Pedro Benítez (ALN).- Aunque en la crisis de Bolivia el foco mediático internacional ha estado en el estrafalario líder del Comité Cívico de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, en realidad el hombre que sin armas, con unos breves discursos redactados por él mismo en una hoja de papel y haciendo uso de la estrategia electoral puso a Evo Morales contra las cuerdas, fue el expresidente Carlos Mesa. Él fue el factor clave en la caída de Morales y ahora intenta serlo para estabilizar ese país.
En 1986 Carlos Mesa publicó en la revista Nueva Sociedad un corto ensayo sobre el retorno al poder el año anterior del cuatro veces presidente boliviano Víctor Paz Estenssoro que tituló Bolivia, la dramática transición. Un recuento y análisis del radical giro económico que permitió eliminar la hiperinflación en ese país.
Que 33 años después el autor esté en el centro de otra dramática transición boliviana no es casualidad. Aunque nunca fundó ni lideró un movimiento político al estilo de Paz Estenssoro o Evo Morales, a su manera ha buscado el poder. Pero no sólo eso, además ha estudiado como pocos su naturaleza.
Evo Morales no se percató de que Carlos Mesa lo tenía acorralado desde antes de la elección porque la mayoría de los bolivianos no deseaba que se perpetuara en el poder. Dios ciega a quien quiere perder. Si pasaban a la segunda vuelta, Mesa sumaría automáticamente los votos opositores y se impondría. Y si no, este sólo tenía que mostrar todas las irregularidades del escrutinio en las que el partido oficial incurriría, como efectivamente pasó.
Historiador e hijo de historiadores, probablemente Mesa sea la persona que más conoce de las luchas políticas de su país. En 1983 publicó un libro con un título significativo: Presidentes de Bolivia entre urnas y fusiles.
De modo que para el que conozca la historia de Bolivia (y él la conoce muy bien) nada de lo que ha ocurrido en los últimos días debería sorprender. Las fuerzas latentes que cada cierto tiempo la desestabilizan (como al resto de América Latina) estaban presentes bajo la aparente tranquilidad de los años de gobierno de Evo Morales.
Este, embriagado de poder, en su empeño por perpetuarse en la Presidencia ha desatado una nueva crisis política que le costó el cargo y con la cual se ha perdido una oportunidad histórica. Es como una película que se ha repetido muchas veces en la región.
Bolivia ha regresado a los convulsos años de 2003 y 2005, cuando precisamente Evo Morales y Felipe Quispe encabezaron el movimiento que provocó la desestabilización de otro presidente electo democráticamente.
En junio de 2002 el empresario y exministro de Economía Gonzalo Sánchez de Lozada fue reelegido presidente con el 22% de los votos, derrotando a Evo Morales que obtuvo el 20%. Con ese capital político el dirigente cocalero decidió hacerle oposición al nuevo mandatario, pero no en los pasillos del Congreso sino en la calle.
Con una situación económica complicada los gobiernos bolivianos de la época consideraron la opción de exportar las reservas de gas del país por puertos chilenos. Explotando los sentimientos nacionalistas y con la exigencia de convocar una Asamblea Constituyente, Morales y su movimiento encabezaron lo que se conoció como la Guerra del Gas. Un momento crítico fue el amotinamiento de la Policía de la capital que demandando aumentos salariales se enfrentó al Ejército.
En medio de una escalada de violencia que le costó la vida a más de 70 personas, Sánchez de Lozada renunció a la Presidencia en octubre de 2003 y abandonó el país dejando a cargo a su vicepresidente, Carlos Mesa.
Aunque este no era un militante político, Sánchez de Lozada le había ofrecido la candidatura a la Vicepresidencia de Bolivia en la elección del año anterior para aprovechar el prestigio que se había ganado como escritor, periodista y documentalista.
