Pedro Benítez (ALN).- La única diferencia fundamental entre el Nicolás Maduro de 2013 y de este 2023 es que ya se le conoce. Sus tácticas, estilo y propósitos; pero por encima de todo por sus resultados. Las consecuencias de su paso por el poder. “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:16).
En ese sentido, la pregunta política fundamental que hay que hacerse hoy sobre Venezuela, la cuestión central sobre la cual debe girar todo análisis, cualquier decisión a considerar, legítima aspiración personal o rivalidad partidista; más allá de cualquier otra duda razonable, controversia, distracción o punto de vista enfrentado; yendo al fondo del asunto, es: ¿Qué será de este país si Maduro sigue seis años más en el poder?
Sin caer en los inmediatismos que tanto daño le han hecho a la oposición venezolana, sin recurrir a los “Chávez vete ya” / “Maduro vete ya”, esa es, no obstante, una pregunta inevitable. De hecho, es la interrogante bajo la cual millones de venezolanos han tomado una de las decisiones más difíciles que nadie pueda tomar: irse de su hogar.
Las razones son suficientemente conocidas, pero vale la pena recordar algunas a modo de ilustrar este punto. La de Maduro es la peor gestión que recuerde Latinoamérica. Su caso como gobernante ya no se puede comparar con la dictadura castrista, porque llevó al país a un nivel más bajo: al Haití de los Duvalier.
Bajo Maduro, el principal exportador de petróleo del continente americano se hundió en la miseria. Su economía es una cuarta parte de lo que era en 2012; siete millones y medio de venezolanos han emigrado (la hemorragia humana no se detiene); el 60% de la población cayó en pobreza extrema (hambre) y casi el 90% por debajo de la línea de pobreza general. Venezuela es el único miembro de la Opep donde se ha desatado una hiperinflación, algo que los economistas nunca creyeron posible. El salario mínimo es hoy menos de 6 dólares diarios.
Ciertamente Maduro heredó junto con el poder una súper bomba de tiempo en términos macroeconómicos. El régimen chavista incurrió durante los años 2011 y 2012 en déficits fiscales de 18 puntos del PIB y en un endeudamiento externo masivo para crear la sensación de bonanza consumista que le asegurara la reelección a un hombre que, se sabía, no podría culminar su mandato presidencial. En su megalomanía Hugo Chávez se quería ir invicto al otro mundo.
Todo el petroestado venezolano se movió en la campaña electoral de 2012 contra el candidato de la unidad opositora Henrique Capriles. Fue el mayor ejercicio de populismo jamás realizado en la región del mundo caracterizada precisamente por su populismo.
Ya entonces la cotización de 100 dólares del barril de petróleo venezolano en el mercado mundial no alcanzaba para cubrir los subsidios masivos de alimentos, gasolina y servicios públicos, así como la entrega sin compensación ni esfuerzo personal por parte de los beneficiarios de apartamentos, autos, artículos de línea blanca, dólares baratos, etc.
De hecho, según los datos que por esos días se podían consultar en las páginas web del Banco Central (BCV) y del Instituto Nacional de Estadísticas (INE) todos los indicadores económicos y sociales se empezaron a deteriorar rápidamente desde octubre de 2012, mes de la reelección de Chávez.
En febrero de 2013 Maduro autorizó como presidente encargado su primera devaluación del bolívar. Evidentemente se le venía una crisis colosal. De paso, los precios mundiales del petróleo se desplomaron entre 2015 y 2017. Y luego, llegaron las sanciones financieras ese último año y las comerciales en 2019. Pero nada de esto puede explicar el nivel de destrucción que ha padecido Venezuela bajó su poder.
Irán tiene décadas siendo objeto de las sanciones impuestas por las potencias occidentales, encabezadas por Estados Unidos, y en esa nación no hay colas para surtir el parque automotor de gasolina, no ha habido escasez de alimentos, ni tampoco se desató una hiperinflación. De hecho, se permitió mandar cargamentos de gasolina a un aliado ubicado al otro lado del mundo.
