Rafael Alba (ALN).- Esquerra Republicana de Catalunya ya asumió que para conseguir la independencia necesita más apoyos de los que ahora tiene. Por eso cada vez se acerca más al PSOE y a Unidas Podemos. Esto al presidente de la Generalitat, Quim Torra, y a su jefe, el exiliado Carles Puigdemont, les da miedo. Temen que Esquerra, su socio en el gobierno, salga de la prisión ideológica en la que está metida y abandone la vía unilateral. Por eso mantienen la tensión en las calles.
¿Cuáles son los verdaderos motivos por los que el presidente de la Generalitat de Cataluña, Quim Torra, y su jefe en la sombra, Carles Puigdemont, aplauden e incentivan las movilizaciones callejeras, pacíficas y violentas, que han condicionado la vida política española desde que el pasado 15 de octubre se emitió la sentencia del procés? ¿Se trata, como mantienen ambos, de plantear un reto permanente a España y sus gobernantes para forzar un proceso de diálogo alrededor de la convocatoria de un referéndum de autodeterminación, al parecer el único asunto sobre el que estarían dispuestos a hablar? ¿O acaso estamos ante un intento desesperado de volver a internacionalizar el supuesto conflicto político tras la indiferencia generalizada que cosecharon hace dos años con sus movimientos unilaterales, su referéndum ilegal y la proclamación de una república virtual que pareció ser y nunca fue, según la propia versión aportada por algunos de sus principales promotores en el juicio en el que fueron sentenciados a dilatadas penas de cárcel por haber cometido un delito de secesión?
Tal vez estemos ante una combinación de ambas cosas. Por lo menos, en la versión canónica del relato sobre su más reciente desafío al Estado que los independentistas más radicales, y cercanos a la pareja Torra-Puigdemont, intentan establecer con más o menos éxito. O tal vez no, porque para muchos expertos conocedores de la situación, hace ya bastante tiempo que las claves correctas para analizar los movimientos convulsivos de los dirigentes políticos que representan a esos dos millones de ciudadanos que dicen soñar con una República de Cataluña, separada de España, responde más a lógicas internas y a sus propias luchas de poder que a ninguna otra razón estratégica. Quienes defienden esta versión aseguran, además, que estas movilizaciones y esta violencia juvenil administrada, de momento, en pequeñas dosis, por muy letales que puedan parecer, sólo responden al interés del ala radical de JxCat (Torra-Puigdemont) y los representantes de cierta burguesía ilustrada catalana, en mantener bloqueadas sobre el terreno de juego las estrategias con que sus socios y rivales ERC (Esquerra Republicana de Catalunya) pretenden superar el bloqueo y buscar nuevos escenarios para la causa, lejos de la imposible y ya fracasada unilateralidad.
El exprimer ministro de Francia y excandidato de Ciudadanos a la Alcaldía de Barcelona, Manuel Valls, lo expresó mejor que nadie en una reciente aparición en el programa de televisión Salvados de La Sexta. “Los independentistas han perdido la batalla y lo saben”, dijo. Lo malo es que ahora ni Torra ni Puigdemont pueden reconocerlo, porque todo el castillo de naipes que han levantado para mantener en pie la ficción republicana se vendría abajo. Incluida la estructura semi-institucional que arropa en Bruselas al autodenominado president en el exilio. Sin embargo, de alguna forma, muy matizada y con bastante sordina, ERC sí lo ha hecho ya. Ha admitido que para conseguir la independencia necesita ampliar los porcentajes de población que la apoyan, ahora inferiores al 50%, e incluso la falta de consideración que han demostrado con los catalanes que no están a favor de la independencia o el lamentable error cometido al fijar una hoja de ruta detallada, llena de compromisos imposibles de cumplir.
Carme Forcadell hace autocrítica
La encargada de entonar este intento de autocrítica pública no ha sido una dirigente de segunda clase. Muy al contrario. Lo hizo Carme Forcadell, miembro destacado del colectivo de políticos independentistas presos, que ha sido condenada a una pena de 11 años y medio de cárcel. Alguien con mucho peso, una de las lideresas más radicales del procés, que impulsó primero desde la presidencia de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), la asociación que vertebra a casi todo el movimiento independentista, y luego como presidenta del Parlament, cargo desde el que hizo posible la aprobación de las leyes inconstitucionales que intentaron dar cobertura jurídica tanto al referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 como a la fallida declaración de independencia del 10 de octubre de ese mismo año. Además, lo hizo en una entrevista concedida a Catalunya Ràdio, la emisora de cabecera del independentismo, realizada en la prisión de Mas d’Enric, en Catllar (Barcelona).
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Forcadell fue muy clara y dejo muy poco espacio para una posible interpretación ambigua del mensaje que quería transmitir. “No tuvimos empatía con la gente que no es independentista y que quizá no se sintió tratada de manera justa. Hay mucha gente que no es independentista que defiende las libertades y los derechos fundamentales y que si le das a elegir entre España y Cataluña elige España”, dijo. Y afirmó también que los presos no pueden funcionar como moneda de cambio y que se necesita hacer una reflexión profunda para diseñar un futuro. También condenó inequívocamente la violencia, sin añadir los matices habituales que utilizan los altos cargos de su propio partido que ahora ostentan el poder institucional, y añadió que “Hay que mirar por el bien del país, de todo el país y de toda la gente que vive en él”. Una verdadera bomba de relojería lanzada contra Torra, Puigdemont y sus presuntos brazos civiles suministradores constantes de tensión desde los CDR y la aplicación Tsunami Democràtic, desde cuyo canal de Telegram, con 380.000 seguidores, se organizan últimamente las movilizaciones de respuesta a la sentencia.
