Pedro Benítez (ALN).- Expulsión, suspensión o retiro voluntario de la OEA. ¿El aislamiento diplomático del Gobierno venezolano puede llevar a repetir la historia de Cuba luego de 1962? Un repaso histórico nos puede dar luces e indicarnos que el golpe que más le duele a Nicolás Maduro no es salir del Sistema Interamericano, sino que la mayoría de los países del continente no reconozca el proceso electoral del pasado 20 de mayo con el cual intentó legitimar su permanencia indefinida en el poder.
Según el director para las Américas de la organización Human Rights Watch (HRW), José Miguel Vivanco, expulsar a Venezuela de la Organización de los Estados Americanos (OEA) sería “un error táctico”.
Su argumento viene a decir que esa acción limitaría la influencia diplomática dentro del país y por lo tanto sería contraproducente. Parece que esta opinión ha sido compartida por los gobiernos del Grupo de Lima y Estados Unidos, inclinados entonces por la figura de la suspensión.
Aunque no lo han expresado públicamente, detrás de este razonamiento se esconde el temor de que en el caso de Venezuela se repita la historia de Cuba, donde todos los esfuerzos por aislar a la dictadura de Fidel Castro en los años 60 tuvieron como consecuencia no intencionada su consolidación.
Sin embargo, la diferencia básica con el caso de Cuba a partir de su expulsión del Sistema Interamericano es la respuesta que el gobierno de Nicolás Maduro sea capaz de dar.
El 31 de enero de 1962, la Octava Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA, celebrada en Punta del Este, Uruguay, con el voto de 14 países a favor, uno en contra (Cuba) y seis abstenciones (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador y México) se aprobó expulsar a Cuba de dicha organización. Se alegó que la adhesión al marxismo-leninismo por parte del régimen de Castro y su alineamiento con el bloque comunista eran incompatibles con los principios y propósitos del Sistema Interamericano y quebrantaban la unidad y solidaridad del hemisferio.
Existe el temor de que con Venezuela se repita la historia de Cuba, donde todos los esfuerzos por aislar a la dictadura de Fidel Castro tuvieron como consecuencia su consolidación
10 meses después la Unión Soviética colocaba misiles nucleares en la isla apuntando a las principales ciudades de Estados Unidos. Con el estilo que por entonces los caracterizaba, Nikita Kruschev y Fidel Castro no se fueron por las ramas y subieron la apuesta.
“La crisis de octubre” que puso al mundo al borde de la guerra nuclear tuvo dos consecuencias. La primera: el presidente John Kennedy se comprometió a no invadir Cuba a cambio del retiro de los misiles. Todos sus sucesores en el cargo hasta hoy han respetado esa promesa.
La segunda: el liderazgo soviético perdió la confianza en Kruschev y ese sería uno de los argumentos con los cuales lo destituirán del poder dos años después. ¿Hay alguna gran potencia dispuesta a hacer algo parecido por el régimen de Nicolás Maduro hoy en día?
Parece que no. China, que tiene la capacidad económica, ha dejado claro que no está dispuesta a seguir prestando dinero a Venezuela. Rusia no parece capaz de llevar el desafío a los Estados Unidos a esta parte del mundo.
Consciente de esto, Nicolás Maduro está intentando mejorar su relación con la Administración de Donald Trump mediante la excarcelación de algunos presos políticos y contactos con miembros del Congreso en Washington.
Esta actitud se explica, no sólo por la falta de un decidido apoyo externo a su causa, o por la debilidad de la economía petrolera, sino también por la propia naturaleza del régimen que encabeza y de los intereses y motivaciones personales de los que lo componen.
En ese sentido, el protagonista de esta semana en la OEA, el canciller del gobierno de Maduro, Jorge Arreaza, es un digno ejemplo.
No tiene un pasado de activista revolucionario, ni mucho menos fue un comandante de alguna columna guerrillera, como los actuales jefes de la FARC en Colombia.
Por el contrario, fue un profesor de la Escuela de Estudios Internacionales de la Universidad Central de Venezuela (UCV), que escaló al círculo del poder por su relación y matrimonio con una hija de expresidente Hugo Chávez, de quien fue ministro de Ciencia y Tecnología.
