Pedro Benítez (ALN).- Hoy en Venezuela tanto chavistas como antichavistas desean un cambio. La estrategia de Juan Guaidó es poner en evidencia que el obstáculo para ese cambio tiene nombre y apellido: Nicolás Maduro. Este quiere aparentar ante el mundo que pretende normalizar la vida política nacional escogiendo a su propia oposición y justificando la elección de nuevos miembros del Consejo Nacional Electoral (CNE) por parte de un órgano que controla, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), desconociendo a la institución que constitucionalmente tiene esa responsabilidad, la Asamblea Nacional.
“No importa que el gato sea negro o blanco, si caza ratones es un buen gato”, es la máxima que en su día aplicó el líder chino Deng Xiaoping y que Juan Guaidó puede repetir. No importa cómo consiga el cese de la usurpación de Nicolás Maduro de la Presidencia de Venezuela siempre y cuando alcance su objetivo. Después de todo el éxito o no de una política siempre depende de sus resultados. Es lo que la historia recordará.
Cuando hace 10 meses Guaidó asumió como presidente de la Asamblea Nacional (AN) venezolana presentó una fórmula de tres pasos como salida al cuadro político del país: cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres.
El problema de Juan Guaidó consiste hoy en cómo provocar que cese la usurpación del poder por parte de una persona que tiene aún el control de las fuerzas militares y policiales. Eso solo puede ocurrir por dos vías: o se le impone una fuerza mayor o por medio de un acuerdo. Ante la ausencia de la primera, está obligado por puro pragmatismo a intentar la segunda. La política también es el arte de manejar realidades.
Lo que la mayoría de la comunidad democrática del mundo calculó, empezando por la Administración de Donald Trump, es que el régimen de Maduro estaba a punto de colapsar o que más tradicionalmente una intervención de los militares venezolanos le pondría fin. En los dos casos la ruta de Guaidó, con la legitimidad a las espaldas del Parlamento venezolano, sería la vía para reinstitucionalizar el país.
El hecho de que eso no se haya dado no significa que no pueda aún ocurrir, en particular si se ve a luz de la historia venezolana. Porque resulta ser que la última transición a la democracia en Venezuela se dio precisamente de esa manera.
El general presidente, Marcos Pérez Jiménez, el último dictador militar del país, pretendió en 1957 continuar en el poder desconociendo lo establecido en su propia Constitución.
La oposición de la época, que actuaba en su mayoría en la clandestinidad, pretendió jugar con las reglas del dictador y el intento de este de burlarlas lo que consiguió fue ponerlo en evidencia.
¿El resultado? Pérez Jiménez perdió el apoyo de sus compañeros de armas y con eso el poder. Cesó la usurpación, a lo que siguió la conformación de un gobierno de transición, una Junta de Gobierno cívico-militar presidida por el comandante de la Marina (designado por Pérez Jiménez), que a finales de ese año llevó al país a unas elecciones libres.
El problema de Juan Guaidó consiste hoy en cómo provocar que cese la usurpación del poder por parte de una persona que tiene aún el control de las fuerzas militares y policiales. Eso sólo puede ocurrir por dos vías: o se le impone una fuerza mayor o por medio de un acuerdo. Ante la ausencia de la primera, está obligado por puro pragmatismo a intentar la segunda. La política también es el arte de manejar realidades.
Pues resulta que Maduro, por su parte, hoy busca un acuerdo, pero no para salir del poder sino para liquidar a esta AN por un mecanismo en apariencia democrático.
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Porque aunque ejerce el terrorismo de Estado a conveniencia, al mismo tiempo quiere aparentar ante el mundo que intenta normalizar la vida política nacional. Con ese propósito ha pretendido escoger a su propia oposición y demostrar que la otra, la que es ampliamente mayoritaria en la AN, es el obstáculo para esa normalización. Ese es su juego hoy. Invertir la carga de la prueba.
Quiere justificar la elección de nuevos miembros del Consejo Nacional Electoral (CNE) por parte de un órgano que controla, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), desconociendo a la institución que constitucionalmente tiene esa responsabilidad, la AN, pero haciendo creer que esta se niega. La típica enrevesada maniobra del chavismo.
Su problema es que esa pretensión choca con la realidad. La oposición no es la que él escoja sino la que existe. Ignorarla y pretender ir a “procesos electorales” sin ella es ir a ningún lado. Ni estabilizará la economía, ni logrará el levantamiento de las sanciones por parte del gobierno de Estados Unidos.
Maduro disfruta de un breve respiro producto del actual cuadro político en Latinoamérica. Pero es eso, breve. El cuadro político de la región comienza a acomodarse muy rápidamente. Así por ejemplo, el presidente electo de Argentina, Alberto Fernández, y la nueva alcaldesa de Bogotá, Claudia López, ya marcan distancia clara de él.
Uruguay es un aliado que por lo que indican los resultados electorales de la primera vuelta en ese país pronto va a perder y la luna de miel de Andrés Manuel López Obrador en México se acabó hundido en los problemas de violencia con el narcotráfico.
Por otro lado, el informe de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, sigue siendo una daga clavada en el régimen de Maduro.
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Y en cualquier momento ocurrirá algo en Venezuela que pondrá nuevamente en evidencia la magnitud de la crisis del país y la incapacidad de Maduro de lidiar con ella. La aparente calma que domina hace olvidar que Venezuela es lo que decía otro general presidente del siglo XIX: “Un cuero seco. Si se le pisa por un lado se levanta por otro”.
Por lo tanto, la labor de Juan Guaidó hoy consiste en poner en evidencia lo obvio. Que la solución al problema de Venezuela no pasa por elegir una nueva Asamblea Nacional sino por elegir a un nuevo presidente y el obstáculo a ese propósito no es otro que Nicolás Maduro.