Nelson Rivera (ALN).- Históricamente se ha dicho que cuando se produce la ausencia del Estado prolifera la delincuencia organizada. Esto es cierto, pero hay que decir más: son numerosos los países donde el poderío de las bandas supera o compite con el de las instituciones.
El 10 de mayo de 2016, un grupo de madres realizó una marcha para exigir la aparición con vida de sus hijos desaparecidos. Con sus modestos carteles caminaban por el centro de Veracruz, México. Había activistas que repartían panfletos con los nombres de los desaparecidos más recientes. Dos desconocidos se aproximaron al núcleo de la protesta y distribuyeron ejemplares de un panfleto: una especie de mapa trazado a mano, de una zona ubicada a unos 15 kilómetros, que lleva el nombre de Colinas de Santa Fe. Unas cruces señalaban los supuestos puntos donde estarían enterrados los desaparecidos.
Hubo que recurrir a los tribunales para que las madres pudieran acceder al lugar. Así comenzó la incierta búsqueda de cadáveres, cuyas imágenes estremecen: madres que, por años, han ido con palas a remover basura, escombros y extensiones de tierra, para sacar a superficie osamentas sin identificar metidas en bolsas de plástico.
A medida que ha pasado el tiempo, las cifras de los hallazgos han crecido: en abril de 2019, por ejemplo, los noticieros reportaban 14.000 restos distribuidos en 125 zanjas. Cuatro meses después, la cifra había aumentado: 22.000 conjuntos óseos, así como centenares de cráneos separados del resto de los cuerpos a los que pertenecieron. La que ha sido calificada como la fosa clandestina más grande del mundo es el resultado final de las guerras por el control de esa región costera, fundamental para las operaciones de narcotráfico, entre el Cartel del Golfo, Los Zetas y Jalisco Nueva Generación. Si alguien pregunta qué es delincuencia organizada habría que contestar: una estructura que, a lo largo de años, es capaz de asesinar a miles y miles, decapitar a una parte de esos muertos, meterlos en bolsas de basura, abrir zanjas en los linderos de un basurero, depositar miles y miles de cadáveres en el lugar, sin que las autoridades hagan algo distinto a mantenerse en silencio.
Hitos del continente
De acuerdo a estimaciones de expertos, en México hay más de 200 “súper pandillas”, no sólo dedicadas al narcotráfico: también secuestran, violan a menores, contrabandean armas, trafican con personas, mantienen carteles de prostitución y juego ilegal, extorsionan y realizan feroces ajustes de cuentas. Algunas de esas estructuras cuentan con especialistas: por ejemplo, eficaces expertos en el oficio de decapitar.
En los países que conforman el Triángulo Norte de Centroamérica -Guatemala, Honduras y El Salvador- actúan las mundialmente famosas maras, que vienen creciendo desde hace cuatro décadas. Sólo la llamada Mara Salvatrucha -cuyas redes se extienden hacia Belice, México, Estados Unidos, Nicaragua, Costa Rica, Panamá y varios países de Europa-, tendría 46.000 miembros. Su incesante actividad de sometimiento de zonas enteras de las principales ciudades de los tres países, es la primera causa por la que, hasta el 2019, entre 300.000 y 400.000 personas por año han migrado en condiciones de extremo riesgo, hacia México y Estados Unidos principalmente. Huyen del hambre, el desempleo y la falta de oportunidades, pero primordialmente de la violencia de las pandillas, y a menudo terminan en fosas comunes, prostíbulos o cárceles, sin alcanzar el estatuto de una vida mejor.
Jeremy McDermott, estudioso de los fenómenos criminológicos, publicó en enero de este año –Insight Crime-, un informe dedicado a los 10 principales grupos criminales de América Latina. Tres de ellos son colombianos: el Ejército de Liberación Nacional -ELN-, las exFARC Mafia y los Urabeños/Ejércitos de Liberación Gaitanistas. A ellos habría que sumar las innumerables Bacrim -Bandas Criminales-, que se cuentan por centenares y que están distribuidas en 28 de los 32 departamentos de Colombia, y que además del repertorio común de delitos como los antes mencionados, añaden la explotación ilegal de minerales -devastadora en lo ambiental-, el asesinato de dirigentes campesinos y activistas de los derechos humanos. Varios de estos grupos, notoriamente el ELN y las exFARC Mafia, se han desplegado en territorio venezolano y en la región norte de Ecuador.
