Pedro Benítez (ALN).- Hace pocas semanas Uruguay conmemoró los 50 años del golpe de Estado que interrumpió la vida de una de las democracias más longevas y prestigiosas del continente americano, y, quizás, del mundo entero.
Coaccionado por los militares, el 27 de junio de 1973 el presidente Juan María Bordaberry (electo democráticamente) disolvió las dos Cámaras del Congreso e impuso la censura de prensa con el apoyo de las Fuerzas Armadas. Tres años después los militares, a su vez, salieron de él.
Culminaba así un proceso en el cual una larga crisis económica, así como la lucha armada protagonizada por grupos de izquierda, principalmente los Tupamaros, fueron polarizando y socavando la democracia del país que con bastante razón era conocido como “la Suiza de América”. El progresivo empoderamiento de los militares con la excusa de combatir la subversión, la Guerra Fría y la sombra del gobierno de los generales brasileños de la época, le dieron la estocada final. Sin embargo, esa dictadura (1973-1985) no resolvió ninguno de los problemas del Uruguay, por el contrario; en esos años la décima parte de la población emigró, principalmente la clase media profesional.
Esa triste etapa terminó de manera muy similar a otras de su tipo. Al frente de un país quebrado y luego de perder un plebiscito, convocado por ellos mismos en 1980, a los militares no les quedó más remedio que negociar su salida con los mismos políticos a los que habían perseguido. Una parte de la oposición (el Partido Nacional no suscribió el acuerdo) aceptó participar en unas elecciones donde los principales líderes de la oposición no pudieron ser candidatos, pues el régimen militar los había proscripto (inhabilitados). En marzo de 1985 Uruguay retornó a un gobierno civil elegido en elecciones populares, aunque no del todo libres.
De modo que esa es la crónica de cómo se perdió una democracia y también de cómo se recuperó. Cualquier coincidencia con acontecimientos parecidos en esta parte del mundo no es casualidad.
Esa es una historia en la cual el pequeño país no se encuentra sólo pues la comparte con sus vecinos, Argentina, Brasil y Chile. Pero a diferencia de estos, la política uruguaya ha evadido hasta ahora (hay que tocar madera) un mal que de un tiempo a esta parte ha venido envenenando a la mayoría de las democracias del mundo: la demonización de los adversarios. Una táctica alimentada con fines político/electorales destinada a presentar al competidor como la encarnación del mal absoluto.
La disposición de sus políticos a tolerarse civilizadamente fue algo que se puso de manifiesto en los actos institucionales con los cuales Uruguay recordó el golpe de 1973. Eso no quiere decir que renuncien a sus diferencias, varias de las cuales arrastran desde hace décadas.
A propósito de eso, hubo un hecho ocurrido el 1ero de enero de este año que fue bastante revelador; ese día el actual presidente, Luis Lacalle Pou, se hizo acompañar a la toma de posesión de Lula Da Silva por dos de sus antecesores en el cargo, de dos partidos distintos; los expresidentes Julio María Sanguinetti (del Partido Colorado) y José Mujica (del Frente Amplio). La presencia de los tres juntos, felicitando al reelegido mandatario, fue la imagen del día. En la opinión pública de Argentina y Brasil tuvo un impacto muy grande por una razón: en esos países algo así sería impensable.
Sería muy difícil, por no decir inverosímil, ver en un acto institucional juntos a Dilma Rousseff y a Michel Temer, o a Lula y a Bolsonaro. Al otro lado del estuario del Río de la Plata, la única que vez que Cristina Kirchner se vio obligada a coincidir con Mauricio Macri (diciembre de 2019, toma de posesión de Alberto Fernández) ni le dirigió la palabra. En Perú algo así sería impensable porque casi todos sus ex presidentes vivos están presos y en Venezuela es imposible porque ya fallecieron. En Ecuador, Rafael Correa no se sentaría nunca al lado de Lenin Moreno (a quien acusa de traicionarlo) y todavía menos con Guillermo Lasso. En Bolivia, Gonzalo Sánchez de Lozada lleva dos décadas exiliado y si regresa a su país lo detienen, tal como se encuentra en estos momentos al ex presidenta interina Jeanine Áñez. Tampoco es probable que lo hicieran Evo Morales y el actual mandatario Luis Arce, cada vez más distanciados y enfrentados. Si miramos en el mapa más arriba, veremos que en Centroamérica y México las cosas no son muy distintas. Signo de los tiempos que corren.
