Rafael Alba (ALN).- Varios libros recientes analizan la escena cultural del ‘Régimen del 78’ en España desde la perspectiva del interés del PSOE por impulsar un nuevo movimiento que rompiera con las canciones de contenido social. La crítica musical se muestra dividida a la hora de evaluar lo sucedido. Para algunos gurús ochenteros, el nuevo relato sería una teoría de la conspiración sin mucho fundamento.
Seguro que les suena. De un tiempo a esta parte, un sector de la izquierda española, el más radical y, teóricamente, más cercano a los intereses de los jóvenes y las jóvenes, ha puesto la lupa en la famosa Transición española, un proceso hasta ahora considerado como éxito incuestionable de toda la sociedad hispana, que sirvió para que el sistema político del país se convirtiera en una democracia, tras las cuatro décadas de dictadura franquista. Aquel cambio no violento, que reinstauró las libertades y sirvió para que España pudiera engancharse al tren de la modernidad e iniciara un camino de integración con las naciones de su entorno que le iba a abrir la puerta de la Unión Europea. Pues bien, en esta relectura de lo ocurrido entonces, a la que asistimos ahora, en pleno cuestionamiento del llamado ‘Régimen del 78’ -un compendio legislativo e institucional del que forman parte la Constitución, el sistema bipartidista marcado por la alternancia entre el PP y el PSOE, la monarquía, la patronal y los sindicatos-, era prácticamente inevitable que las críticas y la división de opiniones se instalasen también en el ámbito de la cultura.
De un tiempo a esta parte, un sector de la izquierda española, el más radical, ha puesto la lupa en la famosa Transición, un proceso hasta ahora considerado como éxito incuestionable de toda la sociedad hispana, que sirvió para que el sistema político se convirtiera en una democracia, tras las cuatro décadas de dictadura franquista
Hace ya algún tiempo que un puñado de historiadores, analistas, sociólogos, críticos musicales y algunos testigos presenciales de lo sucedido en aquellos años dorados, o no tanto, han iniciado una lenta pero inexorable reescritura de la vieja historia oficial, para ofrecer una versión un tanto menos edulcorada de todo aquello, en la que se pone el acento en el papel desempeñado por los socialistas y sus grandes líderes de entonces, en especial el expresidente Felipe González, como impulsores de un cambio en los paradigmas culturales que habría servido para dejar en la cuneta a algunos compañeros de viaje de las formaciones de izquierda en los años duros del antifranquismo, como los cantautores de protesta o las primeras formaciones de punk radical y rock urbano, en favor de los jovenzuelos indocumentados, algo pijos y muy culturetas, que levantaron en la década de los 80 aquel impresionante edificio conocido como Movida madrileña, en el que tuvieron cabida prodigios tales como los Oscar de Pedro Almodóvar, la llegada de Alaska a los platós de televisión cuando todavía no era más que una adolescente, o la irrupción en los mercados artísticos de los adalides de la figuración posmoderna como Guillermo Pérez Villalta o Costus.
La tesis es, más o menos, la que sigue: Tras la impresionante victoria electoral conseguida en 1982, los socialistas, una vez en el poder, habrían necesitado deshacerse de sus socios más incómodos en el negocio cultural. Para hacerlo, González y sus asesores habrían usado el dinero de los presupuestos del Gobierno, las comunidades autónomas y los ayuntamientos, las subvenciones y el altavoz que les proporcionaban las televisiones públicas, la nacional y las autonómicas, para potenciar a los jóvenes leones y leonas de la emergente nueva ola, y dejar en la cuneta a los músicos de rock y canción de autor con conciencia social, que no estaban muy de acuerdo con el giro a la derecha que el partido del puño y la rosa, los símbolos elegidos por los nuevos líderes del PSOE, había dado desde que tomó el poder. Además, en el proceso, los socialistas habrían contado con el apoyo indispensable de poderosos imperios mediáticos, como el grupo Prisa, editor del diario El País, que acababa de tomar el mando en la Cadena Ser y, por lo tanto, se había adueñado también de Los 40 Principales, la radiofórmula que dominaba las audiencias juveniles entonces y que aún tiene mucha repercusión ahora.
