Pedro Benítez (ALN).- Tal como ocurrió en el resto de Latinoamérica, la Revolución Cubana tuvo una enorme repercusión en Venezuela. La caída de Fulgencio Batista, justo un año después del derrocamiento del general Marcos Pérez Jiménez, se vivió como un acontecimiento propio. Otro dictador del Caribe huía. Desde entonces, hasta el día presente, el proceso político cubano marcó el destino del país.
Días después de su entrada triunfal a La Habana, Fidel Castro vino a Caracas atendiendo a una invitación de Wolfang Larrazábal y de sus admiradores venezolanos. Descendió del avión el 24 de enero para participar en la conmemoración del primer aniversario del fin de la dictadura y la ciudad vibró al compás de las recepciones calurosas que se le tributaron. Pero ese día, Rómulo Betancourt, ya presidente electo, se marchó de la capital para visitar los cuarteles de Maracay, donde permaneció mientras miles de manifestantes aclamaban a Fidel.
Betancourt le había enviado a Castro un telegrama de felicitación por su triunfo, pero era un mensaje convencional porque, en el fondo, no simpatizaba con el cubano. Había una reacción instintiva, pese a que las ideas marxistas de Fidel no se conocían para el momento de su arribo al poder. Al presidente electo no le agradó que Castro y sus escoltas llegaran a Venezuela uniformados y armados hasta los dientes; y mucho menos que el jefe de la Revolución Cubana visitara el Congreso con atuendo de pistolero. Rómulo sabía que entre los altos oficiales del Ejército eso había caído muy mal. Por entonces dedicaba todos sus esfuerzos a atraerse la lealtad de las Fuerzas Armadas venezolanas, donde había mucha aprehensión hacia su persona.
Y todavía cayó muy mal aquella invocación que hiciera Castro en sus discursos de Caracas, en favor de las guerrillas, especialmente la parte donde decía: «Si alguna vez Venezuela se llegara a ver bajo las botas de un tirano, cuenten con los cubanos de la Sierra Maestra; con nuestros hombres y nuestras armas, que aquí en Venezuela hay muchas más montañas que en Cuba, que sus cordilleras son tres veces más altas que la Sierra Maestra, que aquí hay un pueblo heroico y digno como el de Cuba».
Este discurso fue muy comentado en el gabinete de ministros que preparaba Betancourt y en los comandos de las Fuerzas Armadas, así como también entre los líderes de la vieja guardia de Acción Democrática (AD). Pero lo que más molestó a Betancourt fue la oración de Domingo Alberto Rangel, diputado y alto dirigente adeco, para recibir a Castro en el Congreso. Ese día decidió provocar la crisis en el partido que culminaría con la expulsión de todos los miembros del grupo de izquierda comandado por Rangel.
En ese mitin, al hacer mención de las altas autoridades del Estado venezolano, a Fidel lo sorprendió la inmensa pita que desató el nombre de Rómulo Betancourt. Olfateó la sangre. El reciente ganador de la contienda electoral había llegado en cuarto lugar en Caracas. El triunfo de diciembre de 1958 se lo debía a los votos de la Venezuela profunda.
El cubano no hizo otra cosa que cometer provocaciones. Una actitud similar a la que tendría unos años después en Chile, país en el que protagonizó una extraña visita de Estado en ocasión de la elección de Salvador Allende como presidente. Hoy sabemos que detrás de esa espontaneidad, aparentemente ingenua, se escondía un ambicioso proyecto de escala continental.
Sin embargo, esa intención no hubiera tenido mayor recorrido de no ser por el particular estado de ánimo, intensamente antiyanqui, de aquella Latinoamérica, en particular de la juventud más politizada que cayó subyugada por la épica de la Sierra Maestra.
La entrevista entre los dos dirigentes se produjo; y Rómulo afirmó posteriormente que Castro le propuso, sin preámbulo, que el gobierno de Venezuela le prestara 300 millones de dólares, «para hacerle una jugada a los gringos» en el caso eventual de una disminución de la cuota azucarera en el mercado norteamericano. Betancourt respondió que el erario nacional estaba exhausto; Castro insistió en pedir un préstamo en entregas de petróleo en forma física. El venezolano explicó que tal procedimiento era violatorio de la ley vigente de Hidrocarburos.
No conocemos la versión cubana acerca de aquella conversación. Lo que sí se hizo evidente desde el primer momento fue la mutua antipatía. No se volvieron a ver jamás.
