Pedro Benítez (ALN).- A veces pareciera que los asuntos humanos estuvieran condenados a repetirse. La noche del 20 al 21 de agosto de 1968 más de 200 mil soldados y dos mil tanques, de cinco países socialistas liderados por la por entonces todopoderosa Unión Soviética (URSS), invadieron Checoslovaquia, un país que se suponía era aliado de ellos, y depusieron violentamente a su gobierno.
¿El motivo? Poner fin a las modestas reformas liberalizadoras que siete meses antes había iniciado Alexander Dubček, primer secretario del Partido Comunista de ese país. Libertad de expresión y de movimiento, fin de la represión política, cierto grado de democratización y descentralización administrativa, así como una modesta apertura económica, fueron una muy corta etapa de libertades públicas y florecimiento cultural que los checoslovacos no habían conocido en décadas y que se conocería como la Primavera de Praga.
Dubček, su autor político e intelectual, no pretendía abolir el modelo comunista, solo reformarlo. Tampoco cambiar de bando pasándose al campo occidental capitalista. Tan solo intentó ensayar lo que él mismo bautizó como un “socialismo con rostro humano”. Un socialismo sin la represión de la policía política, sin el control burocrático de la sociedad, sin alambradas ni muros para evitar que la clase trabajadora escapase del Paraíso. Exactamente lo que Mijaíl Gorbachov intentaría hacer casi dos décadas después en la misma Unión Soviética.
Pero en 1968 aquello resultó inaceptable para los dirigentes soviéticos en Moscú. Consideraron como una amenaza a sus intereses, y a la seguridad nacional de la URSS como gran potencia, si un país que controlaban se pasaba al bando occidental (aunque esto nunca estuvo planteado). Exactamente lo que hoy Vladimir Putin alega en su invasión a Ucrania.
Lo que la Unión Soviética escondía en realidad era el tradicional impulso imperial ruso de controlar a sus vecinos que los comunistas, que habían tomado el poder en 1917, habían continuado bajo otro empaque. El líder soviético Leonid Brezhnev acuñó una doctrina que llevó su nombre y según la cual ningún país comunista podía abandonar ese régimen político.
Los invasores dijeron a los checoslovacos que estaban allí para “liberarlos” de la OTAN y de las naciones occidentales. Pero éstos no hicieron nada más allá de algunas protestas en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Empantanado en la Guerra de Vietnam, el presidente Lyndon B. Johnson de Estados Unidos dijo públicamente que no intervendría.
Sin embargo, aquel acontecimiento dividió al movimiento comunista mundial. En Cuba, en clara contradicción con su retórica en favor de la soberanía nacional y la autodeterminación de los pueblos, Fidel Castro respaldó inmediatamente la brutal invasión de un país pequeño por parte de su vecino mucho más poderoso. Es decir, lo que él pedía que Estados Unidos no le hiciera a su isla.
El ensayo de Petkoff
Pero por otra parte, Rumania, Albania y China, todos estados socialistas, protestaron la invasión, así como los partidos comunistas de Italia, España y Francia.
Y a 8.494 km de Praga el acontecimiento motivó a un joven comunista y ex guerrillero venezolano a escribir en la clandestinidad un ensayo de 150 páginas que haría historia. En “Checoeslovaquia, el socialismo como problema”, Teodoro Petkoff se planteaba abiertamente la insalvable contradicción entre demandar un mundo más libre y justo, que en nombre de los más altos valores de la humanidad formulaba el movimiento comunista internacional y “un acto imperialista inaceptable” protagonizado por la Unión Soviética, su principal referente. El texto denunciaba la burocracia soviética, la estatización de la vida civil y el modelo totalitario como incompatible con la libertad humana y la democracia.
El libro fue publicado en 1969, sería un éxito editorial y haría de Petkoff una figura internacional cuando al año siguiente, en el XXIV Congreso del Partido Comunista de la URSS, Brezhnev lo citó y “denunció” públicamente a su autor como “hereje”, “revisionista” y “amenaza” para el movimiento comunista mundial. El diario moscovita Pravda le dedicó varios ataques, como evidencia de que alguna tecla sensible tocó en lo más alto del poder de la que por entonces era la segunda superpotencia mundial.
División de la izquierda
En Venezuela, fue el detonante que desembocó en la división del Partido Comunista de Venezuela (PCV) y daría nacimiento al MAS. En el resto de Latinoamericana contribuyó al desencanto con el mito de la revolución cubana por parte de muchos políticos e intelectuales, aunque Petkoff, junto con el amplio grupo que acompañó su reflexión, serían objeto de condenas y vituperios por parte de esa extrema izquierda sectaria y dogmática que siempre ha girado alrededor de La Habana, y que por esos extraños vericuetos del destino llegaría al poder político en Venezuela.