El referéndum de la OTAN
El giro era importante también para apuntalar el poder al ofrecer un discurso atractivo y sin el peso de las ideologías de izquierda radicales, a las nuevas generaciones, porque mayores de 18 años ya votaban en las elecciones y eran un segmento con peso en una época en que la pirámide de población no estaba tan envejecida como en la actualidad. Y, al parecer, según algunos testimonios de testigos presenciales que vivieron aquellos años en las cercanías del poder, el PSOE que tenía que acometer procesos dolorosos para sus bases electorales como la reconversión industrial o la consolidación de España como miembro de la OTAN –un proceso al que el propio Felipe González se había opuesto de forma un tanto ambigua cuando estaba en la oposición- no estaba nada dispuesto a facilitar la supervivencia de las voces más críticas con las medidas que el partido de referencia de la izquierda había empezado a tomar desde que su secretario general se había convertido en el inquilino del Palacio de la Moncloa. Y, según estas versiones, fue precisamente el referéndum convocado sobre la permanencia de este país en la alianza atlántica, el verdadero punto de inflexión.
En pleno cuestionamiento del llamado ‘Régimen del 78’ -un compendio legislativo e institucional del que forman parte la Constitución, el sistema bipartidista marcado por la alternancia entre el PP y el PSOE, la monarquía, la patronal y los sindicatos-, era prácticamente inevitable que las críticas y la división de opiniones se instalasen también en el ámbito de la cultura
Hay hechos objetivos que engrasan estas teorías sobre la simbiosis interesada entre el PSOE, la industria musical de la época y los ambientes políticos y financieros: como la marginación en las contrataciones públicas que sufrió el cantautor Javier Krahe tras haber compuesto el tema Cuervo Ingenuo, muy crítico con González y su apuesta por la OTAN, o la retirada de las subvenciones a la Asociación de la Música Popular (AMP), que presidia la cantautora Elisa Serna, recientemente fallecida y en la que se agrupaban la mayor parte de los artistas que practicaban aquel género conocido como canción de protesta que tantos buenos servicios prestó a los socialistas en los primeros años de la democracia, cuando la izquierda aún no había sido capaz de ganar en las urnas. Este último episodio, por cierto, ha sido narrado por quien escribe estas columnas en la biografía de Eliseo Parra, un gran maestro de folk español, que se relacionó en la época con aquel colectivo, como músico de acompañamiento y que fue el responsable, junto con Mosaico, el grupo que lideraba entonces, del disco homenaje a Agapito Marazuela, la figura clave de la música tradicional castellana.
Interpretaciones interesadas aparte, en los últimos tres años han aparecido unos cuantos libros que abundan en estas tesis. Algunos bastante recomendables, a pesar de las polémicas generadas. Entre ellos, vamos a destacar tres: Alaska y los Pegamoides. El año en que España se volvió loca, de Patricia Godes, una brillante escritora de pluma afilada que vivió aquellos años de explosión y se mantuvo siempre cercana a los protagonistas del imparable éxito de la Movida; Rockeros insurgentes, modernos complacientes. Un análisis sociológico del rock en la Transición 1975-1985 de Fernán del Val, y el último que ha aparecido hasta ahora: Espectros de la Movida. Por qué odiar los años 80, de Víctor Lenore, el controvertido experto que ya puso en solfa el indie rock, movimiento del que formó parte como gran entusiasta, en una suerte de ajuste de cuentas con su propio pasado titulado: Indies, hipsters y gafapastas, que levantó también mucha polvareda y, según parece, tuvo un alto costo profesional y personal para su autor.