El capítulo de las grandes bandas tiene en Brasil, la que podría ser una de sus estructuras más logradas: el Primer Comando de la Capital -PCC-, red criminal constituida por entre 35.000 y 40.000 hermanos, cuyas operaciones comenzaron en los primeros 90. Sus tentáculos se han proyectado hacia casi todos los países de Sudamérica, y han cruzado el Atlántico para alcanzar presencia en seis o siete países de Europa –España entre ellos-. Lo narra un reportaje del diario El País: el PCC es una compleja combinación de sociedad secreta, banda delincuencial y red de mutuos apoyos. En barrios de Sao Paulo funcionan como pequeños regimientos de control social: deciden quién debe morir, zanjan disputas y hasta resuelven las urgencias de familias en situación de extrema pobreza. Huelga decirlo: el narcotráfico, con todas sus sangrientas derivaciones, es su principal negocio.
Este recorrido por las organizaciones delictivas del continente tiene en Venezuela -también en Nicaragua– un capítulo particular: cuerpos uniformados del Estado –FAES, Sebin, Conas, DGCIM en Venezuela; y Policía Nacional en Nicaragua-, que actúan al margen de la ley, con procedimientos violatorios del debido proceso, el derecho a la defensa y a las leyes, y que con alarmante frecuencia realizan ataques a ciudadanos indefensos, a simples transeúntes, asociados con grupos paramilitares o colectivos. Conforma una tendencia de la que todavía no hay estudios conocidos de fondo: la alianza real y multifactorial entre la izquierda y la delincuencia en América Latina.
Fin del Estado de Derecho
A esta muy superficial revisión, que sólo se ha detenido en algunos de los grupos delictivos violentos del continente, habría que sumar otras miles de bandas conformadas por grupos entre 10 y hasta 500 integrantes, como Los Pulpos en Perú, como El Patrón del Mal del Norte y Los Nenes Bien de Argentina, Los Ricarditos y Los Figueroa en Montevideo, Bagdad y Calor Calor en Panamá, Rey Zamora o Colón Pico en Ecuador, y así, de forma interminable. Un primer recuento hecho para preparar este material, permite estimar que en América Latina y el Caribe las bandas activas podrían sobrepasar las 8.000, y que sus integrantes suman varios centenares de miles.
En las últimas tres décadas, la diseminación de la delincuencia organizada no es sólo numérica: también se han especializado en nuevas formas de criminalidad como el tráfico de personas y órganos, la minería ilegal, la reproducción de productos de lujo, la falsificación de medicamentos y más.
Históricamente se ha dicho que cuando se produce la ausencia del Estado prolifera la delincuencia organizada. Esto es cierto, pero hay que decir más: son numerosos los países donde el poderío de las bandas supera o compite con el de las instituciones. Hay bandas armadas y entrenadas, que superan a los cuerpos policiales más reputados; que tienen sólidas capacidades financieras; que controlan a policías, jueces y medios de comunicación; dotadas tecnológicamente (es llamativa la cantidad de ellas que son dirigidas desde las cárceles); que desarrollan prácticas de legitimación e imagen. En algunos países, como en Venezuela, Nicaragua y México, la compenetración entre gobernantes y delincuentes es tal, que acaban por ser indistinguibles unos de otros.
Algunos acumulan tanto poder, que se erigen en amenazas reales para la paz (como en Colombia y México), someten a las comunidades pobres a suplicios inconfesables, se apropian de vastas extensiones de territorio, toman el control de los gobiernos –Nicaragua, Venezuela-, actúan como depredadores de las riquezas naturales y del medioambiente, de las riquezas fiscales y la propiedad y, lo más grave, de las personas y del derecho a vivir en relativa paz.