Pero la radicalización del proceso político cubano llegó muy hondo a la sensibilidad venezolana y pronto habrían de comenzar los incidentes entre Caracas y La Habana; y, lo que era más grave, habrían de iniciarse las guerrillas en territorio venezolano, con la ayuda de ese país. Los fusilamientos en la fortaleza de La Cabaña, las expropiaciones de las empresas estadounidenses, la escalada del conflicto con Washington, se vieron como un tema nacional, acentuando la lucha interna dentro de AD, mientras se alimentaba la reacción de la calle al gobierno de Betancourt. Mientras más se radicalizaba Fidel frente a los Estados Unidos, era más aguda la polémica en el partido blanco y más agresivo el debate político en el país.
En Cuba, Castro desdeñó desde el principio las formas de una democracia liberal. Rápidamente impuso una mezcla de dictadura revolucionaria con mesianismo personalista. Audazmente se lanzó a modificar radicalmente la estructura económica y social de la isla, pero en la tradición personalista y autocrática latinoamericana. Mucha gente en el hemisferio quedó enamorada con aquello de «la única dictadura de izquierda en América Latina».
Los marxistas decían en 1960 que en Cuba no existía una dictadura del proletariado sino de los guerrilleros de la Sierra Maestra. Se argumentaba que ese país estaba más cerca del mundo occidental que del bloque soviético y que una sociedad comunista no se improvisa de la noche a la mañana. Sus bruscos cambios y la fulgurante quema de etapas eran vistas con reservas. Pero en Venezuela, en el Partido Comunista (PCV) y en el ala izquierda de AD se apreciaba de manera diferente. Se creía que los cubanos podían construir una sociedad socialista alegre, sin la policía política de Europa oriental, incontaminada por el stalinismo.
Sin embargo, en aquellos primeros meses del gobierno de coalición (AD, URD y Copei), iniciado el 13 de febrero de 1959, el enemigo a muerte de Betancourt estaba en Santo Domingo. Romper relaciones con la dictadura dominicana fue una de las primeras decisiones que tomó. Sabía que Rafael Leónidas Trujillo, en contubernio con factores venezolanos, iba a conspirar en su contra. Este respondió con ira y casi a diario insultaba y amenazaba al presidente venezolano.
Betancourt parecía disfrutar ante las amenazas. Era el tipo de líder que gozaba ante esos retos. «A mí no me joderán estos bolsas como jodieron a Gallegos», solía decir.
Paralelamente, en Caracas se multiplicaban las manifestaciones y motines de desempleados, siempre disueltos por la Policía. La determinación del nuevo presidente de eliminar el Plan de Emergencia, prendió la mecha en la ciudad.
El 4 de agosto de 1959 salió un primer decreto de Betancourt suspendiendo el derecho de reunión; los urredistas protestaron en el seno del gobierno. La inseguridad, con el estallido de bombas y niples, cada vez era más frecuente. A fines de ese año se detecta un conato de levantamiento y van a prisión varios civiles, entre ellos Carlos Savelli Maldonado, Simón Jurado Blanco, José Vicente Graterol Roque y Antonio Reyes Andrade, abogados desafectos al régimen constitucional. También se toman medidas contra el diario «La Razón» y el periodista Marco Aurelio Rodríguez.
Se desata un debate en la opinión pública acerca de la legalidad de las medidas tomadas y se produce la primera crisis grave en el gobierno de coalición cuando José Vicente Rangel, dirigente de URD, asume la dirección de ese diario opositor.
La dirección de URD emite un comunicado el 2 de noviembre anunciando la renuncia de sus ministros y gobernadores por la posición anticomunista de Betancourt. El presidente pide una definición: o con el gobierno o con la oposición. Al regresar de un viaje al exterior de Jóvito Villalba cesa la crisis, y URD seguirá en el gabinete ejecutivo.
Como respuesta a la constante presión de calle, se decide en enero de 1960 enviar a 97 detenidos por acciones de violencia a las colonias de Santa Elena de Uairén. El 11 de enero nuevas manifestaciones recorren las avenidas de la capital y llegan cerca de Miraflores, con saqueos de comercios e incendios de autobuses, y un saldo de muertos y heridos.
El 21 de enero el ministro del Interior, Luis Augusto Dubuc, devela una conspiración con la participación del dictador dominicano y de agentes perezjimenistas. La cárcel Modelo se abre para los detenidos. Betancourt asegura que «se trataba de incitar a una guerra civil”. Acusa al PCV de estar detrás de la agitación entre los antisociales.
1960 fue un año de violencia política para la capital de Venezuela, foco de toda la agitación y destino de todas las conspiraciones. Pero Betancourt no daba tregua ni cuartel.