En esas difíciles circunstancias le tocó ser protagonista de su propia historia. De esa experiencia publicó otro libro con título también revelador: Presidencia sitiada. Durante 17 meses intentó pacificar el país y bajar las tensiones. Promovió la descentralización administrativa para atender las demandas de autonomía de la provincia de Santa Cruz, e incluso consiguió que la economía mejorara.
No obstante, Evo Morales no le dio tregua. De nada valió que Mesa hubiera roto políticamente con su antecesor en el cargo y facilitara la convocatoria de la Asamblea Constituyente. Tampoco pudo concluir su mandato.
En medio de una ola de manifestaciones, bloqueos de carreteras, con la Central Obrera Boliviana decretando una huelga general indefinida, sin apoyo en el Congreso y careciendo de un partido político propio, en junio de 2005 Mesa tiró la tolla. Con él renunciaron también los presidentes de la Cámara de Senadores y la de Diputados, recayendo la sucesión constitucional en la Corte Suprema. Como se podrá apreciar los acontecimientos nunca se repiten igual, aunque se parecen. Ahora, casi tres lustros después, la historia ha dado otro giro y aquí está de nuevo en el centro de la escena.
Paradójicamente fue el propio Evo Morales quien en 2013 lo trajo de nuevo a la vida pública cuando lo designó como vocero internacional de Bolivia en la controversia sobre la negociación marítima con Chile. Esa fue la tribuna desde la cual Mesa se proyectó para las elecciones de 2019, en un contexto en el cual la oposición boliviana buscaba un candidato para enfrentar a Evo Morales, que hasta el referéndum de 2016 lucía imbatible.
Muchos bolivianos vieron en su carácter sobrio y flemático, totalmente alejado del estilo de agitador populista de la plaza pública, la opción más razonable frente al continuismo de Evo Morales.
La suya fue una campaña electoral muy difícil donde recibió ataques por todos los flancos. No logró unir a la oposición en un frente común. El sector más radical no dejó de señalarlo como una versión light de Evo Morales. Desde el exterior no faltó quien lo acusara de ser parte de una operación para legitimar una nueva reelección presidencial que los electores habían negado previamente. Por su parte, el oficialismo lo atacó como el último presidente neoliberal de Bolivia.
Además, conociendo la naturaleza del régimen de Morales, Carlos Mesa sabía que este no jugaría limpio en ninguna de las etapas del proceso y que el apoyo de sus aliados en el exterior no le faltaría. Sabía también que tenía en contra a todas las instituciones del Estado boliviano. Pero también estaba consciente de la naturaleza efímera del poder.
Evo Morales no se percató de que Carlos Mesa lo tenía acorralado desde antes de la elección porque la mayoría de los bolivianos no deseaba que se perpetuara en el poder. Dios ciega a quien quiere perder. Si pasaban a la segunda vuelta, Mesa sumaría automáticamente los votos opositores y se impondría. Y si no, este sólo tenía que mostrar todas las irregularidades del escrutinio en las que el partido oficial incurriría, como efectivamente ocurrió.
Evo Morales cayó en la tentación de repetir la maniobra de Alberto Fujimori en el año 2000, quien también manipuló el resultado de la elección para evadir la segunda vuelta. En esa ocasión el contendiente opositor, Alejandro Toledo, usó la bandera del fraude electoral para salir a protestar a las calles.
Transformar una campaña electoral en medio de condiciones fraudulentas en una insurrección popular era el destino de ese proceso. Era el propio Evo Morales quien iba a activar ese mecanismo. Carlos Mesa ya lo sabía. Y también sabía que para la mayoría de la sociedad boliviana esta era la oportunidad de evitar que en ese país se consolidara un régimen al estilo de Nicaragua o Venezuela.
De modo que Evo Morales ha perdido el poder en su misma ley. De la mano del mismo presidente al que desalojó del palacio presidencial en 2005. Carlos Mesa, por su parte, no ha culminado su faena. Todavía tiene la tarea de orientar la crisis boliviana hacia la estabilidad y un desenlace democrático. Pero por ahora le ha ganado esta partida a su rival. La historia le ha reservado este momento.