Rafael del Naranco (ALN).- Retornamos en cada cosecha literaria diseminada sobre el espíritu mohíno, a las añejas andadas sobre ejidos yertos, entuertos y soledades, que al filo de una navaja esparcen un cansancio devorador, y en donde Don Quijote de la Mancha -¡Salve al Rey Nuestro Señor!- sigue tan avispado como hace cuatro siglos.
Era el tiempo en que la batalla de Lepanto se libraba en el mar de Occidente, y los calabozos de Argel se habían vuelto polvillo y viruta de las mediterráneas costas sarracenas.
Siendo niños –y lo hemos sido alguna vez- las arrebatadas y fantasiosas aventuras del Caballero de la Triste Figura y su fiel escudero Sancho Panza, nos aburrían soberanamente, ya que aquel añejo hablar cercano a Juan de Herrera, Garcilaso de la Vega, Gutierre de Cetina -“Ojos claros, serenos / si de un dulce mirar sois alabados, / ¿Por qué, si me miráis, miráis airados?”-, era enredado en demasía, porfiado y muy sombrío, al ser las haches cristianizadas en efes, las jotas revestidas de equis, y todo por cuenta y barruntos de la lengua cervantina que había enderezado Antonio de Nebrija con su Gramática castellana.
Ya de jóvenes, hicimos otras lecturas desordenadas, sin orden ni sentido, entre ellas una obra, hoy arrinconada en algún lugar de la pequeña biblioteca particular, y que esta pasada noche intentamos encontrar sin suerte para ver su talante y saber verdaderamente si aún nos seguía turbando.
El amor, las mujeres y la muerte, de Arthur Schopenhauer, nos dejó dudas y turbaciones tan recónditas, que en cierta forma aún hoy somos parte de un extraño desespero.
A quién no se le parte el corazón con esto que le pasó a GABO a los 20 años
Al presente, suelo regresar con cierta frecuencia a las páginas de Miguel de Cervantes con la misma ansiedad del marino sin puerto o el lobo estepario al encuentro de la madriguera, y lo hago en el momento exacto en que las nieves de la existencia cubren la estepa del alma de perturbadas dudas.
Harold Bloom, el crítico literario recientemente fallecido, maestro en el arte de escudriñar páginas de la literatura universal y cuyo dios único era William Shakespeare, siempre estuvo unido al baptisterio del caballero manchego.
Bloom, en su texto Cómo leer y por qué, plasma una consecuente comparación entre el hidalgo y el creador de Hamlet, aunque uno, en lo personal, se sigue arrimando al prólogo que Víctor Hugo escribió para las obras completas del bardo de Avon.
Ese texto del francés es exteriorizado con tanta destreza, que bien podemos afirmar que nos hallamos ante una pieza literaria de insuperable fuerza intelectual.
Y así, mientras esa acción observadora transcurre, el caballero y su escudero continúan, aún siglos después, tumbados ante la calina empapadora en Campos de Criptana, y lo hacen bajo las aspas de un molino perezoso, mientras observan con esparcida somnolencia, la política errática de la Hispania actual tan enmarañada y dubitativa ella.