Reinaldo Iturbe (ALN).- Cuando una estrategia de preferencia no funciona en política, hay que cambiarla antes que sea demasiado tarde: el experimento de julio de 2017 habla por sí solo.
Juan Guaidó conserva a lo interno un elemento clave: es capaz de aglutinar el favoritismo de la mayoría de la militancia opositora en Venezuela. Aunque erosionada por los errores de 2019 y lo que va de 2020, la popularidad del líder opositor, medida en los más recientes sondeos de encuestadoras como Datincorp, es superior a la de Nicolás Maduro, que a pesar de su caótica gestión, también conserva una base electoral nada despreciable.
En una elección competitiva, si el candidato opositor fuera Juan Guaidó y Nicolás Maduro fuera el aspirante oficialista, el ganador sería Guaidó. Es decir, el presidente de la Asamblea Nacional mantiene dentro de sus activos un capital político importante y definitorio en cualquier proceso electoral con ciertas garantías.
Pero el favoritismo de la militancia opositora es un activo con un elevado nivel de depreciación. En otros términos: eso que los políticos llaman el “desgaste natural” ocurre a pasos más acelerados de lo común en las bases de la oposición.
La explicación a lo anterior es simple: los jefes opositores se desgastan aceleradamente porque dilapidan sus capitales políticos en ofertas cortoplacistas que generan aplausos enardecidos en las tarimas y decenas de miles de reacciones positivas en las redes sociales, pero en la práctica, estas ofertas son imposibles de materializar.
La oposición venezolana prometió en 2017, tras el golpe del Tribunal Supremo de Justicia al Parlamento, que las protestas multitudinarias de calle eran necesarias para el combate a la dictadura. La dirigencia no mintió: la calle era una necesidad.
Pero lo que comenzó como una protesta necesaria, terminó siendo pervertida por dirigentes adictos a las ofertas de corto plazo, y el capital de la calle se agotó entre “plantones” en autopistas por 24 horas, convocatorias imposibles a marchar al centro de la capital y hasta disparos de heces embotelladas por parte de los manifestantes contra un aparataje militar que disponía de armamento letal, unidades artilladas y gases lacrimógenos como para una guerra.
Y entonces Nicolás Maduro ofertó la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), una propuesta que fue respondida en la oposición con más calle, con el consabido saldo de muertos y heridos, responsabilidad desde luego de la desmedida represión de la dictadura.
Pero, vista la imposibilidad de detener la “elección” de la ANC, la oposición decidió llevar a cabo una consulta popular el 16 de julio de 2017, que según los números suministrados por el comité electoral designado para ese entonces, logró siete millones de votos.
El contenido de la oferta en el plebiscito era el rechazo a la ANC, “demandar” a la Fuerza Armada que reconociera al Parlamento, y ordenar la renovación de todos los poderes públicos, controlados por el chavismo.
Lo que sucedió después es historia: la oposición no pudo materializar el mandato popular y todo terminó en la elección de magistrados que luego se autonombraron como “Tribunal Supremo en el exilio”, y en el aprovechamiento de la consulta por parte de enemigos internos de la oposición como María Corina Machado, para dinamitar a las fuerzas democráticas.
Ahora, en octubre de 2020, el pacto unitario de Guaidó plantea una nueva consulta, que entre otras cosas, contempla el respaldo indirecto a la tesis de la continuidad administrativa del Parlamento y demandar elecciones libres.
Pero esta oferta, al igual que la de 2017, es imposible de materializar en lo inmediato, y la consulta, en lugar de ser un arma contra Maduro, puede terminar convertida en una amenaza que desgastaría todavía más el activo más importante de Guaidó a lo interno: su respaldo popular.