Ysrrael Camero (ALN).- En las condiciones derivadas de las votaciones del 10 de noviembre, no sólo será difícil conseguir la mayoría para formar gobierno, sino que, de formarse, no hay garantía ni de su estabilidad ni de su capacidad para desarrollar una política coherente a mediano plazo.
Las negociaciones están siendo particularmente difíciles para el PSOE, que da señales de una impaciencia que puede inducir al error y a la cesión imprudente ante las presiones catalanistas. Mientras Unidas Podemos (UP) intenta facilitar las relaciones con Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), permanecen encendidas las alarmas en un sector empresarial que parece resignado a tener que coexistir con un gobierno progresista al estilo portugués.
Pero, en todo caso, en las condiciones derivadas de las votaciones del 10 de noviembre, no sólo será difícil conseguir la mayoría para formar gobierno, sino que, de formarse, no hay garantía ni de su estabilidad ni de su capacidad de desarrollar una política coherente a mediano plazo.
Como analizamos previamente, la constitución de un gobierno progresista es imposible sin establecer algún tipo de acuerdo, bien con el nacionalismo catalán, ahora en su procés, bien con los populares, amenazados de cerca por la ultraderecha.
Las fuerzas políticas se han decantado por la primera opción, abriéndose una negociación con la Esquerra Republicana de Catalunya que ha resultado en una sucesión de tragos amargos y gestos simbólicos de cesión por parte de un PSOE arrinconado frente a una ERC envalentonada.
Con Pablo Iglesias en el gobierno 100 dirigentes de Podemos cobrarán más de 50.000 euros al año
El apoyo del nacionalismo catalán ya le está saliendo muy caro a los socialistas, porque los primeros los tendrán tomados por los escaños lo que dure la legislatura, amenazando con hacerlos caer a cada instante.
El gobierno posible necesitará del concurso de los escaños del PSOE y UP, junto a los de Mas País de Íñigo Errejón, de los nacionalistas vascos, PNV y Bildu, que presionarán por la preservación del cupo vasco, del nacionalismo gallego del BNG, así como de Miguel Ángel Revilla. El trago fuerte es justamente el acuerdo con Esquerra. Esta sopa de letras política hace prever la fragilidad del próximo gobierno, atrapado entre tantas siglas, con dificultad para construir un programa político que unifique intereses tan distintos, no necesariamente coherentes entre sí.
Será un gobierno precario, que dependerá a cada paso de nuevas negociaciones y concesiones, sea para la aprobación de los presupuestos o para hacer pasar una ley. Si será complejo viabilizar las cotidianidades de cualquier legislatura, lo será aún más para realizar cambios sustanciales en el Estado.
Parece casi imposible que se pueda constituir el consenso político necesario, para avanzar en reformas institucionales de largo alcance, que son vitales para resolver temas tan urgentes como el equilibrio territorial, o tan importantes como la sostenibilidad de las pensiones o la reforma fiscal y tributaria.
Si el eje de conflicto del sistema se diera exclusivamente en términos ideológicos podría ser más sencillo construir un programa común. Como lo ha sido en las experiencias de gobiernos de coalición en otros países, como Portugal, porque el código de la negociación se mueve dentro de un solo tablero, pero el cruce entre el clivaje ideológico, izquierda-derecha, y el identitario nacionalista, introduce un nuevo nivel a la gobernabilidad futura.
La coexistencia de ambas lógicas políticas, con miras a formar un gobierno de coalición, tiene la capacidad de trabar el desarrollo de iniciativas a los más diversos niveles. La articulación de intereses entre fuerzas identitarias juega contra la estabilidad, porque las concesiones, imprescindibles para que avance cualquier gobierno coaligado, son percibidas como traiciones, y cada exigencia es un punto de honor. Así, la institución presidencial se ve incapaz de decidir sin caer.
Sólo la disposición a desescalar el conflicto identitario, a retroceder y ceder hacia la conformación de una lógica de acción distinta, más transversal y unificadora, más centrada en los problemas comunes que en las diferencias particulares, podría darle viabilidad a este experimento. Pero las señales que se están enviando durante las negociaciones no parecen dirigirse hacia esta imprescindible moderación y deliberación constructiva.
El sistema democrático español está viviendo una segunda transición, independientemente de la voluntad de los actores políticos individuales. El régimen democrático generado luego de la aprobación de la Constitución de 1978, se caracterizaba por ser un sistema bipartidista imperfecto, con dos grandes partidos centrales, como lo fueron el PSOE y el PP, acompañados por el apoyo de fuerzas del nacionalismo periférico, como lo eran el PNV y CiU.
Este sistema partidista acompañó la incorporación de España a la OTAN y a la Unión Europea, la modernización de su economía y de su sociedad, el crecimiento de su clase media y la prosperidad de su sector empresarial, así como las mejoras en los sistemas sociales de bienestar. Era el modelo español de democracia.
Eso ya no existe más, y ha finalizado por la voluntad de los mismos ciudadanos españoles en las urnas electorales desde 2011. Dos procesos cruzaron el sistema, sometiéndolo a una tensión que lo llevó a una metamorfosis.
Primero, el fin del ciclo de prosperidad y crecimiento que se vinculaba con Europa, cerrado tras la crisis de 2008, y que tuvo su expresión política en la irrupción del movimiento 15M de los indignados y luego de Podemos.
Y en segundo lugar, no desvinculado con el otro, el deslizamiento independentista del catalanismo político, del bloqueo del Estatut, a la fallida negociación del pacto fiscal, y luego al suicidio del procés, que amenaza con destruir todo lo que los catalanes han logrado con la democracia en el último cuarto del siglo XX.
Por la izquierda o por la derecha España está lejos de la estabilidad política
Este problema territorial ha tenido su expresión política, primero, en la expansión del partido catalán Ciutadans hacia la totalidad de España, convertidos en Ciudadanos, y segundo en la irrupción de Vox, convertido hoy en tercera fuerza política.
España ya se encuentra en un sistema multipartidista, manteniéndose los bloques ideológicos. Esta transición ha obligado a las élites políticas españolas a acelerar su curva de aprendizaje en materia de negociaciones y coaliciones. A pesar de que existe una dilatada experiencia en negociaciones, las hubo entre los grandes partidos y los nacionalistas para constituir gobierno con Felipe González y con José María Aznar, no existe similar experiencia para generar gobiernos de coalición nacionales, más allá de gobiernos locales, provinciales o autonómicos.
El gobierno de Pedro Sánchez, de alcanzarse el acuerdo multipartidista, será parte de esa curva de aprendizaje de la élite política española, pero probablemente será breve en duración, precario en realizaciones concretas, y decepcionante para aquellos que esperaban mucho más.