Pedro Benítez (ALN).- Luego de meses de enfrentamiento con el Congreso y continuos traspiés propios, Pedro Castillo dio, finalmente, el pretexto perfecto para sacarlo de la Presidencia.
Treinta años y siete meses después del autogolpe que protagonizó el ex presidente, y hoy reo de la Justicia, Alberto Fujimori, se ha repetido aquella observación de Karl Marx según la cual la historia tiende a repetirse dos veces, una vez como tragedia, otra como farsa.
En abril de 1990, en medio de la lucha contra el salvaje terrorismo de Sendero Luminoso, Fujimori sacó el Ejército a la calle, cerró el Congreso, intervino el Poder Judicial e impuso la censura de prensa con el apoyo masivo de la población ante la impotencia de una clase política tradicional totalmente desprestigiada, mientras su antecesor, el expresidente Alan García, huía por los techos de las casas vecinas a la suya para asilarse en la embajada de Colombia. En el continente sólo el gobierno de Carlos Andrés Pérez en Venezuela se atrevió a condenar en las primeras de cambio abiertamente el autogolpe de fujimorista. Durante los siguientes ocho años el profesor universitario e hijo de inmigrantes japoneses tuvo al Perú en un puño.
Cuando desde el exterior se critica la debilidad absoluta de los presidentes peruanos ante el parlamento, hay que tomar en cuenta que Fujimori gobernó de manera arbitraria y sin control, con el respaldo mayoritario de la población, el apoyo de los militares y de sus servicios de inteligencia que dirigió el siniestro Vladimiro Montesinos.
Pedro Castillo, un presidente débil
Ayer muchos peruanos deben haber recordado aquel dramático acontecimiento. Pero a diferencia de la determinación de un Fujimori al que literalmente no le tembló la mano cuando ante las cámaras de televisión anunció en vivo y directo la interrupción de la democracia peruana, un tembloroso Castillo dio muestras de su debilidad personal cuando intentó copiar casi al pie de la letra el autogolpe de abril de 1992, con toque de queda incluido.
Pero en esta ocasión se quedó aislado y abandonado por todos en el Palacio de Gobierno. En pocos minutos por medio de Twittear varios de sus ministros renunciaron al Gabinete Ejecutivo y hasta su propio abogado personal lo abandonó. En cuestión de dos horas horas el Congreso (que pretendió disolver) se reunió y los parlamentarios que aún lo apoyaban se sumaron a la mayoría que con 101 votos lo destituyó sin necesidad de debate. Las Fuerzas Armadas apenas tuvieron tiempo de pronunciarse manteniéndose al margen, aunque se supo de la renuncia del Comandante del Ejército poco después del anuncio Castillo. A éste lo detuvo la policía municipal poniendo fin al que debe estar entre los gobiernos de facto más breves de la historia de América Latina. Otros duraron menos.
Casi desde el mismo momento que juró el cargo en julio de 2021 la oposición peruana buscó, inútilmente, reunir los votos necesarios en el parlamento para vacarlo del cargo constitucionalmente, tal como hicieron con tres de sus cuatro predecesores. Dos veces lo intentaron y dos veces fallaron.
Divisiones y desconfianzas
Las divisiones y desconfianzas entre las propias filas opositoras habían salvado a Castillo de un destino que parecía escrito desde el principio. Paradójicamente, su principal aliada fue siempre su peor enemiga. Castillo la ganó a Keiko Fujimori la segunda vuelta de la elección presidencial peruana de 2021 por apenas 44 mil votos diferencia en una elección en la cual participaron casi 19 millones de votantes y hubo dos millones de sufragios nulos. Su estrecha victoria fue posible porque parte del electorado pensó que, ante su rival, él era el mal menor. La clase política peruana, por su lado, calculó que sería más fácil lidiar con Castillo, y eventualmente sacarlo del Gobierno, que la peligrosa Keiko. A la larga tuvieron la razón.
