Nelson Rivera (ALN).- El turismo masivo, sostiene la escritora Estrella de Diego en el libro ‘Rincones postales’, no sólo ha cambiado la escenificación de monumentos y espacios en los que se recibe a los turistas, sino que también ha modificado el modo de ver: el viaje se produce para ver in situ lo que ya ha sido visto.
A esta hora, millones y millones de turistas se mueven de un lugar a otro en el mundo. Ocupan hoteles, museos, iglesias, playas, restaurantes y todo aquello que sea ‘visitable’. Van tras lo típico y lo previsible. Recorren rutas que, la mayoría de las veces, ya han sido publicitadas, pre-vistas y pre-vendidas. Incluso los destinos que se ofrecen a turistas interesados en lo exótico, lo natural, lo ecológico, lo desafiante, lo silencioso o lo extraordinario, ya han sido configurados, delimitados.
Hay que decir: el turista sabe a lo que va. Ha preparado su expectativa y su mirada. Ha visto en pantallas, folletos y revistas, el lugar al que se desplazará. No conoce su especificidad, pero sí su representación. Desde el destino, se le ha preparado para lo que verá. El folleto promocional, el aviso con la oferta o el vídeo publicitario actúan como imágenes mediadoras. La mirada que enfocará su cámara fotográfica -con la que producirá el recuerdo del viaje- ha sido entrenada (“coleccionar el tiempo que no volverá jamás; tiempo extraño y extranjero que las fotografías dotan de cierta coherencia dentro del relato fracturado por la interrupción, un lapso suspendido, casi ajeno”, escribe Estrella de Diego, en ese libro inusual y revelador que es Rincones postales).
El turista sabe a lo que va. Ha preparado su expectativa y su mirada. Ha visto en pantallas, folletos y revistas, el lugar al que se desplazará
El turismo masivo, sostiene Estrella de Diego, no sólo ha cambiado la escenificación de monumentos y espacios en los que se recibe a los turistas, sino que también ha modificado nuestro modo de ver: el viaje se produce para ver in situ lo que ya hemos visto. En un reportaje publicado en el diario El Mundo, de España, un joven chino cuenta que ha comenzado a prepararse -ahorrar- para viajar a Venecia en 2028, cuando cumpla 40 años. Y dice: “Ojalá que las cosas no cambien y que Venecia sea la misma que he visto en las fotografías”.
El turista aspira a eso ‘otro’ que no tiene en casa pero que ya ha visto. Atrás han quedado los tiempos en que viajar era cosa de privilegiados o de aventureros que emprendían el camino sin saber a dónde les conduciría. Patrick Leigh Fermor, que con 18 años caminó de Holanda a Turquía, escribió que el más potente estímulo de su viaje había sido no saber qué encontraría en los caminos y en los lugares en los que se detendría a descansar. “Viajar era un modo de constatar mi ignorancia”.
El turismo de masas plena todos los espacios posibles. Ya no hay lugares recónditos, espacios que no hayan sido recorridos. El turista va, verifica, dispara su cámara, compra un souvenir de lo visto y regresa (“Tal vez comprar un souvenir es siempre adquirir un objeto que hasta cierto punto implica una ceremonia ritual, la de llevarse a casa un fragmento del Otro, una parte del Otro que a fin de cuentas simboliza su totalidad misma”). Circula por rutas previstas; cruza frente al cuadro de renombre; se detiene ante un fragmento de la ciudad, el mismo que previamente ha visto en el rectángulo de la postal; ratifica los prejuicios que le había anticipado la guía de viajes: la masificación no supone una potenciación de la curiosidad. Al contrario, el turista está siempre próximo a decepcionarse: la realidad, a menudo, tiene menos brillo que el papel satinado.
El turista no sorprende: se asemejan unos y otros. Es previsible. Se mueve en un perímetro delimitado. Un poder (del que apenas nos percatamos) determina cómo viajamos y qué experiencias podemos obtener de ello. Ir de turista es cumplir con una aspiración igualitaria. Y acceder a nuevos patrones de consumo. Viajar para consumir: he aquí el signo de nuestro capitalismo tardío. Viajar para ir lejos: la sensación de que somos más libres. Quizás ya el turista ha dejado de ser el Otro posible y no es sino una falsa figuración de ese Otro que aparecía para removernos la vida.
Del turista al viajero
La industria del turismo pone en cuestión ‘lo auténtico’, aun cuando el turista no reciba decepción alguna en su recorrido: el nativo, inscrito en una realidad impostada, complace la expectativa del visitante. El local se representa a sí mismo a entera satisfacción de su cliente. La tarea de quien recibe al turista consiste en evitar las sorpresas. Más paradójico: se propone hacerlo-sentir-como-en-casa. Disponer todo para que pueda cumplir con el propósito de visitar los monumentos más importantes: el monumento excesivo, el monumento monumentalizado, el monumento verdadero pero travestido para uso del turismo. Jeremy Boissevain, antropólogo holandés, ha esbozado -en el libro Lidiar con turistas: reacciones europeas al turismo de masas– una tesis fascinante: que el marco mental de anfitrión nativo sea semejante al del visitante extranjero: uno y otro estarían unidos por el mismo anhelo, por la misma visión: la de la fotografía postal que reduce los lugares turísticos al cumplimiento de tres o cuatro imágenes tópicas.
El viajero, que aspira a diferenciarse del turista, se desplaza por su cuenta. Prescinde del guía y asume riesgos de distinta categoría, alejado de las aglomeraciones y de lo previsible
Hay un relato de la transacción turística que exige a visitantes y locales cumplir con su respectivo papel (a menudo, al local le corresponde representarse como expresión o continuidad del ‘pasado’ o de ‘lo original’; el local se presenta inserto en la tensión entre original y copia). Estrella de Diego señala una paradoja central: que lo auténtico vende; por lo tanto, debe ser diseñado al gusto del mercado. En los programas que Radio Televisión de España dedica a mostrar las tradiciones de pueblos y ciudades, el viajero, que aspira a diferenciarse del turista, se desplaza por su cuenta. Prescinde del guía y asume riesgos de distinta categoría, alejado de las aglomeraciones y de lo previsible.
Están los que viajan a la pobreza; los que se aproximan a tornados; los que se internan por algunos parajes de África con apenas una mochila; los que se alejan del ruido del mundo; los que quisieran caminar por la superficie de la Luna. El viajero quiere que su viaje sea distintivo: es la contrafigura del turismo de masas. Alejado de las aglomeraciones y de lo previsible. Como si todavía fuese posible lo inédito, como si todavía quedase en el planeta algo por descubrir.
Sugiere Estrella de Diego: puede ocurrir que, durante el viaje, “el turista se convierta un poco en viajero”. Es posible que en Jerusalén o ante el Coliseo Romano o en el cerro Monserrate de Bogotá o en la Casa del Tesoro en Petra, el visitante sienta que algo le ha pasado. Que una silenciosa conmoción lo recorra. Que producto del viaje, algo cambie en su interior. Las memorias de los escritores están pobladas de esos instantes, irreproducibles y luminosos, en que el viajero se encuentra con una verdad que, en lo fundamental, es suya. Cesare Pavese usó la palabra ‘brutalidad’ para hablar de lo que significa viajar. Decía con ello que, mientras viaja, el ser humano se somete a la experiencia de lo ajeno y lo extraño. Se sume en un inevitable desequilibrio, que es propio de la persona que se mueve fuera de sus referentes cotidianos. Añadía esta idea: porque nada le es propio, se ve impulsado a encontrarse consigo mismo, con lo esencial, lo mejor de su propio ser.