Versiones conspiranoicas
Y lo cierto es que, más allá de lo erróneo o lo acertado de estas teorías, el relato defendido por estos y otros autores que trabajan en ámbitos académicos, como Guillem Martínez, Teresa M. Vilarós, Germán Labrador o Giulia Quaggio, empieza a calar, sobre todo entre los colectivos más cercanos a las nuevas formaciones de izquierda como Podemos. Esa conexión propicia algunas críticas fáciles, que intentan descalificar estas versiones del pasado situándolas en la órbita de la formación política que lidera Pablo Iglesias, sin atender a la posible veracidad de algunos argumentos y análisis y al peso de la documentación aportada. Pero también hay voces discrepantes con mayor peso que restan credibilidad a estas tesis. Hay muchos críticos en activo desde aquellos años y con gran prestigio como Diego A. Manrique o Jesús Ordóvas, que simplemente consideran que los cantautores de protesta con menos contenido artístico o los grupos de rock urbano más cercanos al sinfonismo sufrieron un castigo similar al que también padecieron los dinosaurios de otros países de nuestro entorno, cuando la revolución que supuso el punk hizo temblar los cimientos del mainstream y algunas vacas sagradas internacionales del pop y el rock, desde Bob Dylan a Genesis, Yes o Pink Floyd, lo pasaron mal en los 80, porque las canciones de tres minutos, el baile y los sonidos hedonistas se pusieron de moda.
Y lo cierto es que, más allá de lo erróneo o lo acertado de estas teorías, el relato defendido por estos y otros autores que trabajan en ámbitos académicos, como Guillem Martínez, Teresa M. Vilarós, Germán Labrador o Giulia Quaggio, empieza a calar, sobre todo entre los colectivos más cercanos a las nuevas formaciones de izquierda como Podemos
También músicos de éxito en aquellos tiempos como Sabino Méndez, compositor principal de Loquillo y los Trogloditas, o incluso cantautores como Pablo Guerrero o El Mecánico del Swing, tienen otra versión de los hechos. Para ellos, en la época hubo una gran explosión de creatividad que propició el cambio y, además, con la aparición de los políticos profesionales y la llegada de la libertad de expresión, la canción de protesta, tan útil en los años del franquismo, había dejado de ser necesaria. Era el público quien quería más diversión y menos solemnidades, por lo que no resultaría extraño que las radios comerciales y los programadores de fiestas y verbenas apoyaran a estas nuevas bandas, coloristas y transgresoras en los estereotipos sociales, que trajeron algunas novedades positivas, como la incorporación de las primeras instrumentistas a las bandas de rock, más allá del papel de cantantes y coristas que siempre habían tenido. Además, el presunto tsunami no terminó con todos.
Pese a las dificultades con las que tuvieron que enfrentarse, y que muchos de ellos achacan sobre todo al manto de silencio que colocaron sobre sus trabajos los medios de comunicación masivos, en aquellos años duros figuras emblemáticas del rock urbano como Rosendo Mercado, entonces integrado en el mítico grupo Leño, o cantautores de referencia como Joan Manuel Serrat, Luis Eduardo Aute o Joaquín Sabina, iban a lograr sobrevivir. Gracias, sobre todo, a su decisión de apostar por los conciertos en directo y a la conexión que lograron establecer con un público intergeneracional que no dejó de serles fiel. De hecho, su música ha envejecido mejor que la de muchos artistas que abanderaron la Movida y rentabilizaron mucho y bien la carambola de haber pertenecido a aquella ola. Por supuesto que hubo muchos oportunistas. Pero la mayoría tuvo que tomar buenas dosis de su propia medicina cuando el indie se abrió paso entre la juventud vanguardista y los ecos de sus canciones empezaron a apagarse. Y tampoco parece fácil descalificar por completo un movimiento en el que militaron compositores tan enormes como los ya desaparecidos Antonio Vega, Enrique Urquijo o Carlos Berlanga. Pero es innegable que, más allá del talento de algunos, muchos se hicieron ricos entonces sin demasiados merecimientos. Y que en los 80 se pusieron las bases de un modelo envenenado de generación de beneficios regado por el dinero público y con la connivencia de las radiofórmulas y las editoriales de canciones de sus grupos empresariales, cuyas perniciosas consecuencias aún no hemos dejado de pagar.