quién o quiénes serán los próximos Rodríguez Torres, Rafael Ramírez, Manuel Cristopher, o Hugo Carvajal? ¿Cuántas Luisa Ortega Díaz quedan aún dentro de la estructura del régimen? Leales nunca, traidores siempre.