Rafael Alba (ALN).- Las claves del éxito son canciones cortas, videos impactantes y un personaje con gancho. Internet ha liquidado el viejo ciclo del negocio de la industria musical que incluía un disco nuevo cada dos o tres años, seguido de promoción, giras y periodos de descanso creativo. Las redes sociales han esclavizado a los artistas, que se ven obligados a un constante bombardeo de contenidos que mezclan lo profesional con lo privado.
¿Qué puede hacer el pop para sobrevivir al nuevo paradigma del ocio fijado por el uso de los teléfonos móviles y la multitarea y en el que el tiempo de trabajo y el de descanso se confunden gracias a o por culpa del impacto de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana? Algunos teóricos, y muchos profesionales del sector, parecen haber empezado a reflexionar sobre este asunto. Un tema no menor para un negocio, el de la música grabada, cuya rentabilidad cada día depende más de las plataformas de streaming, como ya les hemos contado aquí. Los artistas de vanguardia y los fenómenos de masas que nutren el starsystem del mainstream buscan estrategias para captar la atención de su clientela en este tiempo convulso donde lo que parece funcionar, de momento, es acortar sustancialmente la duración de las canciones y apostar con fuerza por vestirlas de un acompañamiento visual adecuado. Ir al grano, en definitiva, complicarse lo mínimo y eludir en la medida de lo posible las complicaciones instrumentales.
Los artistas de vanguardia y los fenómenos de masas que nutren el starsystem del mainstream buscan estrategias para captar la atención de su clientela en este tiempo convulso donde lo que parece funcionar, de momento, es acortar sustancialmente la duración de las canciones y apostar con fuerza por vestirlas de un acompañamiento visual adecuado
Menos resulta ser más también aquí, porque hablamos de música comercial, al fin y al cabo. Quien busque otro tipo de emociones, más profundas y sosegadas tal vez debería empezar a interesarse por los grandes nombres del jazz o de la música clásica, algunos de los cuales, por cierto, como Bach, Mozart, Vivaldi o Duke Ellington, han encontrado también su sitio en la oferta de entretenimiento digital al colocar sus éxitos inmortales en las playlists pensadas para propiciar el relajamiento. Queda claro que el entorno tecnológico está cambiando el negocio y que los artistas deben adaptarse a esta realidad. En un reciente, y muy recomendable, artículo titulado “El pop en la era de la distracción”, el crítico de The New York Times Jon Pareles enumeraba alguno de los cambios más evidentes a los que los profesionales de la industria de la música han tenido que acostumbrarse, probablemente muy a su pesar. Por ejemplo, al fin del viejo ciclo creativo marcado por tiempos de reclusión en los estudios de grabación, para preparar nuevas canciones y videos promocionales, seguidos de temporadas de promoción de los nuevos trabajos y culminados por la correspondiente gira.
Como explica Pareles, nadie puede permitirse ahora sacar un álbum nuevo cada dos o tres años, porque el mundo digital exige nuevos contenidos constantemente. Y sólo los músicos legendarios, con repertorios grabados a fuego en la mente de varias generaciones consecutivas, pueden mantenerse a salvo en este territorio hostil. Pero si se limitan a explotar su leyenda y son capaces de volver a atraer la atención sobre sí mismos y su importancia por medio de películas biográficas, reediciones con documentales añadidos, cajas de obras completas con los discos originales, entrevistas, tomas falsas y materiales de época y otras golosinas. En ese caso, como acaba de suceder, por ejemplo, con los inmortales Queen y Bohemian Rapsody, la controvertida biografía de Freddy Mercury, es bastante posible que todo el mundo haga caja y la leyenda resulte rentable. Pero, en caso contrario, por muy importante que un artista y su música fueran en cualquier época histórica, lo probable es que su obra quede sepultada por un espeso manto de olvido digital.
Seguidores, ‘me gusta’ y visionados en YouTube
Pero la presión aún es más fuerte para los nuevos aspirantes a estrella quienes, además, deben lidiar en muchas ocasiones con la hipocresía habitual de una industria que, desde siempre, ha apostado más por el postureo y la imagen que por el contenido real de sus productos sonoros. Hoy cualquier novato sabe que sin un número suficiente de seguidores en las redes sociales, videos dotados de cifras de clicks millonarias en sus cuentas de YouTube, y suficientes y constantes ‘me gusta’ para disipar las sospechas de haber acudido a comprar followers y escuchas a las granjas de venta habituales, nunca va a tener la más mínima posibilidad de abrirse paso. Ni como artista independiente, ni como objetivo de una multi. Y mucho menos de pasar un casting de cualquier clase. Ya sea para formar parte del coro de una obra musical o entrar en el juego de los concursos de talentos televisivos. Aunque eso sí, al menos en España, los enchufes y las recomendaciones todavía funcionan bien.
Hoy cualquier novato sabe que sin un número suficiente de seguidores en las redes sociales, videos dotados de cifras de clicks millonarias en sus cuentas de YouTube, y suficientes y constantes ‘me gusta’ para disipar las sospechas de haber acudido a comprar followers y escuchas a las granjas de venta habituales, nunca va a tener la más mínima posibilidad de abrirse paso
Y no se dejen engañar por las proclamas buenistas de los lobos de colmillo afilado de una industria que intenta convencernos de su profunda justicia meritocrática y su preocupación por la salud de la sociedad. Abundan los ejemplos de que en su operativa habitual prima exactamente lo contrario. No hace mucho el portal especializado Odiomalley.com, orientado a informar de modo irónico y brillante sobre las idas y venidas de los nuevos ídolos millennials, se despachaba a gusto con las canciones seleccionadas para competir en el concurso en el que debe seleccionarse el tema y el cantante que representará a España en el próximo festival de Eurovisión, y que como saben será uno de los chicos o chicas que han participado en la última edición de Operación Triunfo. Pues resulta que una de las tonadas con más posibilidades de resultar elegida, titulada La Clave, es una crítica sobre la obsesión por las redes sociales de las hordas juveniles. Que, como todo el mundo sabe son muy perniciosas y le apartan a uno de la vida real. Lástima que en los castings de este famoso programa, ahora en horas un poco más bajas, una de las preguntas recurrentes versaba sobre el número de seguidores de las cuentas de Instagram de los candidatos y candidatas.
