Pedro Benítez (ALN).- La verdad es esta: gobiernos como los de Lenín Moreno, Mauricio Macri e incluso Jair Bolsonaro están cargando con la cuenta de los tres lustros de fiesta populista pagada por el auge de las materias primas que disfrutaron Rafael Correa, la pareja Kirchner y la dupla Lula da Silva-Dilma Rousseff. Estos tuvieron suficientes recursos para financiar toda clase de subsidios a sus clientelas políticas mientras por otro lado sostenían sus respectivas y mutuas redes de corrupción. Ahora alguien tiene que pagar la cuenta y el costo político.
Hace 30 años (febrero de 1989) una ola de violentos disturbios sacudió por varios días el área metropolitana de Caracas. El detonante fue el aumento del precio de los combustibles y por ende del transporte público. Aquella medida fue parte del programa de reformas económicas de la segunda administración del expresidente Carlos Andrés Pérez que, con el apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI), pretendía corregir el rumbo de la economía venezolana que por entonces llevaba una década de dificultades.
Pese a su relativo éxito en términos de crecimiento, generación de empleos e incluso reducción leve de la pobreza, ese gobierno de Pérez fue un fracaso político por las resistencias que las reformas generaron, que incluyeron los dos intentos de golpe de Estado de 1992, uno de los cuales lanzó a la fama al teniente coronel Hugo Chávez.
Nicolás Maduro ha arrastrado el pesado fardo dejado por Hugo Chávez, con la diferencia de que no ha intentado para nada reformar el inviable modelo económico de su antecesor. Por el contrario, ha profundizado sus “políticas”, su legado, dejando a la economía del que fuera el mayor exportador de petróleo del hemisferio occidental al nivel de Guatemala. Precisamente por mantener, entre otras cosas, el ruinoso y absurdo subsidio a la gasolina.
Desde entonces cuestionar el precio ridículamente bajo de los combustibles se convirtió en un tabú político en Venezuela y oponerse a su ajuste (es decir, a sincerar el precio al público de acuerdo a su costo), en una bandera de la izquierda de la cual Hugo Chávez se apropió. Defender ese subsidio, como otros de su estilo, era (y como vemos sigue siendo) oponerse a las nefastas políticas neoliberales del FMI y el Consenso de Washington.
El último ajuste importante de precios de los combustibles en Venezuela ocurrió en la administración del expresidente Rafael Caldera, en 1996, cuando el precio se equiparó al promedio internacional. Aunque fue más drástico y mayor que el de 1989, no provocó ninguna convulsión del orden público por el hábil manejo político que entonces se le dio al tema.
No obstante, en los 14 años de poder casi absoluto de Hugo Chávez sobre Venezuela el precio al público fue intocable y dado el proceso inflacionario del país se hizo insignificante, implicando un drenaje gigantesco de recursos públicos. En algún momento se llegaron a estimar en 20.000 millones de dólares al año las pérdidas en términos de costo de oportunidad que implicaba para la industria petrolera venezolana el esfuerzo de mantener el subsidio de los casi 800.000 barriles al día de consumo interno, que en buena parte se despilfarraban o se iban de contrabando hacia Colombia o las islas del Caribe.
Pero para Chávez, no subir el precio era una cuestión de honor, un recuerdo de lo ocurrido en Venezuela en 1989, que en su imaginario político le pavimentó el camino al poder. Un símbolo de su oposición al neoliberalismo y a las políticas del FMI.
Para Nicolás Maduro ese es parte del legado de su antecesor y sólo en una ocasión autorizó un leve e insignificante ajuste. Para el chavismo ese es un tema intocable. Lo que acaba de ocurrir en Ecuador pareciera darle la razón. Pero, ¿ese es un subsidio que ayuda a los más pobres? He aquí lo paradójico y absurdo del asunto. La respuesta es que no.
