Pedro Benítez (ALN).- El mismo propósito y la misma estrategia, pero resultados (por ahora) distintos. Las circunstancias son diferentes y la actitud de los adversarios también.
En las escasas semanas que Pedro Castillo lleva desempeñando el cargo de presidente de Perú, no ha podido adelantar su plan maestro de impulsar, tal como ratificó en su discurso de investidura presidencial, la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente (oferta central de su partido, Perú Libre) con el fin, poco disimulado, de tomar el control de las instituciones públicas peruanas.
La coartada es conocida, sencilla, pero engañosa: reemplazar una constitución “neoliberal” supuestamente ilegítima, limpiar la corrupción, corregir los viejos agravios e injusticias y, en resumidas cuentas, refundar a su país.
Esa estratagema, de apariencia impecablemente democrática, demostró su eficacia en los procesos políticos que en sus respectivos momentos y naciones impulsaron los expresidentes Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, cuyos ejemplos inspiran a Castillo y al siempre presente Vladimir Cerrón, jefe e ideólogo de su movimiento.
BARRER EL SISTEMA
En el caso de Venezuela, entre los años 1999 y 2000 se demostró cómo un Presidente podía barrer con todo el sistema político vigente (que le había permitido subir al gobierno), quitarse de encima a un Parlamento donde estaba en minoría, a una Corte Suprema que no controlaba, concentrar todo el poder en su persona y, de paso, como detalle no menos importante, asegurarse la posibilidad constitucional de optar a la reelección de su cargo.
Todo eso con amplio apoyo de los electores, sin disparar un tiro ni sacar los tanques a la calle. Es decir, ahorrándose el feo espectáculo que Alberto Fujimori dio en 1993.
Esa operación sentó escuela. Como ingredientes necesarios para aplicar la fórmula se requería de una clase política tradicional desprestigiada y un fuerte deseo por parte de la mayoría ciudadana de castigarla. Deseo expresado en la demanda de cambio.
Poco importaba que reemplazar una constitución por otra no resolviera el problema de fondo, que ha consistido en la tendencia hispanoamericana de no cumplir ni hacer cumplir las constituciones. Se vendió como una novedad la idea, que los electores compraron, de que había que botar al bebe junto con el agua sucia.
BOLIVIA Y ECUADOR
La nula memoria colectiva impidió recordar que eso se ha hecho una y otra vez, siempre con los mismos resultados, durante dos siglos.
No obstante, en Bolivia, desde 2005, y en Ecuador de 2007 en adelante, se aplicó la fórmula casi calcada. Las circunstancias fueron muy similares. Sociedades con enormes deseos de cambios, gobernadas por políticos desprestigiados luego de sucesivas crisis de distinta índole. Solo faltaba el líder providencial que capturara ese ánimo colectivo. Cada uno de los tres mandatarios citados cumplió con ese papel.
Un dato adicional que vale la pena destacar, es que tanto Chávez como Evo Morales habían intentado previamente desestabilizar a sus predecesores por medio de la violencia. En el primer caso a través de un golpe militar fallido. En el segundo con el apoyo de un movimiento popular de alcance nacional.
Morales, que había perdido la elección presidencial de 2002 ante Gonzalo Sánchez de Losada, no tuvo el menor escrúpulo en acosar e intimidar en las calles a un Gobierno elegido democráticamente hasta hacerlo caer. Bolivia no consiguió sosiego hasta que Evo ganó la cita electoral de 2005.
Ese no fue el caso de Rafael Correa, aunque eso no le impidió repetir la misma estratagema una vez que empezó a despachar en el palacio presidencial. Llegó prometiendo convocar una constituyente que barriera con la clase política, porque de lo contrario “no lo dejarían gobernar”. A él ese plan también le funcionó. No es extraño entonces que tenga imitadores. Usar la democracia para concentrar todo el poder.
TROPIEZOS
Sin embargo, Castillo, pese a sus manifiestos propósitos, no ha podido repetir la misma receta en Perú. Al menos no hasta ahora. Por el contrario, su Gobierno no ha dejado de tropezar desde un inicio. Una señal clara es la renuncia de su ministro de Relaciones Exteriores, Héctor Béjar, con apenas 19 días en el cargo.
La designación de Guido Bellido, un conocido radical de izquierda, como jefe del gabinete ministerial encendió las alarmas, al evidenciar que Castillo no se inclinaba por ejercer un Gobierno moderado.
De más está decir que los adversarios del nuevo mandatario no han necesitado muchas excusas para esperarlo con las espadas en alto. De hecho, en Perú se discute abiertamente la posibilidad de usar la figura constitucional de “la vacancia por incapacidad moral del presidente”, que se aplicó en los últimos cinco años a tres de sus predecesores.
En ese terreno Castillo se encuentra en una situación vulnerable, pues en el Congreso peruano la oposición es amplia mayoría.
FUERTE OPOSICIÓN
Esto es, entonces, una diferencia fundamental con los procesos constituyentes ocurridos hace ya algunos lustros en Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Castillo tiene al frente a una fuerte, aunque descoordinada, oposición. Ganó la segunda vuelta de las elecciones presidenciales por un poco menos de 44 mil sufragios de ventaja sobre su rival, en un proceso intensamente polarizado con 8 millones de votos de cada lado. Medio país contra medio país.
Es decir, a diferencia de Chávez, Morales y Correa, no tiene un mandato popular claro para intentar, siquiera, cambiar las reglas del juego. Tampoco a una élite dispuesta a hacerse el harakiri.
La oportunidad de llevar adelante su conocido plan constituyente depende de que sus adversarios cometan un grave error de cálculo. Al parecer, estos se están inclinando por la prudencia, esperando por un error no forzado de Castillo, quien tiene, además, un factor adicional en contra: la actual oposición peruana ya conoce el libreto, la puesta en escena y el desenlace.