Pedro Benítez (ALN).- El presidente argentino, Alberto Fernández, ha preferido buscarse un impasse diplomático con su homólogo ecuatoriano, Lenín Moreno, a arriesgarse a un enfrentamiento con su vicepresidenta Cristina Kirchner. No le importa que quede evidenciado ante Argentina y el mundo que mientras él esté en el gobierno ella seguirá en el poder.
Durante una entrevista efectuada la semana pasada al presidente Alberto Fernández se le preguntó sobre su posible, o aparente, distanciamiento con su vicepresidenta, Cristina Kirchner. El mandatario argentino respondió de manera rotunda: “Yo no soy Lenín Moreno. Los que imaginaron eso no me conocen”.
La referencia obviamente va orientada a manifestar que él sería incapaz de hacerle a Cristina Kirchner lo que el presidente ecuatoriano le hizo a su antecesor, Rafael Correa; amigo, por cierto, de la vicepresidenta.
Cualquier cosa menos que lo llamen traidor. Así sea meterse en los asuntos de otro país ofendiendo a otro presidente que llegó a ese cargo por los votos de su pueblo. No está de más recordar que el bando político al que pertenece el presidente Fernández es muy celoso con eso de la injerencia externa en los asuntos internos de las naciones, siempre y cuando sean los de ese grupo, por supuesto, los que se metan a opinar, como acaba de hacer Fernández en su reciente visita de Estado a México.
Así Alberto Fernández ataca a alguien que no tiene nada que ver con la política argentina, y que no puede hacer otra cosa en su contra que emitir una nota diplomática de protesta. Mientras que al mismo tiempo acepta las presiones de todo tipo que, a plena luz del día, la vicepresidenta Kirchner hace contra su gobierno y sus ministros.
El caso más revelador ocurrió pocos días después de la embestida contra su par ecuatoriano. Fernández anunció la renuncia a su cargo de Marcela Losardo, ministra de Justicia y Derechos Humanos, alegando que “estaba agobiada”.
Losardo era, con bastante probabilidad, su colaboradora de más confianza, con una relación profesional y de amistad de por lo menos 35 años. Pero el juego del poder se atravesó entre los dos.
En diciembre pasado, en un acto en la ciudad de La Plata, Cristina Kirchner la cuestionó directamente por su falta de entusiasmo para encarar la reforma del Poder Judicial, un asunto que para la vicepresidenta es crucial.
Desde ese momento todo el kirchnerismo duro la emprendió en contra de la ministra y su familia. Abiertamente. Con 15 causas judiciales abiertas en contra de ella, su familia o sus colaboradores más cercanos, la vicepresidente argentina denuncia que en su contra hay una guerra judicial (lawfare) por parte de fiscales y jueces coludidos con los medios de comunicación que no le son afectos. Razón por la cual exige, como una cuestión de Estado, contener las competencias de la Corte Suprema y renovar totalmente el Poder Judicial.
Si bien Losardo envió al Congreso un proyecto de reforma judicial, dejó clara su oposición a sancionar jueces por considerarlo inconstitucional.
Pues tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe. Cristina Kirchner impuso su voluntad, una vez más. Pero la cuestión no quedó allí, pues luego de algunos días de falso disimulo el presidente Fernández designó como reemplazo de Losardo al diputado Martín Soria, afín a La Cámpora (el sector más izquierdista del kirchnerismo) y furibundo defensor de la tesis del lawfare de la vicepresidenta.
En su primera declaración pública como ministro de Justicia, Soria expresó cuál es su objetivo: “La vicepresidenta quiere que la misma justicia la libre de culpa y cargo”. Cristina Kirchner se niega a recibir un indulto o medida de gracia, y pretende que la justicia la absuelva de todos los cargos en su contra.
El primer paso de Soria, según ha manifestado, será reemplazar a Eduardo Casal, el procurador interino.
Esa es la labor. De modo que el kirchnerismo tiene sus prioridades bastante claras. Resolver los problemas judiciales de la vicepresidenta. La lucha contra la pandemia, la crisis económica y la inseguridad en las calles son temas secundarios. Pueden esperar. Su maquinaria política se mueve en ese sentido, ahora envalentonada por la anulación de las condenas contra el expresidente Lula da Silva en Brasil.
Las mismas mañas con los mismos argumentos
Cristina Kirchner se ha convertido en la jefa de facto de la oposición al gobierno de Fernández. Le impone más trabas que la oposición formal. También le impone la agenda y, como vemos, hasta los ministros.
Actuado más bien como si fuera aún el jefe de gabinete y no el presidente, Fernández de vez en cuando compensa la situación buscando riña allende las fronteras argentinas. Le tocó esta vez a su colega ecuatoriano.
Después de todo Lenín Moreno va de salida. El favorito a sucederlo es Andrés Arauz, candidato del expresidente Rafael Correa, quien no oculta (todo lo contrario) que va con su propia agenda revanchista contra su sucesor y exvicepresidente. ¿El pecado de Moreno? Querer gobernar él sin tener un jefe encima. Eso Correa no se lo perdona.
A raíz de la declaración de Fernández, el gobierno de Ecuador ha decidido llamar a consultas a su embajador en Argentina. Un gesto diplomático que no se quedó allí. Pocas horas después el propio Lenín Moreno desde su cuenta de Twitter escribió: “A propósito de la gavilla de mafiosos internacionales que actúan sincronizados…”, y agregó una frase del escritor Mark Twain: “Nunca discutas con un estúpido, te hará descender a su nivel y allí vencerá por experiencia”. Un mensaje con destino.
De modo que estamos ante la nueva moda de la política latinoamericana, expresidentes que pretenden seguir mandando por medio de persona interpuesta. No es nuevo. En la época del presidente-general mexicano Plutarco Elías Calles, por los años 1929-1934, corrió una expresión popular que ilustraba su relación con los sucesores que había impuesto en la silla presidencial: “Aquí vive el presidente, pero el que manda vive enfrente”.
Las mismas mañas con los mismos argumentos.