Aníbal Romero (ALN).- Memorias de Adriano, por Marguerite Yourcenar. “Considero que Memorias de Adriano roza la perfección, por el modo en que Marguerite Yourcenar enlaza la historia que desarrolla, narrada por el protagonista principal del libro -el emperador romano Adriano del siglo II de la era cristiana- con un lenguaje que alcanza impresionante lirismo”.
(Nota preliminar: Al dar inicio a esta serie anuncié que la misma comprendería 12 entregas. Pues bien, con la presente he alcanzado esa meta. Es tiempo de agradecer a los lectores la acogida positiva que han concedido a estas reseñas, y en particular los comentarios que algunos tuvieron la gentileza de remitirme. Agradezco igualmente a los redactores de ALnavío su interés en mis aportes).
Existen obras literarias que se acercan a la perfección, y pienso que las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar es una de ellas. Hay otras más, desde luego, y entre las que he tenido ocasión de disfrutar en el campo de la literatura de ficción, ubicaría también en ese rango libros como El extranjero de Albert Camus, La metamorfosis de Franz Kafka, La muerte de Iván Illich de León Tolstoi, The Turn of the Screw (Otra vuelta de tuerca) de Henry James, La muerte en Venecia de Thomas Mann, Pedro Páramo de Juan Rulfo, El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez, así como varios de los extraordinarios relatos de Jorge Luis Borges. Cada uno de nosotros, por supuesto, posee su lista personal.
Hablo de perfección en función de tres criterios:
-la fuerza persuasiva de los contenidos narrativos, que suscitan credibilidad en el lector;
–la magia del lenguaje y su adecuación al carácter de la historia que se expone;
-y en tercer término el tono de la obra, y con ello me refiero a una categoría en cierto modo inefable, difícil de asir, relativa al ritmo del relato, al estilo que el autor le imprime, a la cadencia con que el escritor adelanta el flujo de las oraciones, los eventos y los capítulos, hilvanando lo que acontece dentro de una atmósfera propia.
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En este orden de ideas, repito, considero que Memorias de Adriano roza la perfección, por el modo en que Marguerite Yourcenar enlaza la historia que desarrolla, narrada por el protagonista principal del libro -el emperador romano Adriano del siglo II de la era cristiana- con un lenguaje que alcanza impresionante lirismo. A la feliz unión entre la historia que es narrada y las herramientas lingüísticas empleadas para hacerlo, se añade un tono que tiende a borrar los límites entre la narración y la poesía, pero que lo hace respetando y superando esos espacios en un nuevo y misterioso plano creativo.
Confío que los que conocen y aprecian el libro de Yourcenar acogerán de modo positivo estos comentarios iniciales. A los que no hayan todavía abordado esta obra singular y se decidan a leerla, les auguro que comprobarán la verdad de mis aseveraciones desde los primeros momentos de la obra, cuando Adriano-Yourcenar se entrega a redactar su extensa epístola dirigida al joven Marco Aurelio, a objeto de contarle su vida y transmitirle la sabiduría acumulada a lo largo de su ejercicio del poder supremo.
Los lectores en lengua española somos afortunados, pues el libro de Yourcenar fue traducido a nuestro idioma por el también notable escritor Julio Cortázar, y su versión, en la medida que he podido cotejarla adecuadamente con el original francés, rescata en lo esencial los rasgos que he procurado destacar. La traducción de Cortázar consigue lo que tiene que ser el propósito de un esfuerzo de ese tipo. No se trata de reproducir con exactitud un libro en otro idioma sino de recrearlo, de alcanzar una legítima y convincente conquista literaria sin traicionar la obra primigenia. Es una tarea compleja que Cortázar llevó a cabo con magistral destreza y un envidiable dominio de ambas lenguas.
Citaré unos párrafos que nos ofrecen una puerta de entrada a esta obra, llena de ardor y extraña belleza:
“No desprecio a los hombres. Si así fuera no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo”.
“Todos los problemas del imperio me abrumaban a la vez, pero el mío propio pesaba más. Quería el poder. Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir”.
“Y daba gracias a los dioses por haberme dejado vivir en una época en la que mi tarea consistía en reorganizar prudentemente un mundo, y no en extraer del caos una materia aún informe, o en tenderme sobre un cadáver para tratar de resucitarlo”.
“Advierto una objeción a todo esfuerzo por mejorar la condición humana: la de que quizá los hombres son indignos de él”.
“A cada uno su senda; y también su meta, su ambición si se quiere, su gusto más secreto y su más claro ideal. El mío estaba encerrado en la palabra belleza, tan difícil de definir a pesar de todas las evidencias de los sentidos y los ojos. Me sentía responsable de la belleza del mundo”.
“Me obstinaba en que el más desheredado de los seres, el esclavo que limpia las cloacas de la ciudad, el bárbaro hambriento que ronda las fronteras, tuviera interés en que Roma durara… Quería que a todos llegara la inmensa majestad de la paz romana, insensible y presente como la música del cielo en marcha…”.
“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…”.