Tal como ya le había hecho a Pedro Pablo Kuczynski entre 2016 y 2018, Keiko jugó desde el principio con bastante falta de escrúpulos al no reconocer el triunfo de su rival cuestionando los resultados electorales. Desde ese momento Castillo quedó tocado y su grupo en el Congreso no cesó un minuto de buscar la manera de sacarlo del poder. Por este motivo otro sector de la oposición conservadora, pero a su vez adversa al fujimorismo, dudaba en darle esa victoria política. La débil izquierda peruana, cada vez más alejada de Castillo, razonaba de la misma manera.
Otra opción constitucional que Congreso peruano tenía a la mano consistía en censurar hasta en dos ocasiones al Consejo de Ministros, pero eso le permitiría al Presidente disolverlo y convocar nuevas elecciones parlamentarias, algo que pocos querían hacer en el impopular legislativo.
Pedro Castillo, cesado
Hasta hace unas horas todo parecía indicar que Castillo, nuevamente, se salvaría por los pelos de un renovado intento de desalojarlo de la Casa de Pizarro. Según los medios peruanos sus adversarios no lograban reunir los votos 87 votos requeridos por la Constitución. Ayer en la tarde, mientras intentaba con su familia llegar a la embajada de México en Lima, el Congreso reunió esos votos y lo cesó del cargo alegando incapacidad moral.
Lo cierto del caso es que a lo largo de casi 18 meses Pedro Castillo fue un hombre desconcertado ante la magnitud de la responsabilidad que asumió, que llegó a la Presidencia de su país por accidente y que resulto absolutamente impotente para lidiar con las presiones que de lado y lado recibió; en particular del jefe del partido que lo postuló, el líder chavista (literalmente) de la izquierda peruana Vladimir Cerrón quien nunca ocultó su propósito de usar a Castillo a fin de promover un proceso constituyente a la venezolana. Tomar el control de los poderes públicos, nacionalizar las empresas mineras y poner fin al modelo económico de libre mercado instaurado hace tres décadas por Fujimori padre.
Pero con la mitad del país activamente en contra y habiendo ganado las elecciones con votos prestados (Castillo apenas obtuvo el 18% de los sufragios en la primera vuelta presidencial), rápidamente intuyó que aquello no tenía posibilidades. En pocos meses Cerrón lo expulsó de su partido Perú Libre. No obstante, el fujimorismo nunca le dio tregua.
“Economía de mercado popular”
Sin embargo, hay que agregar, que Castillo nunca se la dio a sí mismo. En las primeras 24 horas de su Presidencia se las arregló para crearse su primera crisis política. Entre la primera y segunda vuelta de elección presidencial peruana de 2021 su discurso como candidato se orientó hacia la moderación. En el transcurso de esas semanas su principal promesa consistió en no cumplir nada de lo que ofrecido en la primera parte de su campaña. Seguir siendo el candidato de izquierda radical que prometía nacionalizar la minería, poner patas arriba la economía, y cerrar el Congreso y el Tribunal Constitucional, sólo espantaría votos favoreciendo a Keiko Fujimori.
Dio a entender que su oferta estrella, convocar una Asamblea Nacional Constituyente, tal vez no iría, y que Vladimir Cerrón no cumpliría papel alguno a su gobierno. Disimuló su discurso ultra conservador en lo social, y para calmar a los empresarios privados presentó como su asesor económico y futuro ministro de Finanzas a Pedro Francke, un profesional del área hasta entonces cercano a la ex candidata de centro izquierda Verónika Mendoza, quien ofreció una “economía de mercado popular” sin “expropiaciones, confiscaciones de ahorros, controles de cambios, controles de precios o prohibición de importaciones” y con respeto a la autonomía del Banco Central. Francke llegó a decir que Castillo sería un Lula da Silva o un Pepe Mujica y no un Hugo Chávez.
