Sergio Dahbar (ALN).- El Trabant nació en 1958 en Alemania Oriental. Los creadores diseñaron el carro más barato del mundo, pero también uno de los vehículos menos agraciados y más frágiles. En 2009, la firma Herpa presentó un nuevo modelo pero con un toque retro. Prometió que pronto estaría listo para rodar por las carreteras europeas. No ha sido posible por falta de financiamiento.
Nueve años atrás (2009) el Salón del Automóvil de Frankfurt ofreció una novedad que alborotó la nostalgia de quienes redescubrían los años oscuros de Alemania Oriental. La firma Herpa presentó el Trabant NT Concept, pero esta vez con un toque retro: el techo pintado de blanco con el cristal solar panorámico y las ventanillas de las puertas sin marco. Las similitudes con el clásico inglés Mini Cooper resultaron evidentes, aunque se alejaba de la sofisticación británica.
Herpa había incluido novedades que sin duda llamaron la atención a los visitantes de aquel momento: su condición de coche con emisiones cero, ya que se mueve a base de potencia eléctrica. “Lleva un motor eléctrico asíncrono que ofrece una potencia de 45 kW en su punto álgido o lo que es lo mismo, unos 61. Las baterías de ion litio que dan vida a este propulsor van alojadas entre el eje trasero y la transmisión para favorecer el reparto de pesos y cuando están cargadas a su capacidad máxima permiten que el Trabant NT recorra 160 kilómetros a una velocidad máxima aceptable: 130 kilómetros por hora”.
Herpa y Autoland Saxony, empresa colaboradora en el prototipo, informaron en 2009 que el nuevo Trabant NT Concept podría estar listo para rodar por las carreteras europeas muy pronto. Una imprecisión que se parece mucho al comunismo. Casi una década después Herpa no ha podido cumplir con la promesa, entre otras cosas porque no consiguió el financiamiento necesario. Ni siquiera en 2018, cuando se cumplen 60 años del nacimiento de uno de los automóviles más feos del planeta.
Con 26 caballos de fuerza y dos tiempos, un Trabant contaminaba tanto como 30 Mercedes Benz
En la costa sur del lago Balaton (Hungría), al pie de los montes Bakony, sobre la ladera oeste del Danubio, se alza la población de Szamardy. Allí los antiguos propietarios del automóvil Trabant (fabricado por los comunistas de Alemania Oriental en 1958) crearon una secta que se reúne todos los años, en el verano, para intercambiar recuerdos y sensaciones alrededor de sus Trabis, como llaman cariñosamente a estas cuatro ruedas.
Basta con detenerse en los escenarios de cartón piedra donde se desarrollaba la serie de televisión de los años 60 Los agentes de Cipol, para comprender aquella idea de Roland Barthes sobre la Guerra Fría: es un punto intermedio entre Occidente y Marte.
El escritor y periodista estadounidense David Wallechinsky, en su libro Twentieth Century (History with the boring parts left out), rescata unas declaraciones del actor Wolfgang Stumph, quien protagonizó la película de 1991 Go, Trabi, Go, éxito de taquilla sin precedentes.
“El Trabis era muy parecido a Alemania Oriental. Se encuentra muy lejos de ser una obra perfecta, pero de una manera inexplicable pero real funcionaba. Había que improvisar para mantenerlo en pie, pero al mismo tiempo se comportaba como un amigo fiel. Era pequeño, y poseía mal olor. A veces, cuando la marcha era demasiado larga, se echaba a perder. Pero lo amábamos porque era lo único que teníamos”.
Trabis nació en 1958 en la localidad de Zwickau, ciudad industrial de la ex Alemania Oriental. Los creadores diseñaron el carro más barato del mundo. Inventaron también uno de los vehículos menos agraciados y más frágiles que se movían por las carreteras orientales.
Después de la Segunda Guerra Mundial, con el dinero de los vencedores el milagro alemán desarrolló este proyecto y consiguió la licencia para producir en serie lo que en Occidente se había intentado con el Opel Kadett.
Como las motos, su máquina se lubricaba con gasolina y aceite. El olor que dejaba a su paso resultaba una oda a la polución automotriz. Con 26 caballos de fuerza y dos tiempos, un Trabant contaminaba tanto como 30 Mercedes Benz.
No poseía alfombra, guantera, ni medidor de combustible. Las ventanas traseras estaban pegadas con goma y resultaban intimidantes para los claustrofóbicos. La calefacción era otra desgracia: el radiador enviaba el aire caliente del motor hacia adentro, con el olor de la lubricación. Con un motor de 660 cilindradas, enfriado por aire, los Trabis alcanzaban la velocidad de 66 millas por hora al entrar en una carretera. Con 140 pulgadas de largo, sus creadores sólo lo pensaron en tres colores, azul, blanco y gris, y dos modelos: el errático Limosina sedán y el Universal van.
Muy solicitado por la clase trabajadora alemana
Su carrocería era una curiosa mezcla de plástico Phenol y algodón, combinación que produce la intoxicante dioxina cuando se quema. Cuando los alemanes querían burlarse de ellos mismos, repetían: “¿Cuántos obreros se necesitan para construir un Trabant? Dos. Uno para doblar y otro para pegar. Los obreros lo veían en las calles y buscaban su utilidad: si tuviera dos tubos de escape, sería una excelente carretilla”. Entre 1959 y 1991 (fecha de salida del último automóvil de la cadena de ensamblaje) se produjeron 4,5 millones de Trabant. Una cifra ridícula si se toma en cuenta la capacidad de fabricación de automóviles de Occidente.
Con semejantes antecedentes, cualquier mortal podría pensar que nadie se interesaría en el pasado por un Trabant. Craso error. Estos automóviles eran muy solicitados por la clase trabajadora alemana. Sólo que para comprar uno había que pasar por el infierno de la burocracia.
En el comunismo, los carros ya estaban vendidos antes de ser fabricados. El sistema de compra resultaba una aventura enrevesada. En Hungría, por ejemplo, adquirir uno implicaba acercarse a la agencia oficial Merkur, encargar el Trabant, ofrecer de contado el 80% del total del precio, comprometerse a pagar las cuotas restantes, aunque no se recibiera de inmediato el vehículo, y esperar entre cinco y 18 años. Y rogar para que no le tocara el peor color de todos: el verde hospital.
Estas demoras generaron un mercado negro de Trabants. Ciertos funcionarios privilegiados los compraban bajo cuerda y los revendían inmediatamente con un sobreprecio de 15%. Trabis era el carro más comunista de todos: nunca cedió a los amaneramientos formales de Occidente. Se adaptó a la cerrada economía socialista, por lo tanto jamás exigió materiales importados para su fabricación. Y su lentitud desesperante en la carretera daba cuenta ya de una manera de vivir que respetaba la armonía del universo.