Los lectores en lengua española somos afortunados, pues el libro de Yourcenar fue traducido a nuestro idioma por el también notable escritor Julio Cortázar, y su versión, en la medida que he podido cotejarla adecuadamente con el original francés, rescata en lo esencial los rasgos que he procurado destacar.
Estas son las últimas frases del libro, las reflexiones finales de Adriano acerca de uno de los temas relevantes de la obra, la muerte y su significado. Los demás pasajes citados nos revelan cuestiones adicionales que ocupan a Yourcenar: el poder, sus desafíos y su capacidad de corromper, pero también también de detonar un ansia constructiva y ordenadora; nuestra complicada condición humana, sus angustias y efímeras satisfacciones; la visión que Adriano tiene de su misión, sustentada por una idea de Roma como potencia civilizadora, que debía perdurar con base en conquistas espirituales y no primordialmente en la represión militar.
La autora reconstruye un pasado ateniéndose con bastante fidelidad a las fuentes históricas, y su anhelo de autenticidad sólo se desvía con relación a asuntos menores, que además nos comenta en la detallada nota explicativa con la que termina el libro.
Memorias de Adriano es una obra de amor intelectual. A la autora le tomó 25 años de trabajo completarla, un camino a lo largo del cual experimentó desfallecimientos y desilusiones, momentos de pesadumbre y desgano, pero también de inspiración y energía creadora. Sus empeños como investigadora pueden apreciarse leyendo la nota final, en la que como ya mencioné Yourcenar enumera sus fuentes y ordena la lista de obras en las que se apoyó para construir su relato.
En este orden de ideas es de interés apuntar que el libro, publicado por primera vez en 1951, muestra en algunos episodios las huellas del tiempo en que fue principalmente elaborado, que incluyó las sacudidas producidas por la segunda guerra mundial y sus efectos sobre la autora. Merece la pena citar este párrafo para percibirlo:
“La vida es atroz, y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los períodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas; el desorden triunfará, pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos períodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles”.
Intuyo que estas frases no se refieren solamente a los acontecimientos de los que Adriano fue testigo en su propia época, sino que desvelan las marcas de experiencias directamente vividas por Yourcenar en la suya.
La decisión política fundamental que se sembró en el espíritu de Adriano, aún antes del fallecimiento de su antecesor, el emperador Trajano, fue la de poner fin a la política de conquistas de Roma y sustituirla por otra, orientada a la estabilización del imperio, la contención de los enemigos externos y la preferencia por las negociaciones en lugar de la guerra. Adriano había participado con lealtad y eficiencia en las continuas empresas bélicas que Trajano llevó a cabo, como eje de una estrategia expansionista que no aceptaba límites ni aventuraba una conclusión posible. El nuevo emperador enfrentó las ambiciones de lo que llamaba “el partido militar”, que había sido dominante bajo Trajano. La nueva estrategia se basaría en la moderación, en un sentido de equilibrio, en la convicción de que el inmenso espacio geográfico, demográfico, étnico y cultural que abarcaba el imperio, sólo podía seguir creciendo a costa del debilitamiento de los factores que le daban unidad interna y que estaban vinculados a una obra civilizatoria:
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“Cuando visitaba las ciudades antiguas, sagradas pero ya muertas, sin valor presente para la raza humana, me prometía evitar a mi Roma el destino petrificado de una Tebas, una Babilonia, o una Tiro. Roma debería escapar a su cuerpo de piedra; con la palabra Estado, la palabra ciudadanía, la palabra república, llegaría a componer una inmortalidad más segura”.
La paz era la meta de Adriano, pero no a cualquier precio: “La paz era mi fin, pero de ninguna manera mi ídolo”. Yourcenar nos presenta a Adriano como un político y un guerrero comprometido con firmes convicciones, consciente de que el “respeto sería demasiado blando sin una cierta aleación de temor”. Tuvo claro que la paz no podía construirse sobre ilusiones sino sobre un balance de poder, en el cual Roma jugaba el papel de columna vertebral con su poderío militar incólume, pero ahora conducido por un líder con la inteligencia y la fortaleza personales para moderarse. Cuando tuvo que hacer la guerra con fines defensivos, Adriano la hizo.
La política de contención de Adriano, su opción a favor de la paz y en contra de un renovado expansionismo, halló un símbolo práctico de la meta estabilizadora en la construcción de la famosa “muralla de Adriano”, que todavía hoy puede visitarse en el norte de Inglaterra y que señaló el límite de lo que hasta entonces había sido el incesante ensanchamiento del imperio.
Para dar cuenta, así sea en forma muy resumida, de la riqueza literaria y filosófica de esta obra, debo dejar constancia de la importancia que en ella ocupan los temas del amor y la muerte, vinculada esta última a una reflexión sobre el suicidio. Al respecto, sólo añadiré que el tratamiento que les da Yourcenar a estos tópicos se caracteriza por el despliegue de una fina sensibilidad, guiada por una honda comprensión de las motivaciones, la zozobra y el alborozo que se mezclan en nuestra permanente búsqueda de sentido.
En síntesis, Memorias de Adriano es a mi manera de ver un gran libro, que escapa a las definiciones estrechas y se ubica en un nicho propio de inagotable encanto.
(Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, Barcelona: Edhasa, 1982).