Sergio Dahbar (ALN).- La semana pasada falleció el escritor, guionista, actor y músico estadounidense Sam Shepard, a quien definieron como la mente de Kafka en el cuerpo de Jimmy Stewart. Esa era su paradoja, quizás el acierto que le hizo tener un oído tan particular. Sudaba la tierra, y al mismo tiempo era un artista cerebral.
Lejos de quienes se jactaban demasiado de logros personales, lánguido sobre el lomo de su caballo en la granja de Nuevo México, Sam Shepard esquivó con elegancia los estereotipos que intentaban atravesar su corazón. Sudaba la tierra, y al mismo tiempo era un artista cerebral. Suerte de Billy the Kid de nuestro tiempo, sus piezas nunca olvidaron el sabio ritual de los indios.
Fiel al maestro George Gurdjieff, él era tan solo un tipo que conjugaba todo (“La contradicción es un territorio rico. Si tú puedes estar justo en el medio de una contradicción, ahí es donde está la vida”). Esa fue su marca de fábrica, hasta la semana pasada, cuando la enfermedad del ELA (parálisis lateral amiotrófica) lo arrinconó en Kentucky hasta dejarlo sin aliento, a los 73 años. Se fue uno de los grandes dramaturgos estadounidenses.
Shepard sentía orgullo por haberse convertido en un híbrido cultural de fin de siglo. Su piel había sido tatuada con restos de Hollywood
En diciembre de 1986 Sam Shepard se reunió con el periodista Jonathan Cott, en varias ocasiones y paisajes, para armar una entrevista larga para la revista Rolling Stones. Cott recordó las palabras del crítico teatral Michael Feingold, quien aseguraba que la paradoja de Sam Shepard consistía en tener “la mente de Kafka en el cuerpo de Jimmy Stewart”.
De acuerdo con el escritor torturado de Praga, “un libro es el hacha necesaria para romper el agua helada que hay en nosotros”. En más de 40 obras de teatro escritas por Sam Shepard desde 1964, quebró mucho hielo. No faltó el humor ni la denuncia. Ni la mirada compleja sobre la familia americana. “Todo con un oído increíble para las cadencias del idioma americano’’, reconocía Cott.
Shepard sentía orgullo por haberse convertido en un híbrido cultural de fin de siglo. Su piel había sido tatuada con restos de Hollywood, ciertas maneras de Gary Cooper y un sentimiento de desarraigo vital que confluye y se aleja de muchos dramaturgos. Hombre ávido de animales y paisajes desolados, arquitecto amateur de ambientes y afectos, músico instintivo, vivió tantas vidas como pudo y nunca despreció el recuerdo de haber sido un iconoclasta en los brazos de Pattie Smith, en los diabólicos años 60.
El poder y el amor
Sam Shepard admitió haber tardado 20 años en aprender a escribir una pieza teatral y recién después comenzó a hacer cine. Un hombre con talento siempre estará expuesto a las formas más perversas de la crítica. El machismo de Sam Shepard fue analizado como una limitación para crear personajes femeninos. Ciertas obras teatrales (La maldición de la clase miserable, Niño sepultado y Una mentira de la mente) desmienten ese criterio con un musculoso movimiento de caracteres y psicologías complejas. Siempre persiguió lo que él llamaba un asidero: (“Algo por lo cual las cosas puedan reverberar”).
Le interesaban el poder y el amor. De eso hablan muchas de sus piezas. (“El amor no tiene nada que ver con la voluntad del hombre. Ni con el poder. Todo el mundo habla del poder como si supiera lo que significa. Y dicen barbaridades. El amor es un poder en sí mismo. Si tú no caes bajo él, no te enamoras”).
“Si te montas en un caballo y ves la tierra que puedes abarcar, entenderás que late en ti un sentimiento distinto al que puede experimentar un hombre simplemente parado sobre la tierra”
¿Que le digan poeta? Nada lo enorgullecía más. (“Es la cosa más alta a la que puede aspirar un hombre”). Otro asunto es que intentaran desvirtuar su imagen, metiendo el dedo en una llaga: ¿no hubiera sido interesante participar en Vietnam para experimentar la violencia de los hombres, típico en un cowboy? Shepard tenía unos dientes de conejo, ojos azules impactantes y mucha ironía: “Prefiero pensar que en Vietnam no había caballos y no hay cowboy sin caballo”.
Los caballos fueron una forma de conocimiento. Pasó años observándolos, enfrentando furias internas, acariciando esa piel de oro por donde sus dedos resbalan (“Si te montas en un caballo y ves la tierra que puedes abarcar, esa inmensidad alrededor tuyo, entenderás que late en ti un sentimiento distinto al que puede experimentar un hombre simplemente parado sobre la tierra. Son dos culturas irreconciliables”).
Sam Shepard pareció siempre un hombre exitoso, que enamoraba a las mujeres con silencios largos. Pero lo acosaban diferentes miedos. Un sentimiento confuso de desarraigo; la ausencia de una narrativa paterna; el miedo a volar… Hoy tal vez haya conjurado ese temor y pueda moverse entre las nubes a discreción. Se lo merece.