Pedro Benítez (ALN).- En Brasil los principales factores de poder, políticos, jueces, empresarios, medios de comunicación y militares han seguido con atención los sucesos en Estados Unidos en los días finales de la presidencia de Donald Trump. La razón es ampliamente conocida, la tremenda identificación que su presidente Jair Bolsonaro tiene con su colega y amigo estadounidense. ¿En qué momento el todavía popular Bolsonaro intentará desafiar a las instituciones de su país? Es la pregunta que muchos en Brasil se han hecho desde que llegó al poder en enero de 2019. Con su atrabiliario estilo ha estirado la liga pero no ha cruzado la línea roja. Desde el Congreso y el Tribunal Supremo sólo esperan que dé un paso en falso.
El pasado 18 de diciembre, con 10 votos a favor y uno en contra, el Tribunal Supremo de Brasil respaldó la decisión de los gobiernos locales de aplicar la vacunación contra el coronavirus de manera obligatoria. Con esto puso fin a varias semanas de polémicas entre los gobernadores de estado encabezados por el de Sao Paulo, Joao Doria, y el presidente Jair Bolsonaro, quien se ha opuesto rotundamente tanto a la vacunación obligatoria como a las medidas de confinamiento, a las cuarentenas y hasta al uso de mascarillas.
Aunque Brasil tiene uno de los mejores sistemas de vacunación gratuita del mundo entero, Bolsonaro da el buen ejemplo insistiendo en que él no se vacunará.
En Brasil todo el 2020 se fue en una pelea entre el presidente y los gobernadores por este asunto. Bolsonaro se ha dedicado a sabotear la gestión contra la pandemia de los gobernadores de estado, de los alcaldes y de su propio Ministerio de Salud participando en mítines y concentraciones públicas con sus seguidores por todo el país.
Minimizando el covid-19, lo ha calificado de “gripecita”. En otra ocasión dijo que “es mucho más fantasía, no es todo lo que los principales medios de comunicación propagan en todo el mundo”. Y poco después afirmó que todo esto era “histeria y neurosis”.
Los gobernadores se han tomado el asunto mucho más en serio en contra de la voluntad del presidente, que llegó a pelearse y finalmente a despedir en abril a su ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta, por las diferencias entre los dos sobre las medidas a tomar ante la llegada de la pandemia.
Mientras tanto, el 10% de los 1,8 millones de fallecidos en 2020 en todo el mundo por coronavirus eran brasileños.
Esto es sólo una muestra de cómo la pandemia ha caído en medio de la polarización política que empezó antes que Bolsonaro ganara las elecciones de 2018, pero que desde entonces él no ha dejado de alimentar.
Elegido sin el apoyo de ningún partido importante, sólo por el voto de protesta de millones de brasileños contra la corrupción de la clase política, Bolsonaro se ha desempeñado durante sus dos años de gestión como una copia casi fiel de Donald Trump. No ha cesado de pelear con todo aquel que se le atraviese en el camino. Desde los gobiernos de Francia y China, por la deforestación del Amazonas o por disputas comerciales, hasta con el Congreso, los partidos de oposición, sus ministros, los gobernadores y en particular los medios de comunicación encabezados por la otrora intocable TV Globo.
E igual que Trump ha mantenido una base de apoyo fiel, e incluso ha subido en las encuestas en los últimos meses (38%).
¿Impeachment para Bolsonaro?
Pero Bolsonaro es un presidente institucionalmente débil. Sólo cuenta con el apoyo de 28 de los 513 diputados del Congreso, no pertenece a ninguno de los grandes partidos del país y no tiene aliados entre los gobernadores o los alcaldes de las ciudades más grandes. Sin embargo, eso ya se sabía al momento de su elección en octubre de 2018, por lo que se suponía (y temía) que buscara el respaldo del Ejército, un viejo actor de la política en Brasil.
Como su compañero a la vicepresidencia postuló al general Hamilton Mourão, quien hasta 2015 fue jefe del Comando Militar del Sur y al año siguiente, en ocasión del proceso de destitución de la expresidenta Dilma Rousseff, afirmó que una “intervención militar” podría ser necesaria en caso de que el “caos” se instalase en el país.
Como nostálgicos de la dictadura militar que gobernó al país entre 1964 y 1985, la dupla Bolsonaro-Mourão parecía para muchos como el regreso del régimen militar pero esta vez por medio de los votos.
No obstante, Mourão ha resultado ser como vicepresidente mucho más moderado que Bolsonaro, conteniéndolo incluso públicamente. Cuando el presidente ofreció cambiar la embajada de Brasil a Jerusalén, Mourão se reunió con los representantes palestinos en el país. Brasil ha tenido relaciones económicas muy importantes con los países árabes. También ha intentado limar las asperezas de la relación con China, país al que visitó el año pasado.
Como vicepresidente Mourão se ha comportado como el representante de los militares brasileños, que se ven a sí mismos como los guardianes del orden constitucional del país.
Mientras tanto, desde la acera de enfrente, la oposición se ha ido reuniendo en torno al gobernador de Sao Paulo, João Doria, político moderado que viene del mundo empresarial y que le ha plantado cara al presidente en el transcurso de la crisis sanitaria.
De modo que con un escaso apoyo parlamentario Bolsonaro es un presidente cercado, al que no se le ha hecho un proceso de destitución (la idea ya se ha planteado) porque a la élite política no le atrae la perspectiva de tener el récord de haber sacado del poder vía impeachment a tres presidentes en menos de 30 años, Fernando Collor de Mello en 1992, Dilma Rousseff en 2016 y ahora a Bolsonaro.
Pero la amenaza existe. Únicamente falta que el presidente dé un motivo, y acaba de asomar uno cuando no sólo respaldó la versión de Trump según la cual hubo fraude en las elecciones de Estados Unidos, sino que además agregó que “aquí en Brasil, si aún tenemos el voto electrónico en 2022, va a suceder lo mismo”.
Hasta en eso Bolsonaro se quiere parecer a su amigo. La diferencia es que las instituciones de Brasil no lo van a dejar llegar tan lejos.