Ezio Serrano Páez (ALN).- Faltan 10 minutos para las seis de la mañana. El paso a Cúcuta, Colombia, se inició lento, hay apretujamiento y tensión. Por alguna jugarreta cruel de la geografía política, nuevamente desde el Oriente se desplazan grupos humanos buscando sobrevivir en Occidente. Una chocante evidencia del trasunto cultural que subyace en la dicotomía revolución vs. democracia. Lo que fue una amplia avenida abierta para dos países, ahora recuerda una vía con cuerdas para conducir el ganado a sus rediles. Faltan pocos metros para rebasar la línea limítrofe de Venezuela y Colombia. La oficina de inmigración y el Seniat, la oficina de impuestos, nos recuerdan que aún el Estado revolucionario nos puede tocar.
La última alcabala, como las otras que se dejan atrás entre Caracas y la frontera, para sortear el paso hacia Colombia, está plena de suspicacia, cacheo y atropello. De esto da fe una enorme fila de personas ansiosas para cruzar el puente Simón Bolívar que conecta San Antonio del Táchira con Cúcuta. Se trata de los viajeros, los que se van bien lejos. Procuran el sello de salida en sus pasaportes. Muchos han dormido lo más cerca posible de las taquillas para afrontar el tormento de una larga espera. Hoy no hay sistema, y eso implica horas de espera agobiante bajo un sol que suele ser eléctrico. Cuando no hay sistema, las aguas se revuelven para que los gestores salgan de pesca. Según un funcionario de inmigración, el 95% de los que por allí transitan tienen algo pendiente con la ley. Señal inequívoca de la estima inspirada por los usuarios de aquel servicio. A pocos metros, los guardias, “enemigos” declarados del contrabando, requisan de modo aleatorio. Imposible revisar a todos. ¡Mi número salió sorteado! Una oficial me pide colocar el morral sobre la mesa. Lo palpa minuciosamente, luego lo abre para introducir las manos en el amasijo de ropa revuelta.
– Siga, me dijo sin mucho afán.
Y me agregué al torrente humano que se atropella. Al final del puente, la gente comienza a reagruparse. Se libera la ansiedad contenida. Es la hora de las historias individuales, tan variadas como las personas que hacen sus relatos.
Historias de sobrevivientes
Conocimos a un artesano del estado Lara, al centro-occidente del país, curtido por el sol. Viaja quincenalmente a Cúcuta para vender sus productos y así poder acceder a las medicinas de un hermano diabético. Se juró no dejarlo morir. Un jornalero tachirense logró pasar un enorme saco lleno de aguacates. Aspira ganarse 60.000 pesos (más de 3,5 millones de bolívares al cambio del día). Otros trasladan zanahorias y cambures, bisutería, galletas, productos de belleza, útiles escolares, golosinas. La voz general en tales casos es “vacuna”. La aduana se personaliza. No exhibe tasas o tarifas de corte general. Esto permite el arreglo con el guardia de turno. Es la minería del peso colombiano y el acceso a la primera libertad, la de escoger lo que se desea comer. Exhibir patente de pobreza suele reducir el impacto de la mordida.
La última alcabala, como las otras que se dejan atrás entre Caracas y la frontera, para sortear el paso hacia Colombia, está plena de suspicacia, cacheo y atropello
Francisca es una profesional de la salud, logró emplearse cuidando un niño especial. Se considera privilegiada al ganar menos del salario mínimo, más residencia y comida. Unos 600.000 pesos al mes, libres de polvo y paja, que se convierten al cambio del día en unos 32 millones de bolívares. Cifras que provocan alucinaciones en una población hambrienta. Margarita en cambio luce pálida y raquítica. Atrás dejó a sus dos hijos con la abuela. Vende golosinas para salvarlos de la muerte por inanición. Pausides, albañil de San Felipe, estado Yaracuy, recibió 30.000 pesos enviados por su hijo desde Bucaramanga. Llevaba dos días sin comer para no descontar el dinero recibido, pues 30.000 cuesta el pasaje desde Cúcuta hasta donde le espera su hijo. De exactitud también se puede morir.
Alejandro es un estudiante universitario que procura costearse los estudios llevando cada fin de semana “encargos” de perfumería. En la revisión de su bolso le detectaron dos envases de bloqueador solar, apetecidos por los guardias por su alto costo.
– No puede pasar eso, está decomisado -sentenció el guardia.
– Eso es mío, tengo la factura de compra -ripostó Alejandro.
– ¡Pues esto se queda aquí, y te devuelves! ¡No puedes pasar!
La arbitraria sentencia convertida en amenaza, cerró con una expresión de burla ante la insistencia de Alejandro. Ha de ser una histórica rivalidad:
– ¡Soy estudiante y con eso me ayudo para poder estudiar!
– ¿Estudiante? Ja… ¡Vamos, muévete! -fue la orden final que concretó el despojo.
Isabel no salió sorteada en el puente. Su numerito le sorprendió en la temible alcabala de Peracal, a escasos kilómetros del paso fronterizo. Allí fue requisada por una joven oficial de la Guardia Nacional. En un espacio cerrado, la obligó a desnudarse hasta dar con 300 dólares que Isabel había reunido con supremo sacrificio. La representante de la ley y el orden se quedó con 200 esgrimiendo algún delito fiscal cometido por Isabel.
Miguel y Cecilia entendieron que el amor con hambre no dura. Decidieron marcharse del país. Luego vendrían por su hijo de seis años, al momento bajo custodia de la abuela. Por segunda vez intentan llegar a Cúcuta para vender oro de su absoluta propiedad y costear los boletos. El juego de anillos de compromiso y una pulsera constituyen el capital de escape. En el primer intento, el ojo clínico del gendarme detectó las prendas en las manos de la pareja. En tono marcial invocó alguna ley protectora de los recursos naturales:
– ¡Está prohibido el tráfico de metales estratégicos, tales como cobre, hierro, zinc, plata, titanio, aluminio, cesio, cobalto, cromo, magnesio, mercurio! ¿Antimonio?… y por supuesto, el oro.