El subsidio generalizado e indiscriminado de los combustibles (como casi todos los demás de esas características) favorece a quien puede consumir más, los propietarios de autos, que en los países de menos desarrollo son una minoría, en detrimento de la mayoría (los más pobres) que no posee vehículos privados y por tanto depende del transporte público. Es decir, el tipo de política claramente regresiva que favorece a los más ricos en detrimento de los más pobres.
Lo lógico es que si un gobierno quiere beneficiar a los que menos tienen, debería subsidiar al transporte público o directamente al consumidor. Eso le ahorraría millones de dólares al fisco.
Es lo que hace un país con una larga tradición socialdemócrata como Noruega. Este es el principal exportador de petróleo de Europa luego de Rusia, y sin embargo tiene la gasolina más cara del viejo continente. Hace años los noruegos aprendieron a hacer un uso eficiente de sus recursos y descubrieron que una política progresista no es lo mismo que una política populista. Una de las razones que les permite ser el país con el Índice de Desarrollo Humano (IDH) más alto del planeta.
Pero resulta que en Latinoamérica es más fácil el subsidio indiscriminado, y por lo visto políticamente más efectivo (con ese tipo de banderas Chávez ganó cuatros elecciones presidenciales al hilo). Es la típica (y ruinosa) estrategia populista que en nombre de los más pobres a la larga termina perjudicando a los más pobres. Y de paso promueve la corrupción, el contrabando y contribuye a arruinar la industria petrolera nacional. Una espiral de la cual es muy difícil escapar como demuestra el caso de Venezuela y es la autopista en la que está montado Ecuador.
Sin embargo, la izquierda mundial defiende lo que objetivamente promueve la desigualdad social y estimula la quema de combustibles fósiles. Pero la política mundial está repleta de estas contradicciones.
Como por ejemplo la que exhibe Rafael Correa, quien en la entrevista que le hiciera a Nicolás Maduro en RT en español (la televisora del gobierno ruso) lo cuestiona públicamente argumentando precisamente que: “En Venezuela es literalmente gratis la gasolina (…) Estamos regalando la riqueza nacional”.
Sorprendentemente Maduro le admitió la crítica, pero ninguno de los dos dudó ni un minuto en reprochar a Lenín Moreno por intentar corregir el problema en Ecuador. Total, la lucha por el poder es primero, la economía y la vida de la gente pueden esperar.
La verdad es esta: gobiernos como los de Lenín Moreno, Mauricio Macri e incluso Jair Bolsonaro están cargando con la cuenta de los tres lustros de fiesta populista pagada por el auge de las materias primas que disfrutaron Rafael Correa, la pareja Kirchner y la dupla Lula da Silva-Dilma Rousseff. Estos tuvieron suficientes recursos para financiar toda clase de subsidios a sus clientelas políticas mientras por otro lado sostenían sus respectivas y mutuas redes de corrupción. Ahora alguien tiene que pagar la cuenta y el costo político.
El mismo Nicolás Maduro ha arrastrado el pesado fardo dejado por Hugo Chávez, con la diferencia de que no ha intentado para nada reformar el inviable modelo económico de su antecesor. Por el contrario, ha profundizado sus “políticas”, su legado, dejando a la economía del que fuera el mayor exportador de petróleo del hemisferio occidental al nivel de Guatemala. Precisamente por mantener, entre otras cosas, el ruinoso y absurdo subsidio a la gasolina.
No obstante, ya ha olfateado la sangre de sus adversarios en la región y no va a titubear en contribuir a desestabilizarlos con el propósito de la sobrevivencia propia. Ecuador por ahora parece salir del área de peligro.
De todas maneras, y previniendo alguna sorpresa, Lenín Moreno acaba de reemplazar a dos altos mandos de las Fuerzas Armadas ecuatorianas, designando al general de las fuerzas especiales Luis Lara Jaramillo, como nuevo jefe del Comando Conjunto, quien se enfrentó públicamente a Rafael Correa cuando era presidente por la reforma de la ley de seguridad social de la FFAA y la policía.