Solo bastó que se liberaran los controles de precio, de cambio, así como las importaciones, y cesara la hostilidad contra el sector privado para que se acabará la escasez y la economía venezolana respirara. Justo en medio de las sanciones.
No hay que subestimar el giro económico, impuesto por las circunstancias, es cierto, que el Gobierno ha dado. Sin embargo, fuera de eso, lo que se ha visto en los últimos dos años es una administración de la mediocridad. Pese a que se los han explicado de todas las maneras posibles y los funcionarios chinos llevan años ofreciendo su asesoría, Maduro y su gente no han emprendido una gran reforma económica hacia el libre mercado como la que empezaron ellos en 1978 o los camaradas del glorioso partido comunista de Vietnam en 1986.
Venezuela sigue sumida en un cronificado desabastecimiento de gasolina, con cortes diarios de servicio eléctrico, desnutrición generalizada, escuelas públicas paralizadas y la inflación más alta del mundo.
Muy pocos, por no decir nadie, cree que, si él siguiera en el poder hasta 2030 o 2036, el país tendría una milagrosa recuperación económica. Lo más racionalmente optimista que se puede ser, en ese escenario, es seguir como vamos o un poco mejor. Maduro no hace ningún esfuerzo para cambiar esa percepción.
La llegada de Joe Biden a la Casa Blanca en 2021 fue una oportunidad que ha desperdiciado en el juego sin fin de las pequeñas maniobras dirigidas a mantener dividida a la odiada oposición. Había que sacar de circulación a Juan Guaidó y en eso se le fueron los meses. Con el nuevo presidente en Estados Unidos pudo llegar a un acuerdo entregando lo que le pidiera; la libertad de todos los presos políticos, las condiciones electorales que solicitara la oposición, etc. Todo a cambio de una sola cosa: que se fijara las elecciones presidenciales para finales de 2024. Con ese margen de tiempo (2021, 2022, 2023 y todo 2024) pudo haber hecho una reforma económica profunda, abatir la inflación, recuperar la inversión privada, y ahora la oposición, con todos los precandidatos habilitados, la tendría cuesta arriba.
En ese sentido, las sanciones estadounidenses no han sido un obstáculo insalvable. Con reformas serias en marcha sí se tendría al gobierno de China metido de pies y cabeza en Venezuela, porque lo que no quiere es lanzar dinero a fondo perdido.
La invasión del hermano Vladimir Putin a Ucrania en febrero de 2022 fue otra oportunidad caída del cielo. En cambio, con el precio del barril de petróleo rumbo a los 100 dólares, el mandatario que domina al país con las mayores reservas de hidrocarburos del planeta va mendigando unos miles de millones prestados mientras que en la vecina Guyana las compañías petroleras hacen cola para invertir.
El chavismo, siguiendo el ejemplo de sus maestros castristas, no sabe hacer otra cosa más que regodearse en el barro de su propio fracaso.
Maduro tiene una visión inmediatista. Durante diez años su estrategia ha consistido en amanecer en Miraflores la próxima semana. Un día a la vez. Mientras vaya viniendo iremos viendo. Como eso le ha funcionado no ve razón alguna para cambiarla.
Hasta los pranes del penal de Tocorón hicieron una gestión de más largo plazo. Muchos déspotas y tiranos ha tenido la humanidad, pero no fueron pocos los que se preocuparon, por razones egoístas evidentemente, en dejar un poco mejor el territorio que dominaron.
Ahora que la oposición venezolana “llega al llegadero” en el cual (una vez más) tiene que tomar decisiones cruciales, bien vale la pena que, antes que nada, se pregunte, sin caer en el histerismo, ni en las fantasías, o esperando milagros sobre alianzas internacionales liberadoras: ¿Qué será de Venezuela si Maduro sigue seis años más en el poder?