Pues he aquí que más de medio siglo después los procesos si bien no se repiten igual, sí se parecen bastante. La invasión de Ucrania por parte de la Rusia de Putin (país sucesor de la URSS), alegando más o menos la misma coartada, pero encubriendo los mismos motivos, está precipitando y profundizando una división de la izquierda latinoamericana.
Ya no existe la URRS, ni el movimiento comunista internacional con sede en Moscú dictando doctrina. Por el contrario, Putin es un líder que reniega del ensayo socialista, defiende (o eso dice) valores tan importantes para los conservadores como la familia, la religión, la nación y la propiedad (por lo menos las de sus socios y amigos). Y, sin embargo, en una demostración de que el eje político izquierda-derecha es cada vez menos útil para explicar la realidad, un grupo de autócratas latinoamericanos, que predican todo lo contrario de lo que representa este nuevo zar, pero tienen las mismas prácticas, se han convertido en sus clientes y satélites.
El silencio de Miguel Díaz-Canel
A pocas horas de que las fuerzas militares rusas invadieran un país soberano, reconocido internacionalmente, y cuya independencia en diciembre de 1991 fue de mutuo acuerdo con la Federación de Rusia (que además no constituye amenaza alguna para éste, puesto que en 1994 le entregó como gesto de buena fe todo su arsenal atómico), los presidentes de Nicaragua y Venezuela, Daniel Ortega y Nicolás Maduro respectivamente no dudaron en darle públicamente todo su respaldo al agresor. En Cuba, donde su gobierno sabe cuándo no provocar demasiado a su vecino del norte, el presidente Miguel Díaz-Canel guarda un prudente silencio, aunque su cuenta de Twitter difundió una foto en vísperas de la operación militar de su encuentro con Viacheslav Volodin, presidente del parlamento ruso.
Es decir, este grupo, que hasta no hace mucho fue el referente de la “izquierda progresista” latinoamericana por su influencia ideológica y financiera, se pone del lado del presidente Jair Bolsonaro de Brasil y del ex presidente Donald Trump (que supuestamente están en el otro extremo ideológico). El primero tuvo la “extraordinaria” idea de visitar a Putin la semana pasada y el segundo ya ha expresado su admiración por “la genialidad” del déspota ruso.
En México, Perú, Bolivia y Argentina sus respectivos mandatarios se pronunciaron con la ambigüedad y tibieza de quienes no desean tomar partido, abogando por “la unidad de los pueblos en el mundo” y el dialogo como medio pacifico para resolver las controversias entre los estados. En el caso del argentino Alberto Fernández, su equilibrismo es directamente proporcional a su necesidad de llegar a un acuerdo con el FMI y a las poco disimuladas disputas con su vicepresidenta Cristiana Kirchner. Él también creyó que fue una buena idea visitar el Kremlin días antes de Bolsonaro.
Por su parte, el expresidente ecuatoriano Rafael Correa, miembro destacado de ese club, intenta pasar desapercibido, dado sus compromisos laborales con la cadena de televisión rusa Actualidad RT.
La gran sorpresa de Boric
Pero la gran sorpresa la ha dado el presidente electo de Chile, el joven Gabriel Boric. Su condena a la acción militar ha sido clara y contundente, y es un paso más en su distanciamiento de la izquierda populista de la región. Este no es un hecho menor, Boric no es un mandatario desprestigiado y desgastado por años de dominar a un país, si no que por el contrario se asoma como la nueva cara de esa izquierda latinoamericana que busca sacudirse de esa otra cada vez más desacreditada por su autoritarismo y corrupción. No es un paso fácil porque esto a él se lo va a cobrar su ala izquierda, esa que gira en torno al Partido Comunista de Chile, que a su vez es tributario de Cuba y Venezuela, con las ya conocidas acusaciones de traidor y vendido. Lo mismo que hace medio siglo se le imputó a Teodoro Petkoff y sus compañeros disidentes de la Iglesia oficial.
Sin embargo, algo se mueve cuando esa misma posición es compartida al otro lado de los Andes por un político tan calculador como el presidente de la Cámara de Diputados de Argentina, el peronista Sergio Massa.
Por su parte, en un gran esfuerzo de reflexión teórica, el mandatario venezolano califica a este grupo de “izquierda cobarde y estúpida”.
Bien sea producto de una genuina reflexión o de un elaborado cálculo (eso el tiempo lo dirá) estas distintas y encontradas posiciones son una señal muy clara de que una profunda grieta se va abriendo en la izquierda latinoamericana. Nuevamente la acción imperial de un autócrata ruso agudiza sus contradicciones. Con quién se está y contra quién se está.