El 19 de abril de ese año el ex ministro de la Defensa de la Junta de Gobierno de 1958, el general Jesús María Castro León entra clandestinamente por la frontera del Táchira y ocupa con facilidad el cuartel Bolívar de San Cristóbal. Le acompañaban otros oficiales como el coronel Francisco Lizarazo, el teniente coronel Juan de Dios Moncada Vidal, los mayores Pedro Barreto Martínez y Luis Rafael Cardier, más otros diez militares de baja graduación. La intentona quedó aislada sin respaldo de las demás guarniciones del país; el Gobierno movilizó las fuerzas leales hacia los Andes, mientras en la calle, los obreros y campesinos salieron a manifestar su respaldo al régimen democrático. Todavía estaba presente el denominado “espíritu del 23 de Enero”. La amenaza golpista venía por la derecha, aún no por la izquierda.
Pocos días después, el 24 de junio, ocurrió el atentado en su contra. Una bomba de alto poder explosivo estalló en un automóvil estacionado en la avenida de Los Símbolos, cuando se dirigía hacia Los Próceres para presenciar el desfile militar en el día del Ejército. El artefacto destruyó el carro presidencial, mató al edecán coronel Armas Pérez y quemó e hirió al presidente, al ministro de la Defensa, López Henríquez y a su esposa. Betancourt pudo salir del automóvil y de inmediato fue conducido al Hospital Clínico en la Ciudad Universitaria.
Este hecho conmovió al país y repercutió en América. La fortuna, siempre tan determinante en los asuntos humanos, corrió a su favor. El atentado le permitió demostrar su valor físico y serenidad mental. Betancourt vio aumentar su prestigio político por su entereza y firme decisión de enfrentar a los enemigos de la naciente democracia venezolana.
El gobierno venezolano denunció a Trujillo ante la Organización de Estados Americanos (OEA). Los países americanos acordaron el bloqueo y el embargo comercial contra la dictadura trujillista. Poco tiempo después los propios dominicanos ajustaron cuentas contra su dictador. Así terminaba una vieja disputa que había comenzado en los años del primer destierro de Betancourt.
En Venezuela, el intento de magnicidio y la invocación del espíritu del 23 de enero apaciguaron por algunas semanas las aguas. Todos los sectores, incluyendo a las propias fuerzas de la izquierda, condenaron la tiranía de Santo Domingo. Betancourt afirmó que era absurdo la división de las fuerzas democráticas «cuando el enemigo acecha».
Y agregó: «ocho horas después del atentado, con las manos vendadas, me vine a Miraflores porque el puesto del timonel es el timón»; y anunció que se habían suspendido las garantías constitucionales porque había que sacar «de una vez por todas, las raíces de la recurrencia dictatorial».
Sin embargo, no logró persuadir a muchos de sus propios ex compañeros de partido. El proceso de cisma en AD había comenzado antes del atentado de junio, incluso en la etapa final de la resistencia a la dictadura perezjimenista cuando una nueva generación tomó el comando del partido clandestino. Varios de esos nuevos cuadros, entre los que contaban Américo Martín, Simón Sáez Mérida, Rafael José Muñoz, Rómulo Henríquez, Moisés Moleiro, Raúl Lugo y Héctor Perez Marcano no habían formado parte de la AD originaria, estaban influenciados por el marxismo y proponían hacer del socialismo la ideología de la organización. El desencuentro con Betancourt, que venía haciendo la evolución ideológica en sentido contrario, fue inmediato. Puede que esa haya sido una de las razones por las cuales esa tendencia, que se autodenominaba de izquierda revolucionaria, se opusiera rotundamente a la candidatura presidencial del líder fundador en 1958, alegando que la misma era una provocación hacia los militares.
Nunca se tragaron el proyecto reformista de Betancourt, su retórica anticomunista, ni aceptaron las concesiones que, afirmaban, le daba “a la derecha”. La mala química con Castro hizo el resto. A inicios de 1960 ese sector hacía más oposición a la gestión gubernamental que los comunistas. Ante la creciente desafección entre sus propias filas, el presidente los bautizó como “cabezas calientes” y solicitó a la Dirección Nacional el pase al Tribunal Disciplinario del partido de Domingo Alberto Rangel, el más destacado de sus voceros, así como la intervención del Buró Juvenil. El conflicto estalló en abril de ese año, cuando los miembros de la tendencia formaron tienda aparte arrastrando consigo a un buen número de diputados del parlamento nacional.
Entonces AD perdió lo mejor de sus cuadros juveniles. Se marcharon para formar el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Este movimiento se declaró marxista, socialista, antimperialista y antifeudal. Sus organizadores se comprometieron a “hacer en Venezuela la revolución nacional”, y aseguraron que no se trataba de una reacción de tipo generacional, sino ideológica «porque AD ha traicionado las banderas de la izquierda democrática y revolucionaria».
El MIR se constituyó en Caracas el 12 de abril de 1960, pero fue legalizado el 25 de agosto del mismo año.
Seguirá…
@PedroBenitezF