Ysrrael Camero (ALN).- Se equivoca Pablo Iglesias al negar que en España existe normalidad democrática. Con sus palabras, marcadas no sólo por un desesperado esfuerzo electoralista, sino también por un guiño a su votante tradicional, ratifica su lectura impugnadora de la transición democrática, que pretende justificar la ruptura propuesta por Podemos desde sus orígenes.
Al morir Francisco Franco en 1975, España vivía bajo un régimen autoritario impuesto desde la finalización de la Guerra Civil. Durante 36 años vivieron los españoles con libertades conculcadas, derechos secuestrados, sin elegir ni criticar abiertamente a sus gobernantes. Los españoles se encontraban divididos entre quienes soportaban al régimen dictatorial dentro y quienes vivían exiliados.
La transición a la democracia no se impuso desde afuera, no provino del gobierno republicano en el exilio, sino que se inició sobre una convicción de las fuerzas internas: la de que, muerto Franco, no había manera de que España se integrara a la sociedad internacional, y a la comunidad europea especialmente, manteniendo el autoritarismo franquista.
El mundo estaba cambiando. En abril de 1974 una revolución acabó con los restos de la dictadura salazarista en Portugal. En España era muy difícil atrincherarse en el bunker de la ortodoxia. La decisión de Juan Carlos I de sustituir a Carlos Arias Navarro por Adolfo Suárez ratificó una certeza: La monarquía sólo podría salvarse si acompañaba al pueblo español en el tránsito del autoritarismo a la democracia.
Durante su gobierno, Suárez inició la reforma política, entrando en contacto con la oposición que por décadas había luchado por la libertad de España, al tiempo que trataba de aislar a los sectores franquistas más intransigentes.
Haciendo uso de las Cortes franquistas la reforma fue aprobada, abriendo paso a unas elecciones libres, que pasaron por la legalización de los partidos, incluyendo al Partido Comunista de Santiago Carrillo, y al Partido Socialista de Felipe González.
De una parte y de la otra se realizaron concesiones. Para avanzar en democracia se renunció a la República y a sus símbolos. Algunos consideraron, a un extremo y al otro, todo esto una traición. En el proceso enfrentaron el recurrente fantasma de la violencia, desde la de ETA a la de grupos de extrema derecha.
Las Cortes electas en 1977, donde el PSOE era la principal fuerza de oposición, se convirtieron en constituyentes, para darle fortaleza institucional al avance hacia la democracia a través de una Constitución, redactada por consenso.
La redacción incorporó a los partidos de todo el espectro, desde los representantes de la Unión de Centro Democrático (UCD), partido impulsado por Suárez, hasta el PSOE y el Partido Comunista, pasando por la Alianza Popular de Manuel Fraga, actual Partido Popular (PP), y por los nacionalistas catalanes y vascos.
El 6 de diciembre de 1978 la Constitución fue ratificada en referéndum, con lo que España pasó a ser una monarquía parlamentaria. Consolidar esa democracia no fue sencillo, volvieron a sonar los sables cuando los oscurantistas intentaron dar un golpe de Estado el 23 de febrero de 1981.
Con la victoria del PSOE en 1982 se cerró el ciclo de la transición, en la medida en que el poder pasó, pacíficamente, a la oposición. Una transición sin ruptura, que miraba al futuro más que al pasado. La democracia se consolidó bajo el gobierno socialista. Se realizaron reformas institucionales en el aparato del Estado, en las fuerzas armadas, avanzándose también en la creación del Régimen Autonómico.
El relato que ha acompañado a Unidas Podemos (UP), y que expresa recurrentemente Pablo Iglesias, impugna este proceso, condena las concesiones de los sectores democráticos, muestra la continuidad entre el franquismo y la democracia, y denuncia la inexistencia de una ruptura total. Esa lectura de la democratización española está construida desde la trinchera y el combate.
Una democracia consolidada: índices
Desde hace décadas se ha perfeccionado la manera en que podemos medir la democracia, comparando regímenes e historias diversas. Varios índices muestran hoy el estado de la democracia, no sólo para poder comparar los regímenes políticos existentes, sino también para poder mostrar tendencias.
En estos índices destaca el proceso de consolidación de la democracia española. En el Democracy Index 2020, de The Economist, se reconoce la existencia de sólo 23 países con democracia plena, apenas el 13,8%, 8,4% de la población mundial, encontrándose España en el lugar 22.
De igual manera, el instituto Varieties of Democracy (V-Dem), que incorpora la democracia electoral, liberal, así como los elementos participativos, deliberativos y lo igualitario, coloca a España en el 13º lugar, entre las democracias más avanzadas. Por último, Freedom House ubica a España como uno de los países más libres del mundo, alcanzando un índice de 92, con 38 puntos sobre 40 en derechos políticos y 54 sobre 60 en libertades civiles.
Democracia consolidada y perfectible
Efectivamente, la democracia española tiene aspectos que mejorar. Ningún sistema es perfecto. De hecho, en democracia, la política existe justamente para perfeccionar, para seguir avanzando.
Por ejemplo, el insólito juicio contra un rapero por la letra de una canción, es un proceso que debe ser enmendado, y para eso está la política, a través de los cambios legales, realizados en el marco de la democracia parlamentaria.
Es la democracia, construida con luchas y sacrificios, con concesiones y negociaciones, el marco que permite una convivencia libre en la cual hacer reformas, cambiar políticas, diseñar nuevas reglas. La democracia es un sistema abierto, y es la política la que la llena de sentido.
El doble rasero de Iglesias
Sin embargo, la consolidada democracia española coexiste con regímenes autoritarios. Mientras Pablo Iglesias pone en duda el estado de la democracia del país del que es vicepresidente, otros regímenes persiguen opositores, encarcelan disidentes y conculcan los derechos políticos y civiles de sus ciudadanos.
Pablo Iglesias, nuevamente desde su trinchera, ha defendido en varias ocasiones a estos regímenes, partiendo de un discurso que pretende reivindicar la especificidad de cada caso para evitar la incómoda comparación.
En los mismos índices de V-Dem podemos observar la amplia brecha que separa la democracia española, en la que Pablo Iglesias es vicepresidente, de la Rusia de Vladimir Putin, que mantiene encarcelado a Alekséi Navalny; de la Venezuela de Nicolás Maduro, que impide la realización de elecciones libres; de la Nicaragua de Daniel Ortega, que hace elecciones ilegalizando a la oposición; y de la Cuba de Miguel Díaz-Canel, donde no hay elecciones libres y plurales desde 1952. Desde la democracia española, es hacia allá que debe dirigir la mirada crítica y la denuncia feroz.