La retahíla fue acompañada de una orden severa.
– ¡Deben dejar aquí esos anillos y la pulsera!
Para salvar el amarre de su gran amor, la pareja opto por regresarse. Pero en esta ocasión el oro pasó oculto en los espacios que las parejas sólo exhiben en la intimidad. No es oro de las minas de Las Cristinas, sur de Venezuela, el que se vende en Cúcuta. Son las reliquias, los últimos suspiros de una clase media en ruinas.
Nora, Hortensia y Vianey son docentes de alguna escuela pública del estado Mérida en los Andes venezolanos. Ese día someterían a prueba su autoestima. Agobiadas por los pésimos salarios, han llegado a Cúcuta para vender su cabello. Con sus pelos obtendrán los pesos para comprar comida, lo cual es imposible con el resultado de su trabajo. “Las trasquiladas” temen que a su regreso, en alguna alcabala, les puedan quitar algo de lo obtenido con el sudor de sus cabelleras.
Procuran el sello de salida en sus pasaportes. Muchos han dormido lo más cerca posible de las taquillas para afrontar el tormento de una larga espera
A diferencia del éxodo cubano, el de los venezolanos no ha contado con la preponderancia de los balseros. Pero ello no significa ausencia de peregrinaje, dolor, humillaciones y muerte. Los venezolanos convertidos en los parias del siglo XXI, son la herencia del socialismo de la misma época. Los relatos de violencia y crimen en los cuales se involucran ya se hacen frecuentes en la prensa local cucuteña. En las rutas entre las ciudades de Mérida, Barinas y San Cristóbal (en los llanos) ya existen bandas especializadas en el asalto de transportes de personas. Los hampones, probablemente aliados con funcionarios, buscan moneda dura, requisan y violentan a sus víctimas. No son suficientes los intersticios del cuerpo humano para ocultar el dólar o el peso. Nuestros balseros sobre ruedas deben desafiar las tormentosas aguas del crimen y las alcabalas hasta cruzar el puente. Y desde allí, a surfear con el hambre y la necesidad a cuestas. Tuvimos noticias de un nutrido grupo de “peregrinos” provistos de morrales y carpas. Su destino, Bogotá. Más de 800 kilómetros desde Cúcuta para recorrerlos caminando o pidiendo colas.
El pregón de un joven nos hizo recordar a los viejos vendedores de loterías: “¡Pasamos lo ilegal… pasamos lo ilegal!”. Nos acercamos para indagar sobre aquella extraña oferta.
– ¿A qué se refiere con “ilegal”, amigo?
No hubo respuesta, sólo una mueca despectiva frente a una pregunta necia.
Imposible una descripción completa de la complejidad del aquel tramo fronterizo, sin asomarse al laberinto de una legalidad difusa. Lo que se puede observar como rutina a la luz del día, es el menudeo del contrabando, el detal o baratillo del cual participan miles de sobrevivientes al tsunami revolucionario. Participan de ello los oficiales de bajo rango, los ciudadanos empobrecidos, los “carretilleros” permisados pero dispuestos a obtener ingresos extraordinarios, de los cuales deben otorgar una cuota a los funcionarios.
También se observa una resemantización del concepto Paraco (Paramilitares). Tal denominación se aplica a un menesteroso que cobra peaje, que atemoriza y extorsiona sin importar cuál es su nacionalidad. Se le vincula con las “mulas” que pasan mercancías vadeando el río Táchira bajo el puente. Pero sobre todo se le asocia con el paso por las trochas a través de las cuales se moviliza el contrabando a mayor escala. La opinión general le atribuye al paraco la condición de agente comercial o de servicios que realiza un papel de intermediación entre funcionarios de ambos países. Pero este nivel involucra oficiales de más alto rango. Redes mafiosas requeridas de complicidad binacional. Los paracos realizan el trabajo sucio o son franquiciarios de las rutas clandestinas. La muy denunciada movilización nocturna de gandolas y camiones cargados con mercancías venezolanas, no parece posible sin la cooperación mafiosa binacional.
Alcabalas
Decir alcabalas es identificar un punto de vigilancia y control, con funcionarios representantes del Estado, usualmente policías, Guardia Nacional u otras fuerzas militares. En las sociedades modernas la representación estatal, como bien apunta Raúl González Fabre (Ifedec, 1997), supone la existencia de relaciones abstractas, despersonalizadas, en acato a una ley general. Esto debería protegernos de la subjetividad, presente en toda relación humana. Pero lo que se vive en los pasos fronterizos rebasa el simple acomodo de las reglas al capricho de los sujetos actuantes en la relación. No es la vieja corrupción endémica con inclusión de la mordida más o menos acorde a una infracción. La asociación para delinquir, así como el uso de las armas de la República para asaltar a los ciudadanos inermes, nos colocan varios peldaños más arriba en la escala de la degradación moral de una policía y fuerza armada más próximas a un ejército de ocupación practicando la rapiña. La ley convertida en escudo del delito, convierte en niña de biberón la clásica relación en la cual el soborno distrae la función universal del funcionario. Nos recuerda el origen de la voz alcabala: impuesto creado ¡en la España del siglo XIV!, bajo el reinado de Alfonso XI. Época del uso privado del poder. Y es que los revolucionarios venezolanos, de tanto condenar la privatización de empresas, terminaron privatizando hasta las armas de la República.