Tampoco es nuevo. Ya saben aquello de que cualquier famoso en cualquier época ha tenido todo tipo de facilidades para grabar un disco. ¡Si hasta el torero Jesulín de Ubrique probó fortuna! Pero, ahora aún resulta más evidente esta dicotomía. Un buen ejemplo de esta tendencia sería el éxito de la rapera Cardi B, cuyo álbum más reciente, además, ha recibido un diluvio de críticas favorables de los expertos en hip hop. Ella empezó como stripper adicta a la cirugía plástica y era ya un personaje muy popular en las redes, gracias a su estilo sexy y descarado, con una nutrida legión de seguidores, cuando gracias a un programa de telerrealidad logró consolidar su posición. La música llegó luego. Ya saben lo que siempre han dicho los entrenadores de baloncesto. Tráiganme a un chico o una chica con más de dos metros de estatura y ya les enseñaremos a jugar después. Pues eso sucede ahora también en la industria del pop.
La popularidad y los contratos de publicidad
Y si antes las modelos o las presentadoras de televisión con buena figura, como la sin par Rafaella Carra, podían encaramarse a las listas de libros superventas con los tratados sobre su dieta y los ejercicios que practicaban en el gimnasio, ahora que nadie paga por las canciones concretas, porque como mucho lo que se adquiere es una subscripción a una plataforma de streaming, esa popularidad como requisito básico es más importante que antes. De hecho, lo normal es que, como también hemos contado ya aquí, el artista no viva de sus grabaciones y muchas veces tampoco de sus giras de conciertos, sobre todo porque las producciones espectaculares a veces cuestan mucho dinero que no resulta fácil recuperar. El principal botín son los contratos publicitarios y la venta de productos de merchandising variados. Y sí, en esta categoría habría que incluir en muchos casos los libros de poemas, de relatos o de consejos y autoayuda que firman muchos cantantes y muchas cantantes, a veces escritos por el negro o la negra de turno y que encuentran habitualmente hueco en los catálogos de las editoriales de postín.
También parece haberse generalizado la explotación artística y comercial de los avatares de la vida privada, sobre todo entre las grandes estrellas, como si las canciones y los álbumes fueran la banda sonora de sus problemas cotidianos de pareja o sus devaneos amorosos
También parece haberse generalizado la explotación artística y comercial de los avatares de la vida privada, sobre todo entre las grandes estrellas, como si las canciones y los álbumes fueran la banda sonora de sus problemas cotidianos de pareja o sus devaneos amorosos. No hace tanto el público y la crítica lanzaban salvas de alabanza a Lemonade, lo penúltimo de Beyoncé, disco en el que supuestamente se narraba un periodo complicado de la diva, vivido como consecuencia de una infidelidad de su esposo, el también cantante Jay Z. Él, por su parte, continuó la saga con otro álbum llamado 4:44, en el que, supuestamente, daba su compungida versión de los hechos. La reconciliación y el perdón dieron pie a una muy rentable gira conjunta posterior y, al parecer, este hermoso culebrón, que nos habría demostrado a todos que los ricos y famosos también lloran, se habría cerrado hasta nueva orden con un disco conjunto, pleno de paz conyugal, titulado Everything it’s love (todo es amor) y firmado también muy oportunamente con el nombre de The Carters. Un álbum de éxito que han promocionado con varios videos virales, uno de ellos el correspondiente al tema Apes**t, rodado en el Museo del Louvre de París con un gran despliegue de medios.
Sin embargo, quizá no todo esté perdido. Aún hay mucha música emocionante y sorprendente que, además, sólo ha podido ser creada gracias a estas nuevas reglas impuestas por el mundo digital y que, de momento, parecen haber asimilado mejor que nadie los artistas de hip hop, r&b, y sí, también de reggaetón y trap, por mucho que a la audiencia más veterana, en la que yo mismo milito, le cueste atribuir mérito alguno a artistas punteros de estos estilos de moda. Y el éxito de la música latina y los artistas que cantan o hablan en castellano, como Rosalía o J. Balvin, podría ser una prueba de que gracias a internet puede romperse un poco el habitual predominio de la música anglosajona en el mundo. Y me despido recomendándoles la escucha y la visión de una de estas obras recientes de gran interés, en mi opinión, que quizá no hubieran podido crearse sin la influencia de las nuevas tecnologías. Se trata de Whack World, el álbum más reciente de la rapera Tierra Whack. Incluye 15 canciones (distintas, completas e interesantes) de sólo un minuto de duración. Cada una con su video correspondiente, por supuesto, para configurar una pieza audiovisual que puede consumirse de un tirón, como si fuera un cortometraje completo o visualizarse individualmente. Échenle un vistazo y tendrán una pista de lo que viene. Lo mismo hasta les gusta y dejan reposar una temporada sus baqueteados vinilos de David Bowie, Lou Reed, Bob Dylan, The Beatles y The Rolling Stones. Recuerden. Ellos también fueron un producto de su tiempo. Justo lo que ahora es Tierra Whack.