Por lo tanto, la operación electoral Castillo consistió en efectuar la jugada clásica de moverse hacia el centro buscando el apoyo de la izquierda moderada (caviar) y del antifujimorismo. Las cuestionables credenciales democráticas de su rival hicieron el resto.
Crisis desde el inicio
Pero, el novel presidente echó por tierra todos estos buenos deseos e ilusiones el primer día de su mandato. En su discurso inaugural volvió a poner sobre la mesa el tema de convocar una Constituyente y dando una muestra del estilo que pretendía imprimir a su gestión prometió “la deportación en 72 horas de extranjeros delincuentes”, así como el servicio militar obligatorio para “los jóvenes que no estén estudiando ni trabajando”. Y a continuación designó a Guido Bellido como presidente del Consejo de Ministros, un stalinista de la vieja escuela con una investigación judicial abierta por apología a Sendero Luminoso, y conocido por sus abiertas expresiones misóginas y homofóbicas (esto último citando una famosa frase de Fidel Castro).
Allí empezó su viacrucis. La designación de Bellido fue tomada como una provocación hasta por los mismos aliados de izquierda, incluyendo el diario La República de Lima y duró poco en el cargo. Bellido, su primer canciller, Héctor Béjar, un ex guerrillero en los años sesenta, renunció cuando se difundieron declaraciones suyas del año 2020, en las que acusaba a la Marina de Guerra de ser responsable por la actividad terrorista, lo que ésta protestó por medio de un comunicado público. Un ministro del Interior también duró pocas semanas cuando se supo de una fiesta que había organizado en su domicilio, pese a las restricciones impuestas por su propio ministerio. Su segunda jefa de Gabinete, Mirtha Vásquez, tiró la toalla luego tres meses, y Castillo designó para reemplazarla a un acusado de violencia física hacia su esposa y su hija. En el proceso la bancada oficial se dividió y 16 de sus congresistas votaron en contra de uno de sus gabinetes.
Una seguidilla de errores
Su Gobierno fue una seguidilla de traspiés, errores, crisis, renuncias, escándalos de corrupción. Desde que tomó posesión cambió casi 80 veces de ministros. Uno de los cuales, Aníbal Torres, usó como ejemplo de gobernante eficaz a Adolf Hitler.
La imagen del ingenuo, nada capacitado, pero al menos honesto maestro de escuela rural fue destruida por él mismo a una velocidad asombrosa. La Fiscalía le ha abierto cinco investigaciones: por supuesta colusión agravada en un proyecto de obra pública, plagio en su tesis universitaria, tráfico de influencias en un contrato estatal de adquisición de combustible y la más reciente iniciada por la denuncia de su propio ex ministro del Interior Mariano González, a quien despedido tras sólo 15 días en el cargo, y éste que su vez lo acusó de intentar obstruir la captura de su ex secretario, a quien se le encontraron 20 mil dólares en efectivo en el baño de su oficina en el Palacio de Gobierno. El descrédito personal y el rechazo a su gestión (desaprobación de 74 %) no dejó de subir según todos los estudios de opinión pública.
Pedro Castillo resolvió el problema a la clase política
La clase política política peruana y la mayoría abrumadora de la opinión pública sabían que Castillo se tenía que ir. Lo que no sabían era el cómo. Ayer él les resolvió el problema.
Al final del día el hoy ex presidente (y ahora presidiario) dio ese fatal paso porque se dejó dominar por el pánico. Fujimori fue víctima de su ambición. Castillo de su miedo, avaricia y absoluta incapacidad.
En todo esta historia hay que destacar el lamentable papel que han cumplido la OEA y el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador respaldando a Castillo como la víctima y no a las instituciones peruanas que en las últimas horas actuaron apegadas a sus procedimientos constitucionales. El Congreso, también elegido por el pueblo, reemplazó a Castillo por su vicepresidenta, también elegida popularmente. Todo sin dispar un tiro.