Una vez allí se ganó la confianza de Nicolás Maduro siendo su primer vicepresidente ejecutivo, y luego ministro de diversas carteras. Arreaza estuvo muy cerca de Maduro en las semanas del agravamiento y fallecimiento de Chávez en La Habana.
Este es un ejemplo del tipo de personajes que componen el régimen madurista. No proviene de un movimiento político popular ni tiene un pasado que le dé cierto prestigio político o intelectual. A modo de comparación se puede decir que desde el punto de vista de la izquierda latinoamericana, el candidato presidencial colombiano Gustavo Petro tiene un pasado revolucionario más “ilustre”, por su militancia en el M-19.
Nada de eso hay entre los miembros del alto gobierno de Maduro, empezando por él mismo. Ellos heredaron el poder sin ningún otro mérito que el haberse ganado la confianza del caudillo. Ninguno de los jefes de la guerrilla venezolana de los años 60 respaldó en algún momento a Hugo Chávez. Aquellos políticos de la vieja izquierda del país que sí lo acompañaron, como el expresidente de la Asamblea Nacional, Fernando Soto Rojas, han sido marginados de la toma de las decisiones, así como los camaradas de armas que estuvieron a su lado en la aventura golpista de 1992, algunos de los cuales hoy están en prisión.
La diferencia fundamental
Esto pone de manifiesto que al grupo que hoy ejerce el poder en Venezuela no lo une la ideología, sino el dinero y los privilegios. Esta es una diferencia trascendental con la Cuba de 1962.
Contrario a la propaganda oficial durante las dos décadas de hegemonía chavista, Venezuela no ha vivido nada parecido a las tres revoluciones latinoamericanas del siglo XX: la mexicana, la cubana y la nicaragüense.
El socialismo como modelo económico es un fracaso. Eso no estaba tan claro en 1962. 56 años después es un hecho irrebatible, del cual Nicolás Maduro no parece haberse enterado
Hugo Chávez no llegó al poder por medio de un golpe de Estado militar (como lo intentó), o a la cabeza de un ejército guerrillero (como le hubiera gustado), sino a través de un proceso electoral, concitando el apoyo de distintos grupos y personalidades con ideologías y trayectorias distintas.
Luego, desde el gobierno, y gracias a un proceso constituyente aparentemente democrático, concentró todo el poder público en su persona. Tuvo además la suerte de que sus años de mandato coincidieron con el más largo e importante auge de precios del petróleo de la historia moderna. El precio del barril de petróleo venezolano pasó de ocho dólares en 1999 a su llegada a la Presidencia, a más de 100 cuando por última vez se le vio públicamente con vida en diciembre de 2013.
Gracias a eso creó una enorme red de clientelismo político (bastante corrupta), dentro y fuera de Venezuela, que le permitió consolidarse en el poder y comprar todo tipo de voluntades. A fin de cuentas, el control de la millonaria renta petrolera es lo que ha unido al chavismo.
Por más censurable que sea la dictadura comunista impuesta en Cuba desde 1959, al menos hay que reconocer que en su primera etapa los dirigentes tenían una fanática convicción ideológica.
Esto los hacía más peligrosos. De hecho pusieron al mundo al borde la guerra nuclear. Nada de eso hay en la clase gobernante que impera sobre Venezuela desde hace 20 años.
Lo que sí priva en muchos de ellos es el temor a perder los privilegios y tener que rendir cuentas por numerosos actos de corrupción y violación a los derechos humanos como ejecutores o cómplices.
En conclusión: Las circunstancias internas y externas de la Venezuela de 2018 son diametralmente distintas a las de Cuba en 1962.
Pese a lo ocurrido en la OEA, Maduro ha mostrado mucho interés en mejorar su relación con Estados Unidos, algo que hubiera sido insólito en 1962 para Fidel Castro, quien estuvo dispuesto a correr los riesgos, y hacerle pagar al pueblo cubano, por décadas, el precio de su decisión de invertir el orden de las alianzas ingresando al bloque socialista.
Pero la diferencia fundamental es esta: Hoy sabemos que el socialismo como modelo económico es un fracaso. Eso no estaba tan claro en 1962. 56 años después es un hecho irrebatible, del cual Nicolás Maduro y su círculo no parecen haberse enterado.