Sólo en Chile, y en Colombia (aquí con dificultad), se preserva la tradición de cortesía personal entre sus ex mandatarios. Este no es un asunto baladí, porque, después de todo, la democracia es sencillamente un sistema político para arbitrar pacíficamente las diferencias y asegurar la alternancia ordenada del poder.
Eso es lo que precisamente parece estar en crisis en buena parte del mundo y en particular en América Latina, donde, en otra diferencia notable con Uruguay, los sistemas de partidos políticos se han venido abajo. Fundados en 1836 todavía sus dos partidos (verdaderamente tradicionales), el Colorado y el Nacional, siguen protagonizando la vida política, aunque no con la influencia de otras épocas, pues ahora se turnan con el izquierdista Frente Amplio que ha gobernado la mayor parte de lo que va del siglo.
De modo que su tradición política juego a favor de la democracia uruguaya, uno de los primeros países del mundo en introducir el voto de la mujer en 1927. Además, sus partidos han abominado de cualquier tipo de violencia. El Colorado y Nacional nunca cohonestaron la dictadura militar, que después de todo fue contra ellos. Y la figura más representativa de la izquierda, el ex presidente Mujica, ha hecho mea culpa del papel que él y su grupo desempeñaron durante la lucha armada de los sesenta, cuando se dejaron entusiasmar, como muchos en el resto de la Latinoamérica en esa época, por el influjo de la revolución cubana.
Considerado el país más pacífico y menos corrupto de la región, en Uruguay sus ciudadanos se sienten orgullosos de su ausencia de aires de grandeza. Siempre aparece bien posicionado, año tras año, cada vez que se publica algún índice global que evalúa a los países por la calidad de su democracia y la transparencia de sus instituciones.
En la medición que The Economist publicó en marzo pasado, en la que se consideran cinco indicadores (proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles) Uruguay es definido como una democracia plena, ocupando el puesto 11 de 193 países evaluados. Según uno de los analistas que prepara la citada relación, si no tuviera voto obligatorio podría estar en el puesto 7 del ranking mundial.
De modo que Uruguay es la democracia modelo de América Latina por contraste.
No es un paraíso en la tierra. Como en otros países de la región la satisfacción con ese sistema de libertades ha disminuido, aunque sigue por encima del promedio. Pero evaluaciones, como la del Latinobarometro, nos hace olvidar que la democracia es imperfecta; la uruguaya también lo es.
Por supuesto, no hay que olvidarse de un factor importantísimo: la economía, que siempre está detrás de la política. Luego de muchos años, incluso décadas de alta inflación y estancamiento económico, Uruguay emprendió en los años noventa la ya conocida serie de reformas pro mercado y disciplina fiscal con muchos inconvenientes, que incluyeron la crisis argentina de 2001 que le golpeó muy fuerte. Pero los tres gobiernos que siguieron a continuación, todos del Frente Amplio, no sintieron la necesidad de demostrar credenciales izquierdistas experimentando recetas asociadas al socialismo clásico. Más bien, siguieron los ejemplos de pragmatismo de los gobiernos de la Concertación chilena y de la primera presidencia de Lula Da Silva en Brasil.
Hoy Uruguay es un aburrido país, mayoritariamente de clase media, donde Tabaré Vázquez y José Mujica gobernaron sin prometer poner todo patas arriba, sin el temor de que oscuras fuerzas de la derecha los derrocaran, y donde el actual grupo gobernante no cuestiona el sistema electoral, y a nadie se le ocurriría asaltar la sede de los poderes públicos de perder las elecciones. Un país donde salir del poder y pasar a la oposición no es un drama existencial.