Entonces, ¿hay dos almas enfrentadas en la ERC actual? No. El partido de Oriol Junqueras necesita girar y lo sabe. Tender puentes hacia sus antiguos socios históricos, el PSC y los federalistas de En Comú, antes integrados en IU-Iniciativa por Cataluña, de quienes se separó en mala hora, tras haber compartido dos gobiernos tripartitos que sirvieron para desalojar del poder autonómico a CiU, la corrupta formación política de derechas, presidida por Jordi Pujol, ahora reconvertida en JxCat, que había dirigido Cataluña hasta entonces. Una formación política, que hacía gala siempre de moderación, y se entendía sin problemas con PP y PSOE, a quienes ayudó a gobernar con pactos en los que siempre sacaba tajada para aumentar el autogobierno catalán y, aparentemente, pescar en el río revuelto de las comisiones obtenidas por medio de la concesión de obras públicas. Los republicanos, dirigidos entonces por el polémico Josep-Lluís Carod-Rovira, hacían ya gala de su independentismo, entonces una opción minoritaria, pero también de la necesidad de restar todo el poder posible al clan Pujol y a la derecha neoliberal que su partido representaba.
ERC tras la presidencia de la Generalitat
Tras el fracaso del procés a ERC no le queda más remedio que volver a apostar por el antiguo eje izquierda-derecha, para ampliar la base del movimiento independentista. Y ante el riesgo de que ERC vuelva a ser de izquierdas y aparque el nacionalismo por un tiempo, como defiende un sector de influencia creciente en la dirigencia, los actuales jefes de JxCat, herederos del clan Pujol y la CiU histórica, mantienen la tensión en las calles para evitar que sus socios necesarios salgan de la prisión ideológica en la que están metidos. Y para evitar también que logren por fin convertirse en el partido independentista más votado en unas próximas elecciones autonómicas. Algo que han acariciado muchas veces, pero no han logrado aún. ERC no se atreve a pagar en las urnas, el precio de una presunta traición a la causa de la República Catalana. Y quizá tampoco pudiera hacerlo en cualquier caso, porque esos comicios sólo pueden ser convocados por Quim Torra, el actual presidente de la Generalitat. Y el súbdito político de Puigdemont ya ha dejado claro que no piensa hacerlo. Cree que la legislatura no está agotada y amenaza con poner en marcha otra hoja de ruta para promover un nuevo referéndum ilegal. Y lo que haga falta.
Ahora ERC está probando en parte su propia medicina. En 2011, CiU había logrado recuperar la presidencia de Cataluña, tras dos legislaturas de los tripartito de izquierdas de los que hablábamos antes, presididos por los socialistas Pascual Maragall y Josep Montilla. El líder del partido nacionalista y conservador era Artur Mas, el delfín elegido por el propio Pujol. Un entusiasta de los recortes, que tuvo que huir del Parlament en helicóptero para sortear una manifestación de los indignados catalanes que le acusaban de poner en práctica políticas económicas injustas y de empobrecer a la población. Y los republicanos, junto a las fuerzas que luego formarían la CUP, tenían un gran protagonismo en unas manifestaciones que servirían para hacer crecer la base independentista. Mas y su partido, condenado por corrupción y que tuvo que proceder a varios cambios de nombre para enterrar el pasado, abrazaron la independencia para sobrevivir y han acabado siendo más radicales que nadie.
Así consiguieron sobrevivir a una aniquilación anunciada, al forzar a sus enemigos históricos de ERC a forjar una sola lista independentista en las elecciones de 2015, la famosa Junts pel Sí, que proporcionó al independentismo la mayoría parlamentaria con la que intentaron poner en marcha la república dos años después. Antes el propio Mas había convocado en 2014 el primer sucedáneo de referéndum de autodeterminación de la serie, atrevimiento que le costaría la inhabilitación. Además, se vio obligado a ceder a su correligionario Puigdemont la presidencia de la Generalitat, porque los diputados de la CUP, cuyos votos eran indispensables para conseguir la mayoría, se negaron a apoyarle. Así que la antigua CiU, ahora reconvertida en JxCat, aprendió la lección. Su supervivencia depende de mantener a las bases independentistas inmovilizadas y a ERC maniatada por la tensión que generan las masas en movimiento. Y poco importa que en las elecciones generales, los de Junqueras y Gabriel Rufián consigan ser la primera fuerza. Ya lo fue durante años el PSC. O no hace tanto En Comú. Eso es lo de menos. Lo importante es asegurarse el poder institucional catalán. Controlar TV3 y los presupuestos que compran voluntades. Y eso lo seguirán haciendo, mientras Torra no convoque elecciones. Seamos claros. ¿Va a atreverse alguna vez ERC a desmarcarse y promover, por ejemplo, una moción de censura para derribar al actual gobierno, mientras las masas de las esteladas estén ocupando las calles? No parece probable. ¿Verdad?