Pedro Benítez (ALN).- Aunque las circunstancias siempre cambian y por lo tanto nunca son idénticas, no obstante, las comparaciones de personajes y situaciones pueden resultar reveladoras. Así, por ejemplo, ocurre cuando se contrasta la actitud del expresidente republicano Ronald Reagan con la Nicaragua sandinista de los años 80 del siglo pasado, y el actual inquilino de la Casa Blanca, el también republicano Donald Trump, con la Venezuela del presente. Reagan estuvo dispuesto a pagar un costo político interno por su oposición al régimen sandinista. Trump, por el contrario, usa el tema Venezuela para obtener réditos electorales.
Durante 30 años los sucesivos presidentes republicanos de Estados Unidos se han intentado arropar con el legado de Ronald Reagan, el exactor de Hollywood que como presidente protagonizó la denominada “revolución conservadora” de los años 80 del siglo pasado en ese país. Todos han usado sus frases y su imagen en las distintas campañas políticas para mover a su base de votantes. Donald Trump no podía ser la excepción. Sin embargo, las apariencias suelen estar alejadas de los hechos.
A diferencia del actual mandatario estadounidense, Reagan no era un aislacionista. No se aventuró en guerras externas, pero compartía la idea de todos sus predecesores desde la Segunda Guerra Mundial según la cual Estados Unidos debía mantener su influencia global a toda costa, particularmente en contra de los regímenes que le adversaban, empezando por la hoy extinta Unión Soviética.
Durante sus ocho años (1981-1989) de presidencia Reagan tuvo una obsesión que por poco le cuesta el cargo: Nicaragua.
En 1979 el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), aliado con otros grupos políticos, organizó una insurrección armada que derrocó la dictadura de la dinastía Somoza, que había dominado a Nicaragua por más de cuatro décadas. Unos años antes, cuando la insurrección tomaba fuerza, el entonces presidente norteamericano Jimmy Carter le cortó la asistencia militar a Anastasio Somoza, con lo cual sentenció el fin de su poder.
Los sandinistas entraron a Managua en julio de 1979 en medio del fervor popular y la expectativa continental. Prometieron elecciones democráticas y constituyeron un gobierno colegiado con la presencia de todos los grupos políticos antisomocistas. El Senado estadounidense aprobó una ayuda económica de 75 millones de dólares para la reconstrucción del país. Una nueva era de libertad y esperanza se asomaba para el pueblo nicaragüense.
No obstante, en el curso de los siguientes 12 meses la revolución dio un giro radical, siguiendo un patrón muy similar al de Cuba 20 años antes. Los sandinistas fueron copando los principales centros claves de poder; organizaron un ejército, una milicia y una policía controlada por ellos. Violeta Chamorro y Alfonso Robelo, miembros moderados de la Junta de Reconstrucción Nacional (el gobierno del país), renunciaron y acusaron a los sandinistas de pretender cubanizar el proceso revolucionario.
Típicamente la oposición al sandinismo se dividió en dos grupos. Unos, organizados en torno al diario liberal La Prensa, demandaban cumplir la promesa de la revolución de efectuar elecciones libres, y otros sostenían la imperiosa necesidad de armarse militarmente a fin de impedir que el régimen sandinista se consolidase.
Mientras tanto, Nicaragua se convirtió subrepticiamente en el trampolín para exportar la revolución hacia sus vecinos, países que por décadas habían tenido gobiernos militares opuestos a todo tipo de cambios sociales o políticos. Rápidamente Centroamérica se transformó en un polvorín cuando en los meses que siguieron al triunfo del sandinismo El Salvador se sumergió en una cruenta guerra civil.
Ese escenario estaba en desarrollo cuando Reagan juró como presidente en enero de 1981. Hombre de ideas básicas, estaba decidido a impedir que “una nueva Cuba se consolidara en el área del Caribe”. Así, le quitó el apoyo económico norteamericano al gobierno sandinista y se lo dio a la contrarrevolución que se estaba armando en la frontera con Honduras. Aprobó medidas de presión diplomática y comercial. Ordenó a la CIA dar todo tipo de apoyo a la oposición nicaragüense e hizo de esta su causa personal.
Pese a haber sido un presidente muy popular, Reagan nunca logró el apoyo del público estadounidense en ese asunto. En sus memorias expresa su frustración por eso.
Como consecuencia pagó un alto costo político interno en su empeño por derrocar a los sandinistas. Encontró férrea oposición en el Congreso y en los medios de comunicación, y este tema fue una de las causas de la derrota de su partido en las elecciones del Senado de 1986.
Cuando la oposición demócrata en el Congreso consiguió bloquear la asistencia militar a la contra nicaragüense, funcionarios de Reagan se las arreglaron para armar (aparentemente con autorización del presidente) una ilegal triangulación de armas con Irán para seguir ayudándolos. Ese fue el origen del escándalo Irán-Contras que por poco lo lleva a un juicio político.
Reagan creía sinceramente que Nicaragua podía seguir los pasos de Cuba y mantuvo su política contra viento y marea hasta el último minuto de su mandato.
Los comandantes sandinistas Tomas Borge, Daniel y Humberto Ortega siempre creyeron inminente una invasión norteamericana que finalmente nunca ocurrió.
Contrariamente a lo que creía Reagan, los sandinistas no perdieron el poder por las balas sino por los votos. Asfixiados por la presión externa aceptaron elecciones presidenciales en 1990 y, contra todo pronóstico, perdieron ante Violeta Chamarro.
Luego de una compleja negociación donde el presidente venezolano Carlos Andrés Pérez cumplió un papel crucial entregaron el poder. Retornaron por los votos tres lustros después, gracias a los errores de sus sucesores en el gobierno nicaragüense. Pero esa es otra historia.
Una cruda lección política
Si comparamos la actitud de Reagan en Nicaragua con de la Trump en Venezuela hoy, las diferencias saltan a la vista. Equivocado o no en su estrategia, Reagan estaba sinceramente comprometido con la causa antisandinista, pagando un precio político interno por eso.
Por el contrario, el actual presidente republicano ha usado el tema venezolano para conseguir votos. Tal como lo describe Andrés Oppenheimer en su columna de El Nuevo Herald de este 2 de septiembre, Trump ha hecho demagogia “sobre una posible intervención militar de Estados Unidos” en Venezuela. En realidad eso jamás le ha pasado por la cabeza.
Y no es que esto haya sido malo. Pero es demasiado evidente que Trump agita el tema venezolano para infundir miedo dentro de Estados Unidos, agregando la ridícula amenaza del socialismo que supuestamente encarnan los demócratas, partido con el cual los republicanos se han alternado en el poder por más de 150 años.
Su actitud recuerda más bien a la de John F. Kennedy, quien ganó las elecciones de 1960 acusando a los republicanos de ser pasivos con el comunismo y terminó dejando que una dictadura comunista se consolidara en Cuba.
Tal como lo afirma Oppenheimer, si el compromiso de Trump con Venezuela fuera sincero debería haber aumentado la presión sobre su amigo Vladimir Putin, principal valedor internacional de Nicolás Maduro.
Esta es una cruda lección de la política internacional que los venezolanos deben comprender mirándose en el espejo de Cuba, cuya dictadura ha pervivido durante 60 años, entre otras cosas, porque más que una amenaza para la democracia ha sido una fuente de votos dentro y fuera de Estados Unidos.