Pedro Benítez (ALN).- El inesperado y trágico fallecimiento del ex presidente chileno Sebastián Piñera ha acelerado el proceso de reivindicación política de su persona. Un proceso que ya había comenzado desde hace algunos meses, a medida que transcurría el gobierno de su sucesor, Gabriel Boric.
Cuando Piñera abandonó por última ocasión como mandatario el Palacio de La Moneda su prestigio político se encontraba por los suelos. En algún momento de su segunda presidencia (marzo de 2018/marzo de 2022) llegó a tener el nivel más bajo de aprobación para un presidente de Chile desde el retorno de la democracia en 1990; 6% contra 82% de desaprobación. En el momento más crítico del denominado Estallido social de octubre de 2019, cuando ola de violentas protestas y saqueos recorrió las principales ciudades de ese país, se pensó seriamente que terminaría siendo evacuado de la oficina presidencial por medio de un helicóptero, tal como al otro lado de la Cordillera le pasó a Fernando de la Rúa en 2001.
De paso, sobrevivió por los pelos a dos intentos de juicio político en el Congreso que pretendían poner término anticipado a su gobierno.
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La pandemia y el proceso constituyente
La llegada de la pandemia en marzo de 2020 amainó las protestas y le dio el respiro que le permitió anotarse dos tantos a su favor: Chile fue el país más exitoso de todo el continente en vacunar a su población y lo hizo mucho mejor que la mayoría de los gobiernos europeos.
A continuación, se sacó de debajo de la manga la propuesta de un proceso constituyente como respuesta a la crisis política e institucional. Así fue como culminó, contra todo pronóstico, su periodo constitucional y, tal vez, salvó a Chile de una grave ruptura de su orden democrático.
La abrumadora victoria de las listas de izquierda e independientes en las elecciones de convencionales constituyentes de mayo de 2021, así como la elección del joven Gabriel Boric, una de las caras más visibles del Estallido social, en la segunda vuelta presidencial en diciembre de ese mismo año, parecieron evidenciar el fin de un ciclo político en Chile. Una nueva generación llegaba al poder y se iniciaba una nueva era. El nombre de Piñera quedaría asociado al ominoso fracaso de la etapa neoliberal chilena.
Confirmado aquella conseja según la cual las segundas partes nunca fueron buenas, en esta ocasión el balance fue muy distinto al de su exitosa primera administración. Piñera no pudo cumplir su promesa central de mayor bienestar económico; por el contrario, dejó un país en medio de un inédito incremento de la inseguridad en las calles y en medio de un profundo malestar social.
Pero como una muestra de lo volubles que son las sociedades, los continuos tropiezos del flamante gobierno de Boric contra la realidad fueron lentamente mejorando la imagen de su antecesor. Ha resultado ser que ni las buenas intenciones de la nueva generación gobernante, ni sus nuevas ideas y trayectoria prístina, muy distante de la colusión de los intereses económicos con los políticos (de los cuales Piñera era un símbolo viviente) han servido de algo para superar con éxito los problemas heredados. La inseguridad en las calles, el mediocre desempeño económico, el malestar social, y los primeros escándalos de abusos y manejos no transparentes de los recursos públicos por parte de los nuevos e inexpertos gobernantes, le han pasado su factura muy rápidamente a Boric. Como no podía ser de otra manera, no tenía en sus manos las soluciones mágicas.
El proceso constituyente chileno se puso en contra de la misma izquierda (Partido Comunista y Frente Amplio) que lo promovió, y las encuestas en contra de Boric.
Su valoración
A mediados del año pasado un sondeo de opinión señalaba que, con el 38%, Piñera se disputaba con José Antonio Kast, el líder de la derecha más intransigente, el segundo lugar de valoración positiva entre sus conciudadanos, solo por detrás de la alcaldesa de Providencia, Evelyn Matthei, amplia favorita de la derecha para las próximas elecciones presidenciales. Con un detalle que agregar, en esa encuesta Kast tenía más rechazo que Piñera.
Aun cuando había descartado volver a presentarse como candidato presidencial (“quiero ser un buen ex presidente”, afirmó), otro estudio de opinión publica de enero de este año lo ubicaba (11,1%) en el tercer lugar de las preferencias, por detrás de Matthei, con (17,8%) y Kast (13,3%); y por delante de la ex presidenta Michelle Bachelet (6,8%) y las ministras Camila Vallejo (5,1%) y Carolina Tohá (1,5%).
La carrera
Con una carrera profesional y política no exenta de escándalos y controversias, Piñera venía de una familia muy ligada a la Democracia Cristiana. Firme partidario de las políticas de libre mercado impuestas por la dictadura militar (1973-1990), hizo acto de presencia en primera fila del primer acto público de desafió civil convocado por el ex presidente Eduardo Frei Montalva en contra del régimen de Augusto Pinochet y del plebiscito que aprobaría la Constitución de 1980.
En 1988 fue uno de los financistas de la campaña por el No de la Concertación; pero siguió un rumbo distinto al aceptar ser jefe de la campaña presidencial del ex ministro de Economía de Pinochet, Hernán Büchi, contra Patricio Aylwin. De allí en adelante sería una de las figuras de la derecha chilena como senador entre 1990 y 1998 y luego candidato presidencial tres veces.
Esa ambivalencia lo hizo objeto de ataques de todos los flancos, pero probablemente haya sido una de las razones por las cuales en 2010 fue el primer presidente de la derecha elegido democráticamente en Chile desde 1958.
Más que un político de partido, Piñera fue, fundamentalmente, un gestor. Su mejor momento fue el dramático rescate de los 33 mineros en agosto de 2010, operación personalmente dirigió, siendo evento mediático de impacto mundial. La exitosa reconstrucción del país luego del terremoto de enero de ese año (su toma de posesión coincidió con otro sismo y sus sucesivas réplicas) y un nuevo auge económico lo dejaron en posición imbatible para retornar por los sufragios en 2018.
Sin embargo, la clase política tradicional nunca lo terminó de tragar. Para la derecha más dura siempre fue un blando, un traidor, un cobarde. El representante de la “derechita cobarde”.
En cambio, la izquierda lo tenía como el enemigo perfecto, representante por antonomasia del neoliberalismo que abominaba. Esa inquina, que rayaba en el odio personal, se vio alimentada por su tenaz oposición a Nicolas Maduro. Esa obstinación ideológica explica que nunca aceptara la legitimidad electoral de la derecha que él representó.
A cuatro años de distancia, el Estallido social de 2019 se ve de una manera distinta. La izquierda que promovió aquellas protestas contra Piñera y lo calificó como una versión civil de Pinochet, incluso pretendió enjuiciarlo por presuntas violaciones a los Derechos Humanos, es la que gobierna hoy. En palabras del presidente Boric: “fue un demócrata desde la primera hora”. “Un hombre (…) que nunca se dejó llevar por el fanatismo o el rencor”. El representante de la derecha moderna y civilizada.
Paradójicamente, la esperanza del asediado Boric es que en el futuro cercano sus conciudadanos sean tan indulgentes con él, como lo son hoy con quien ayer combatió con tanto ímpetu.